Que sería de la vida
del ser humano sin la esperanza! Naufragaríamos en el mar de la vacilación, del
sufrimiento, del dolor, del mal, sin que nada nos alentara a seguir confiando,
luchando, trabajando....
Alguien ha podido decir que "el siglo XX ha resultado ser un inmenso
cementerio de esperanzas". El
mundo moderno sigue plagado de crueldades, injusticias e inseguridad.
Por otra parte, el debilitamiento de la fe
cristiana, en nuestra cultura, no ha traído una mayor fe en el ser humano. Al
contrario, el abandono de Dios parece ir dejando al hombre contemporáneo sin
horizonte último, sin meta y sin puntos de referencias. Los acontecimientos se empujan
unos a otros, pero no conducen a nada nuevo. La civilización del consumismo
produce novedad de productos, pero sólo para mantener el sistema en el más
absoluto inmovilismo.
Esta crisis de esperanza está configurada por
múltiples factores, pero, probablemente, tiene su raíz más profunda en la falta de fe del
hombre contemporáneo en sí
mismo, en su capacidad de avance, en la falta de confianza en la vida y en el
futuro.
¿No estará el hombre, la mujer de hoy
necesitando más que nunca al "Dios
de la esperanza"? Ese
Dios del que muchos dudan, al que bastantes han abandonado, pero un Dios por el
que tantos siguen preguntando. Un Dios que puede devolvernos la confianza radical en la vida y descubrirnos que el ser humano
sigue siendo "un ser capaz de proyecto y de futuro".

La Iglesia no debería olvidar hoy "la responsabilidad de la
esperanza" pues
ésa es la misión que ha recibido de Cristo Resucitado. La Iglesia ha de entenderse
a sí misma y vivir como "comunidad de
la esperanza". Una esperanza que no es una utopía más, ni una
reacción desesperada frente a las crisis e incertidumbres del momento. Una
esperanza que se funda en Cristo resucitado. En El, en Jesús Resucitado,
descubrimos los creyentes el
futuro último que le espera a la humanidad, el
camino que puede recorrer el hombre hacia su plena humanización y la garantía
última frente a los fracasos, la injusticia y la muerte.
En nuestro Adviento“que no se embote la mente.. Estar siempre despiertos”(Lc 21,
25-36). Es una llamada a despertar la esperanza. Hoy necesitamos, más que
nunca, recuperar la esperanza. La esperanza no tuya, no mía, la de todos, la de
los pobres, los olvidados, los asesinados, los…
Quizás
Dios en éste Adviento, en éste tiempo del Ven Señor Jesús amplifica el grito de
los pobres de la tierra para que sepamos los creyentes de su participación en
el sufrimiento del mundo. Sabemos por Mateo 25 y otros pasajes bíblicos que se
podría deducir esta frase de parte de Jesús: “la marginación y el sufrimiento
de los pobres de la tierra, lo experimento también en mi propio ser”. Dios
sufriendo con los aporreados de la historia, el Señor prolongando su pasión
viviendo la exclusión de tantos humanos hechos a imagen y semejanza de su
Creador. Quizás Dios también grite uniéndose al quejido de los pobres usando su
grito que, desgraciadamente, muchos humanos quieren silenciar haciéndose los
sordos ante el grito de aquél a quien dicen seguir.

Esa es la gran tragedia de
muchos que viven un cristianismo sordo y ajeno a los gritos lanzados a través
del grito de Dios. Es posible que Dios debiera aumentar la amplificación de ese
grito hasta el infinito, pero nunca se podrá oír si no se comprende el
compromiso y el reto de la auténtica vivencia de la espiritualidad cristiana. El
sonido de ese grito capaz de amplificar el gemido de los pobres, se escucha a
lo largo de infinidad de páginas bíblicas que, con una radicalidad dura y
brusca, intenta llegar a los oídos del alma, pero muchas veces ésta permanece
sorda y atenta a otras músicas más suaves y menos comprometedoras en busca de
un solaz alejado del compromiso con el prójimo. La amplificación a través de
ese grito de Dios del clamor bíblico a favor de los pobres de la tierra, el
grito que nos llama al amor en acción, a una fe actuante a través de ese amor,
queda bastante silenciado o no es escuchado hoy con la urgencia. Muchas veces
podemos dar la espalda a estos dolores, mientras que nos dirigimos al templo a
alabar a Dios con bellas palabras alejadas del mensaje de solidaridad con los
que sufren. Silenciamos el Grito de Dios, para escucharnos a nosotros mismos
porque nuestras palabras y alabanzas no llegan a lo alto, no pasan del techo de
nuestros templos. Los profetas escucharon ese Grito de Dios y se sintieron
movidos a misericordia. No pudieron callarse y se unieron a ese grito a favor
del pobre, de la viuda, del extranjero, del enfermo… Clamaron por justicia y,
por tanto, no tenían otro remedio que denunciar al injusto causante de esos
dolores que se amplificaban con el Grito de Dios que les mandaba a ellos también
a “gritar”. Hay que destruir esos gruesos y rústicos paños de silencio, de
búsqueda de una paz de cementerio, para poder dar entrada en el mundo al grito
de los pobres amplificado por el Grito de Dios. Un grito por justicia, un grito
amplificado contra los opresores, contra los que desequilibran el mundo con su
egoísmo acumulador, un grito de denuncia contra los que ponen cada día en sus
lujosas mesas la escasez del pobre, por ejemplo: La ONU, La OEA, El Fondo
Monetario Internacional, La OPEP, El Parlamento Latinoamericano, La Comunidad
Europea, Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo, Banco Mundial. Los que
decimos ser los seguidores del Maestro no tenemos otro camino, no tenemos otra
salida, no tenemos otra opción ni otro remedio que escuchar el grito de los
pobres. Y esto es Adviento, esto es el Ven Señor Jesús. Lo otro es ir en
contra del concepto de prójimo que nos ha enseñado Jesús. Al creyente no le
queda otro remedio que unir su grito al de los pobres para que todo sea
amplificado por ese Grito de Dios, único que puede hacer que el mundo cambie
hacia otro mejor, más solidario. Y eso es Adviento. ¿Acaso unirse a ese grito
no es parte constitutiva de la vivencia de la espiritualidad cristiana? No nos
equivoquemos. No seamos cómodos.

Cuando unimos nuestro grito al de los pobres y
dejamos que se amplifique a través del Grito de Dios es cuando estamos
habilitados para asumir la causa de los empobrecidos, la denuncia contra la
pobreza, la violencia de nuestro mundo. Los que con bellos paños religiosos
acallan ese Grito de Dios, lo están negando, están ocultando el verdadero rostro de
Dios, su verdadera identidad. No neguemos al Dios de la vida fomentando nuestra
sordera por comodidad, para no ser interpelados hacia el compromiso con el prójimo.
Muchas veces ese grito es silenciado por la adhesión fuerte y radical que el
hombre hace hacia el consumismo, hacia el lujo y el disfrute insolidario de los
bienes de este mundo. Pero no seamos torpes no sea que algún día nos
encontremos con este grito dicho a nuestro oído amplificado hasta el infinito:
¡Necio, lo que has almacenado con tu sordera egoísta y de espaldas al grito de
los pobres, ¿para quién será?... y hayas perdido el sentido de lo eterno, de lo
esencial y de loauténtico
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