Año jubilar o Año santo es un tiempo en que se concede gracias espirituales (indulgencias) a los fieles que cumplen determinadas condiciones. Puede ser ordinario o extraordinario; el ordinario se celebra en los intervalos preestablecidos, que suelen ser 25 años, mientras que el extraordinario es el proclamado como celebración de un hecho destacado. Este jubileo cristiano tiene su origen en el jubileo judío (Ex 23,12; Lv 25,1-14; Dt 15,1-18), una celebración de gran importancia e incidencia social: “Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia” (Lv 25, 10).
El término jubileo tiene dos raíces, una hebrea y otra latina. La palabra hebrea que aparece en la Biblia es yobel, que alude al cuerno de macho cabrío, el instrumento sonoro que se utilizaba como anunciar al pueblo el año del jubileo, un año excepcional dedicado a Dios. Ese año se denominaba yobel, pues se iniciaba con el sonido del yobel. Existe también una palabra latina, iubilum, que se refería a los gritos de alegría de los pastores y terminó por significar alabanza o alegría. Cuando san Jerónimo tradujo la Biblia del hebreo al latín tradujo el término hebreo yobel por el latino iubilaeus, con lo que quedó incorporado el matiz de alegría al significado original que tenía la palabra en el antiguo Israel, como año excepcional de remisión.
Su objetivo era que nadie oprimiera al prójimo; para ello había que restablecer los derechos de los pobres, acoger a los excluidos y reintegrarlos en la convivencia. El jubileo era un instrumento legal para volver al sentido profundo de la Ley de Dios; una ocasión para revisar el camino recorrido, descubrir y corregir errores y volver a comenzar todo de nuevo. Se trataba, pues, de un año sabático en el cual se descansaba, se ponían los esclavos en libertad, se dejaban de trabajar las tierras, ya que estaba prohibido cultivar o sembrar, se restituían las posesiones que se habían comprado, y se decretaba la obligación de perdonar las deudas, y que las tierras hipotecadas o vendidas volvieran al clan de sus orígenes, pues cada uno debía poder volver a su propiedad. Así se impedía la formación de latifundios y a las familias se les garantizaba la supervivencia.
Por eso, la llegada de este año era la esperanza de los pobres y oprimidos. Y, todo esto porque Dios es el único Señor, y ningún hombre tiene el derecho de ejercer cualquier tipo de dominio sobre su hermano. Se trata, al fin y al cabo, de la instauración de la soberanía de Dios y su acción salvífica, cuya presencia inmediata vino anunciando desde el comienzo de la Revelación: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Su descendencia te aplastará la cabeza, y tú le morderás el talón”. Y todo esto como preparación de la llegada del Reino de Dios, la instauración del reinado de Dios en la tierra, y como consecuencia la liberación de la humanidad.
Jesús comienza su predicación proclamando un nuevo jubileo, un “año de gracia de parte del Señor”. Va a la sinagoga para participar en la celebración y se levanta para hacer la lectura.
Escoge ese texto de Isaías que habla de pobres, presos, ciegos y oprimidos, reflejando la situación de los galileos en tiempos de Jesús. La experiencia de Jesús del amor del Padre, le daba una mirada nueva para observar la realidad, y en su nombre, toma postura en defensa de la vida de su pueblo y, con palabras de Isaías, define su misión: anunciar la Buena Nueva a los pobres, proclamar a los presos la liberación, y devolver la vista a los ciegos y la libertad a los oprimidos. Se trata de cuatro maneras de expresar la misión de Jesús en términos de una acción liberadora total para cualquiera que sea la carga y la opresión de las personas, de la sociedad y el ambiente en que viven. Así nos enseña de manera concreta que en esta difícil historia Dios está al lado de todos los que sufren y responde a su esperanza.
Toda esa esperanza popular de justicia social que Jesús convierte en realidad, en la Iglesia, y a través de los siglos, se ha ido difuminando en devociones y acciones puntuales de prácticas piadosas, que se quedan ahí (indulgencias, confesiones, oraciones vocales, peregrinaciones…), olvidando el empeño por asegurarnos de que todas las personas tengan las mismas oportunidades y derechos, tratando de reducir la pobreza, eliminar la discriminación, garantizar que nadie quede atrás, y lograr un mundo realmente más libre, desarrollado y sostenible.
El papa Francisco en su “Spes non confundit”, la bula de convocación de este jubileo ordinario del año 2025, invita a fomentar políticas que permitan que todas las personas tengan acceso a educación, empleo y bienestar, sin exclusiones ni barreras; para ello, pide, entre otras cosas, la condonación de la deuda externa de los países pobres. Pero parece que sólo sean llamadas hacia fuera de la Iglesia, y no se avanza mucho en términos de una auténtica y concreta conversión personal y eclesial, de cara a la revisión de nuestras posturas, personal y eclesial, hacia el respeto e implantación de los derechos humanos; aquí las propuestas jubilares concretas dejan mucho que desear, aunque el desafío jubilar sea un auténtico recuerdo de la desigualdad económica, pues la brecha entre ricos y pobres sigue creciendo, y la gente trabaja sin parar y aun así no logra cubrir lo básico.
Una auténtica propuesta de conversión jubilar debe tener en cuenta, entre otros aspectos, que millones de personas siguen sin poder acceder a una alimentación equilibrada, a una educación de calidad o a una atención médica adecuada; que las minorías y otros grupos vulnerables siguen enfrentando barreras que les impiden avanzar, y que las comunidades más pobres son las que más sufren los efectos del cambio climático, aunque no sean responsables de la crisis ambiental. Quizás, una auténtica vivencia del Jubileo tendría que pasar por organizaren nuestro entorno, eventos, charlas, debates, conferencias, iniciativas educativas en escuelas y universidades, y campañas en redes sociales con mensajes de concienciación para fomentar valores de equidad e inclusión, y para sensibilizar sobre desigualdad y derechos humanos, y sobre la importancia de la justicia social.
Por lo tanto, la dimensión espiritual del Jubileo, que nos invita a la conversión, debe unirse a estos aspectos fundamentales de la vida social, para formar un conjunto coherente. Sintiéndonos todos peregrinos en la tierra en la que el Señor nos ha puesto para que la cultivemos y la cuidemos (Gn 2,15), no deberíamos descuidar, a lo largo del camino, la contemplación de la belleza de la creación, la grandeza de sus pobladores y el cuidado de nuestra casa común y nuestros compañeros de caminata.
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Jóvenes. por r
Jubileo de la esperanza
En la actualidad, los jóvenes tenemos la tendencia de vivir sumidos en la nostalgia. Buscamos la autenticidad fijándonos en referentes de un pasado que nunca hemos visto, totalmente idealizados. Y aunque con la moda puede funcionar, quizás pasamos demasiado tiempo mirando hacia atrás con la convicción de que eran tiempos mejores. El 2025 va a ser el año santo de la esperanza, donde la Iglesia nos invita a mirar a un futuro en que cada vez se dilucidan más sombras que luces.
Y, en mi opinión, no nos faltan motivos para pensar así. Es cierto que nuestros mayores nacieron en una época de escasez y sacrificio, pero han vivido los períodos de prosperidad económica y social donde se han fraguado las libertades y derechos de las que hoy gozamos. Son nuestros abuelos quienes han visto el nacimiento de la democracia, el aperturismo económico, la Caída del Muro de Berlín o la erradicación del terrorismo, mientras la población ganaba en derechos y en riqueza.
Por el contrario, los jóvenes estamos viendo cómo esos valores por que tanto se ha luchado se desmoronan en una sociedad que ha decidido fijar su brújula y condena a los que no la siguen. Una sociedad que se ha creído el mito de la posverdad y donde percibir cualquier manifestación no material es extremadamente difícil. Un mundo cada vez más tensionado, aquejado por las guerras y los conflictos, por el cambio climático y por las dificultades a que los jóvenes nos tenemos que enfrentar en el mercado laboral y para conseguir una vivienda.
Ante este panorama, el mal espíritu hace que muchos de nosotros veamos remotamente posible sentir esperanza. No obstante, con más razón debemos ser optimistas. La esperanza no trata del autoengaño y de la ingenuidad de aguardar a un mundo ideal, sino que trata de buscar un sentido a nuestras actuaciones para incidir positivamente a nuestro alrededor, viendo el futuro por lo que puede ser con la mirada del Dios. Fruto del Amor, el Señor se hizo carne porque sentía esperanza por nosotros. En consecuencia, estamos exhortados a hacer más, a transformar nuestro mundo poco a poco con acciones cotidianas y a elegir un futuro digno para las generaciones que vienen.
Que nuestro propósito de este año jubilar sea abandonar el
pasado por una esperanza que mire al futuro con compasión.
Pes non confundit (La esperanza no defrauda) nos invita a reflexionar profundamente sobre la virtud de la esperanza en nuestra vida y en nuestra sociedad. En un momento donde persisten incertidumbres, divisiones y crisis globales, este Jubileo es una llamada urgente a renovar nuestra confianza en el amor de Dios.
La esperanza cristiana no es una ilusión ingenua ni un refugio ante la adversidad. Es una fuerza interior que se arraiga en la certeza de que el Evangelio es testimonio actual. Como señala el Papa Francisco, “la esperanza nos pone en movimiento” y nos anima a ser protagonistas de la historia, incluso en las situaciones más desafiantes. Este Jubileo nos obliga a cuestionarnos qué significa esta palabra para nosotros… San Isidoro de Sevilla, en sus Etimologías, dice que la esperanza viene a ser “como el pie para caminar, porque allí donde faltan los pies no hay posibilidad alguna de andar”.
El Papa nos recuerda que la esperanza no puede quedarse en palabras o sentimientos. Debe traducirse en acciones concretas que iluminen el presente y abran caminos hacia un futuro mejor, lo cual requiere valentía. La esperanza también nos interpela como comunidad. No podemos vivirla de manera aislada, sino que nos llama a construir juntos una sociedad más justa y solidaria. Este Jubileo es el momento oportuno para ser testigos de esperanza para quienes han perdido la suya; ser espacios de reconciliación, perdón y paz en nuestros entornos.
En 2025 cruzar la Puerta Santa no debe ser un simple gesto, sino un símbolo del paso hacia una vida renovada por la esperanza. La verdadera novedad de este Jubileo radica en su capacidad para sacudirnos, para transformar nuestra mirada hacia el mundo y hacia Dios.
Hoy, más que nunca, necesitamos la esperanza que no defrauda y transforma. La cuestión es: ¿Nos atreveremos?
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