LA IGLESIA ES COMUNIÓN
Para clarificar la identidad y misión de los laicos (y, al mismo tiempo, la del clero), es necesario tener una visión clara de la Iglesia. Sin pretender ofrecer aquí una teología completa de la Iglesia, nos detendremos en los dos rasgos fundamentales que el Concilio Vaticano II ha destacado de manera particular.
La Iglesia es comunión, comunidad, fraternidad de unos hombres y mujeres, que han recibido el mismo bautismo y viven animados por el Espíritu del mismo Señor. Pero, al mismo tiempo, la Iglesia es misión. Esta comunidad de Jesús no es, no existe para sí misma. Está llamada a encarnarse en el mundo. Ha de sentirse enviada a testimoniar el Evangelio en medio del mundo, a hacer presente la fuerza salvadora de Cristo entre los hombres.
Estas son las dos claves fundamentales que nos van a permitir situar correctamente a los laicos tanto en el interior de la comunidad eclesial como en medio del mundo. Comunión y misión son dos aspectos fundamentales de la Iglesia que son inseparables. Si nos preocupamos sólo de crear comunión, comunidad, sin preocuparnos de la misión, podemos terminar construyendo una Iglesia sectaria, un «ghetto» o refugio para los fieles practicantes. Si nos limitamos a desarrollarla misión sin crear comunidad, podemos caer en la dispersión, en el vaciamiento de la comunidad, el proselitismo individualista:
La comunión nos descubrirá la importancia de los laicos y laicas para la construcción y el crecimiento de la comunidad eclesial. La misión nos permitirá captar el papel insustituible de los laicos para construir el Reino de Dios en el mundo.
1. Recuperación de la Iglesia-comunión
Durante muchos siglos y por razones que no podemos analizar aquí, la Iglesia se ha ido desarrollando como una estructura jerárquica, organizada en estratos y que puede ser sugerida con la imagen de una «pirámide». En la cúspide está el Papa, Vicario de Cristo en la tierra; bajo él, el cuerpo de los obispos; más abajo, el clero presbiteral, los religiosos y las religiosas; por último los laicos y, por fin, las laicas. Todo funciona como si la acción del Espíritu actuara en cascada. El primer depositario de la revelación, de la gracia y del Espíritu sería el Papa, luego los obispos, el clero, los laicos. Dentro de la Iglesia habría una especie de «Super-Iglesia». No todos serían de la misma dignidad. Hay unos pastores y un rebaño. Hay una jerarquía y hay un pueblo fiel, de laicos.
El Concilio Vaticano II supera esta visión piramidal de la Iglesia y con diversas expresiones e imágenes subraya que la Iglesia es comunión, comunidad fraterna de creyentes, fundamentada en la recepción de un mismo Bautismo y de un mismo Espíritu. Se puede decir que la comunión es la idea central y fundamental de la eclesiología del Vaticano II. La Iglesia no debe ser ya imaginada como una pirámide sino como un círculo, una comunidad, una familia. El Espíritu actúa en todos. La dignidad de todo creyente arranca de su bautismo y su comunión con Cristo. La dignidad cristiana del Papa, del Obispo, del presbítero es la misma que la de cualquier laico. No son unos superbautizados. Son cristianos con una misión propia.
Para destacar esta visión de la Iglesia, el Vaticano II emplea una nueva terminología. La Iglesia es «el pueblo de Dios» que ha de ser «germen de esperanza y de salvación para todo el género humano». Con ello se subraya la igualdad de todos en cuanto al ser cristiano y a la dignidad, la vinculación fraterna que existe entre todos, la misión común a impulsar entre todos, el destino común hacia el que caminamos todos. El Vaticano II, va a insistir, sobre todo, en la igualdad. «Cuanto se ha dicho del Pueblo de Dios se dirige por igual a los laicos, religiosos y clérigos». Por decirlo de manera sencilla, todos somos «laicos», pertenecientes al Pueblo de Dios. Es cierto que hay diferentes ministerios, carismas y vocaciones, pero el Concilio insiste: «Se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles».
2. La experiencia de la comunión eclesial
Pero, ¿qué es esta comunión de todos?, ¿en qué consiste? Esta comunión no es de orden sociológico. No es fruto de un consenso logrado por el juego de las mayorías y minorías hasta llegar a un acuerdo doctrinal o pastoral.
No es tampoco de orden jurídico. No se logra por decreto, de manera institucional. No es la autoridad jerárquica la que logra la comunión o la unidad.
La comunión la crea el Espíritu de Cristo, presente en toda la Iglesia y en cada uno de sus miembros. La jerarquía no hace sino presidir esa comunidad que sólo puede ser creada por Espíritu de Cristo derramado en nuestros corazones. Vamos a detenernos en esta comunión de orden espiritual.
Lo primero que hemos de recordar es que el Espíritu no es privilegio de un grupo o estamento. El Espíritu se da a toda la comunidad eclesial. «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). El mismo Espíritu está actuando en todos nosotros. Él crea a la Iglesia, él le da su fuerza, le infunde su dinamismo, la unifica y la vivifica permanentemente. El crea la comunión («koinonia»), la comunidad del Espíritu. Su primera acción es construir la comunión eclesial. No hay en la Iglesia sectores que gozan de la garantía del Espíritu y sectores privados de Espíritu. Todo el Pueblo de Dios posee el Espíritu. El Espíritu es para todos. «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo» (Rm 8, 9).
El Espíritu no deshace nunca la comunión, no disgrega al Pueblo de Dios. Los diversos dones o carismas («charismata») que se dan en la Iglesia han de ser entendidos y vividos como manifestación y concreción de la única gracia («charis») del Espíritu que alienta a toda la Iglesia. Por eso, «la manifestación del Espíritu se le da a cada uno para el bien común» (1 Co 12, 7). El Espíritu no separa a nadie de los demás ni lo sitúa por encima de otros. Ni siquiera la jerarquía ha de ser entendida como si ella fuera la primera depositaria del Espíritu de Cristo y sólo desde ella se transmitiera luego a los demás.
Por ello, nadie puede pretender acaparar al Espíritu y menospreciar o ignorar la acción del Espíritu en los demás. Esa es la gran tentación de la jerarquía: creer que el Espíritu tiene que pasar necesariamente por ella para actuar, dinamizar y dirigir a su Iglesia. Al contrario, la comunión exige sentido de complementariedad, diálogo, colaboración, corrección mutua. Nos necesitamos todos. «No puede decir el ojo a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los pies: no os necesito» (1 Co 12, 21). El Espíritu comunica sus dones de tal manera que cada uno necesita de los demás, y nadie puede pensar que él, con su don del Espíritu, se encuentra por encima de los demás.
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