
«La Iglesia vive una vida auténtica cuando profesa y proclama la misericordia -el atributo más estupendo del Creador y Redentor- y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaría y dispensadora» (Juan Pablo ) En estas palabras de san Juan Pablo II nos reconocemos todos. La Iglesia, que somos tu y yo, no puede sino anunciar al mundo el Evangelio de la misericordia. La Iglesia es misionera por naturaleza. Su razón de ser es ser anuncio y fermento de Dios en medio del mundo. Y ha de serlo de forma creíble. No solo a título individual en cada miembro, sino también colectivamente.
Francisco nos ha recordado que la Iglesia «tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio" Si Dios es misericordia, la Iglesia no puede dejar de anunciar esta buena noticia de Dios. Y esto lo hace, como lo hizo Jesús, con obras y palabras.
La Iglesia no es una agencia de servicios sociales y de caridad; la Iglesia es mucho más que lo que hace. Ella quiere ser «sacramento» de Cristo en el mundo, signo e instrumento de la misericordia de Dios. La Iglesia quiere hacer tangible la misericordia del Padre y, a su vez, quiere ser dispensadora de ella. Por ello, aunque se sabe siempre necesitada de purificación, en esta hora -quizá más que en otros tiempos-, ha de estar a la altura de lo que es y debe ser. Con humildad, ciertamente, pero con no menos determinación.
Una Iglesia sin caridad y sin misericordia no manifiesta el rostro de Dios que nos ha revelado Jesús y, por tanto, se convierte en insignificante, o, lo que es peor, en un antitestimonio. El más grave reproche que se nos hace como Iglesia suele ser el de no llevar a la práctica lo que anunciamos a otros.
Una cosa parece evidente: el Evangelio solo se puede comunicar evangélicamente. Solo se puede ser testigo de la misericordia viviendo y practicando la misericordia. Sería una contradicción querer anunciar el Evangelio de la misericordia sin predicar con el ejemplo. Cuando vivimos lo que predicamos, sin embargo, la Iglesia «huele a Evangelio».

Estamos convocados por el Papa a ser Misericordiosos como el Padre. Esto no significa cambiar el Evangelio, rebajar sus exigencias o acomodarse a las modas o estados de ánimo actuales. El Evangelio es el de siempre, aunque tengamos que hacerlo actual. Es el mismo, pero -compréndase bien- no ha de ser lo mismo. La Iglesia siempre ha predicado la misericordia, pero quizá hoy hayamos de tomar nueva conciencia de su centralidad. Lo importante es que lleguemos al corazón de los que hoy escuchan no con discursos teóricos o etéreos sobre Dios, alejados de la vida, sino que lo hagamos de modo concreto, a la vista de las necesidades y los sufrimientos de las personas, ayudándolas a descubrir al Dios de la misericordia en sus propias vidas.
No estamos solos ante esta tarea de ser testigos de la misericordia. El protagonista de toda evangelización es siempre el Espíritu Santo. El es principio vital de la comunidad cristiana y, con razón, la Tradición cristiana lo ha calificado de «alma de la Iglesia». Sin él, la misión sería otra cosa. Sin el Espíritu Santo, se ha dicho, la misión de la Iglesia no sería sino mera propaganda.
Francisco quiere una Iglesia que sea casa de misericordia. Un hogar para un mundo sediento de compasión y misericordia, un oasis donde poder saciar esa sed. Francisco nos anima a vivirlo:
«En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Bienvenido amig@, gracias por tu comentario