La Semana Santa es todo menos folklore, tradición rutinaria, leyenda o mito. La Semana Santa es la pasión de un hombre real, de carne y hueso, Jesús de Nazaret y, al mismo tiempo, de un Dios-Hijo, anonadado, hecho, por nosotros tierra de nuestra tierra, sangre de nuestra sangre, dolor de nuestro dolor, muerte de nuestra muerte y, en el horizonte, resurrección personal y esperanza cósmica. Durante el triduo sacro, recordamos, revivimos y celebramos a Jesús el Nazareno y los misterios de su pasión, muerte y resurrección, en los últimos días de su historia terrena entre nosotros.
Semana Santa; memoria viva de un acontecimiento que perdura y sigue encontrando eco: en ese condenado a muerte y en ese pueblo judío estábamos todos. Estábamos dando fuerza al cobarde Pilatos para firmar la injusta sentencia. Estábamos levantando las manos del verdugo para descargar con fuerza los golpes sobre la humanidad de Jesús. Estábamos riendo y gritando con el pueblo y las autoridades, y hasta levantando testimonios falsos con los letrados y notables, y saboreando culpablemente con el ellos la farsa del poder. Estábamos allí con las gentes del pueblo, pasivas y curiosas, llevadas por sentimientos viscerales mientras el justo cargaba con el madero. Estábamos con el mal ladrón, blasfemando nuestros dolores y desgarros interiores, lanzando contra el cordero inocente nuestros propios delitos. Estábamos con los soldados que se repartieron y sortearon lo único que poseía y le quedaba a Jesús, antes de desnudarse del todo: una blanca túnica. Estábamos con los sicarios que le cosieron con clavos y dieron a beber vinagre, cuando sólo pedía agua. Estábamos en el encuentro entre madre e hijo, camino del monte de la calavera y a los pies, en el patíbulo; y también con aquel verdugo que le traspasó el costado con su lanza. Estábamos, en fin, con la masa que sintió temblar su corazón cuando a eso de medio día, dando un fuerte grito, el Hijo de Dios expiró. Y la tierra tembló, y las tinieblas cubrieron todo y el velo del Templo se rasgó en dos.

Sí, no exagero. Allí estábamos todos. Porque hace más de 2000 años, en la capital del pueblo hebreo, en el drama de un condenado a muerte, se concentraba toda la historia de la humanidad: la pasada, la presente y la futura. Porque ese condenado, ese hombre, era más que un hombre: el Hijo del eterno Padre y el resucitado para siempre. Esa madre era más que una madre: la sierva del Señor, el modelo y espejo de la humanidad. Ese drama era mucho más que un drama: era el centro y sentido de la historia, de nuestra historia, personal y colectiva.
Por todo ello, la Semana Santa es mucho más que un símbolo nostálgico del pasado. Es identidad, resistencia y provocación en medio de nuestra cultura del olvido y de la increencia, porque somos el Pueblo de la Memoria frente al Pueblo del Olvido de los misterios de Dios
Hay que gritarlo, aunque no sea políticamente correcto: ¡¡No podemos olvidar esta otra pasión real: la de hoy, sufrida en los miembros dolientes del cuerpo místico de Cristo, por los nuevos crucificados del siglo XXI!!… Pasión en campos de batalla, en hospitales y psiquiátricos, en casas de acogida de inmigrantes y de trata de blancas, en pateras a la deriva, en campos de refugiados, en los hogares donde el maltrato es más frecuente que el pan de cada día, en pueblos sufrientes bajo el peso cotidiano de las guerras, del hambre y de la escasez de todos los recursos… Todos ellos esperan se bajados de la cruz. Porque confían que, quienes miramos al crucificado seamos capaces de mirar, al mismo tiempo, a los nuevos crucificados de hoy. Ante los crucificados de hoy, toda ideología, toda palabra enmudece y se desenmascara. Misterio de autenticidad radical y profunda. Tú, Jesús, te sigues identificando con los crucificados de la historia.
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