Una de las grandes tentaciones que viven actualmente los
jóvenes y los no tan jóvenes en la Iglesia, y también en otros ambientes, es el gran deseo de
ser protagonistas. Penosamente, me ha tocado ser testigo de grupos que quedan heridos y desintegrados porque algunos de sus miembros pelean por el
pedestal principal, ese ansiado lugar en donde todos los vean, les obedezcan y
les rindan algún tipo de pleitesía. Me parece que esa misma tentación acecha
también a las comunidades de religiosas, religiosos y a cualquier grupo humano.
Todos estamos expuestos a la tentación de sentirnos indispensables,
insustituibles y únicos; y es verdad, cada uno de nosotros es absoluto en sí
mismo, imagen del buen Dios y también sujetos de su amor que sobrepasa todas
las cosas, pero ninguno de nosotros somos los protagonistas ni de nuestra
propia vida.
A muchos nos parece que el mundo ha nacido con
nosotros y parece que ignoramos que antes de nosotros ha habido muchas personas
que han labrado, con su esfuerzo y su sudor, esta bendita tierra que ahora
habitamos. La historia no nació con nosotros y el mundo no terminará después de
nosotros. ¡Qué liberador resalta ser el darse cuenta de que no somos el centro
del mundo y que el universo no gira alrededor nuestro! ¡Qué liberador es
percatarse de que las cosas se hacen conmigo, sin mí y, a veces, a pesar de mí!
¡Qué liberador, también, es ser consciente de que soy uno más en la fila de la
vida…Uno más y nada más!
El mejor ejemplo siempre lo encontramos en Jesús de Nazaret,
que «no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20, 28). Ese mismo Jesús,
que sabiamente aconsejaba a sus discípulos, también nos aconseja a nosotros «el
que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor» (Mt 20,
26). No somos más que servidores en la viña del Señor y nuestro aporte, por más
valioso y necesario que sea, no es indispensable. El complejo mesiánico hace
mucho daño a nuestras comunidades. Si el Señor nos ha regalado un don o un
carisma particular, no es para sentirnos especiales, sino para ponerlo al
servicio gratuito y desinteresado de los demás.
Cuidemos nuestro corazón de los vanos deseos de ser
protagonistas, pues esos deseos nos pierden y nos convierten en los antagónicos
de la historia de nuestras comunidades. Cuidemos nuestro corazón de la
hambrienta búsqueda de los reflectores y de los aplausos que tan fugazmente se
desvanecen y nos dejan en la nada. Contemplemos cómo la fecundidad de una
semilla siempre brota en lo profundo y secreto de las entrañas de la tierra,
sin aspavientos, sin escándalos y muy lejos de toda ambición de grandeza.
Del deseo de ser aplaudidos y del temor de ser olvidados:
¡líbranos, Señor!