El hombre ha sido creado para la felicidad y esta invitación de Dios llega desde el fondo de la eternidad. En el mundo hay placer y alegría. El placer es la felicidad del cuerpo; la alegría es la felicidad del alma. Y aunque en medio de las dificultades de la vida, pruebas, sufrimientos y muerte, se pueda llorar, sin embargo nunca hay derecho a divorciarse de la alegría, que por ser espiritual, no puede morir y tiene sabor de eternidad.
La alegría comienza en el instante mismo en que uno suspende sus afanes de búsqueda de la propia felicidad para procurar la de los otros. En el corazón del hombre inquieto, el hambre de felicidad es hambre de Dios. Desventurados los satisfechos que, empachados de placeres, ahogan lo infinito de sus deseos. Bienaventurados, por el contrario, quienes tienen todavía hambre. Benditos los que proporcionan alegría a los pobres; en la cúspide de la entrega y del olvido de sí, florece la alegría y se reencuentra la vida.
En Adviento se vuelve a recordar que el camino de la felicidad no arranca de las personas o de las cosas, sino que parte de uno mismo hacia los otros, es decir, hacia Dios que es causa de alegría. La entrega a Dios es una entrega a la alegría.
El Evangelio, por ser Buena Nueva, es un mensaje portador de alegría; anuncia la vida, el futuro, la esperanza, la salvación. Logra que el creyente sea un hombre libre de temores, anclado en la alegría serena. Por eso la alegría cristiana es una experiencia seria de la fraternidad, del cariño, de la comprensión, de la confianza. En Adviento todos los hombres y mujeres tienen que preguntarse si han recibido la alegría del Evangelio.

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