No sería justo proyectar solo, por nuestra parte, el lado negativo de una institución tan importante y compleja. A nadie puede resultarle indiferente algo que es de toda la humanidad. Dedicarle un editorial en Redes Cristianas es ya un signo de la importancia que nos merece. El mundo estaría, sin duda, en peores condiciones sin su existencia. Pero lo que nos importa de verdad en su 75 aniversario no es el balance de los fracasos y éxitos que haya ido acumulando en su historia, sino su “razón de ser”, su finalidad, es decir, aquello para lo que fue constituida y es causa de su existencia.
50 países firmaron el 24 de octubre de 1945 en San Francisco (EE.UU), cuatro meses después de finalizada la II Guerra Mundial, la Carta de las Naciones Unidas. —“Nosotros los pueblos de las naciones del mundo” reza el preámbulo de este documento fundacional—. Y fueron mayormente dos los objetivos a perseguir en los pueblos del mundo por esta Carta de San Francisco: desactivar los conflictos bélicos mediante la instancia de una ley universal, y erradicar el hambre y la pobreza en las naciones del mundo mediante el reconocimiento del carácter común de los bienes de la tierra. Para esas fechas, la humanidad aun no había tomado suficiente conciencia de los problemas medioambientales de hoy (deforestación, sequía y escasez de agua dulce, consumo abusivo y residuos, contaminación del aire, cambio climático, desaparición de las especies, etc.) que están destruyendo el planeta. Han sido el proceso histórico de la humanidad y el despliegue de su economía posterior los que han obligado a incluir este tercer motivo a la institución nacida en San Francisco.

Y, sin embargo, apostamos por una institución mundial como una organización entre iguales, que sea mediadora de paz y de vida en los conflictos y crímenes contra la humanidad y la Tierra. “ONU sí, pero así no”.
Soñamos con una instancia suprema planetaria y mundial, mantenedora de una ley equitativa y justa; nacida desde la igual dignidad de todos los seres humanos; sin “pueblos elegidos” ni imperios “con destino manifiesto”; formando una familia que habita la misma casa común. Empeñada, desde el respeto de la diversidad, en la persecución de una democracia planetaria y cósmica.
Una institución, en definitiva, animada por una filosofía profundamente humana y ética (los derechos humanos en todas sus generaciones), emplazada, hasta geográficamente, fuera de la hegemonía de cualquier imperio que pueda mediatizarla, de cualquier lengua y dinero que acabe colonizándola. Naciones, Estados, países… unidos, sí, pero no como lo estamos ahora.
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