Ya una primera venida del Señor en la pobreza del portal de Belén, como celebramos en Navidad. Y hubiera tenido que decirle que además de la venida histórica del pasado y la venida gloriosa del futuro, está la venida cotidiana de cada día, que nos prepara para la venida definitiva del último día. Y si hubiera tenido a mano las poesías de Tagore le hubiera citado aquellos versos: “El viene, viene, viene siempre, / en cada instante y en cada edad, / todos los días y todas las noches. / El viene, viene, viene siempre, / en los días fragantes del soleado abril, /en la oscura angustia lluviosa de las noches de julio. / El viene, viene, viene siempre”.
Esto es lo que los cristianos celebramos en el tiempo litúrgico de Adviento, aunque muchas veces el síndrome del consumismo navideño desvíe nuestra atención y nos olvidemos de que la primera venida del Señor fue en un establo y que la venida de cada día es inseparable de los descartados de hoy: migrantes, refugiados, mujeres abandonadas, indígenas, gente sin trabajo, niños de la calle, enfermos y ancianos, prisioneros… En la segunda venida nos examinará del amor.
Pero lo importante es que vivamos este tiempo de Adviento con esperanza, una esperanza muchas veces contra toda esperanza. Por esto la liturgia de Adviento nos presenta lo que los profetas de Israel anunciaban a un pueblo exiliado y sin esperanza: el desierto florecerá, del páramo brotarán manantiales, las armas se convertirán en arados, el lobo pacerá con el cordero y los niños jugarán con la serpiente.
Y que se podría actualizar poéticamente con una breve sentencia de Casaldáliga, que parece que tomó prestada de Ernesto Cardenal: “Combatientes derrotados, de una causa invencible”. Victor Codina
MÍSTICA Y ESPIRITUALIDAD
La palabra “mística”, aunque haya aparecido por primera vez en el texto de Dionisio Areopagita fechada al final del siglo V, inicio del siglo VI de la era cristiana, es algo cuyo contenido siempre estuvo presente en la historia del Cristianismo. Después pasó a ser usada más como sustantivo, alrededor del siglo XVII en Francia. En verdad, la mística propiamente dicha encontró muchas dificultades para establecer su ciudadanía en los medios teológicos, especialmente protestantes. Existe una gran sospecha en estos medios sobre la experiencia que provoca estados alterados de conciencia desvinculada de una ética y de una praxis.
A partir de una adecuada concepción cristiana de la creación, siempre y totalmente orientada hacia la salvación, lo Último hacia lo que el hombre está direccionado es el Dios que gratuitamente toma la iniciativa de la salvación y que libremente se autocomunica. En cada acto de conocimiento o de querer, el dinamismo del espíritu ultrapasa el objeto conocido o querido, orientándose hacia este horizonte infinito. La experiencia de Dios es propiamente una experiencia de estar orientado (feciste nos ad te) para Dios y sucede siempre una experiencia del conocimiento o del querer concreto. En esta experiencia está la base segura para el discurso sobre Dios. En caso contrario, siempre se corre el peligro de imaginarlo de forma errada.
De cualquier manera, en ella debe estar presente una intencionalidad propia, dirigida al Sentido Radical, o a la Realidad Última de la historia que confiere al que realiza esta experiencia un sentido definitivo para el sujeto y para toda la realidad que lo envuelve. Ésta es la intencionalidad de la fe, dirigida a Dios, revelado y actuante en Jesucristo.
Esta experiencia tiene su origen en el propio Dios. No es un mero producto de la interpretación humana ni creación del propio hombre. No hay experiencia verdadera cuando se fija en lo particular, sino solamente en relación con la totalidad de la existencia que no puede ser controlada por el hombre. La experiencia espiritual auténtica no consiste en un simple acúmulo de sensaciones. Siempre que el ser humano pone en conflicto su experiencia particular con la totalidad se abre a la dimensión espiritual. De este modo, toda experiencia verdaderamente humana está abierta a lo trascendente y, por lo tanto, a lo espiritual.
No es el ser humano quién dirige su experiencia con Dios. Antes, es la confianza y la recepción del misterio lo que vuelve posible la experiencia. Él es invitado a participar de la misma experiencia ejemplar o arquetípica de Jesús, viviendo con Él, por Él y en él el misterio de la entrega total en las manos del Padre. La experiencia humana es realmente plena cuando se trasciende en Dios, que es infinitamente mayor a todo lo que los hombres están dispuestos a experimentar.
Este eje de la Enciclopedia pretende ocuparse de esta cuestión de la mística y de la espiritualidad. Los artículos que siguen buscarán delimitar las fronteras y diferencias entre la experiencia religiosa y la experiencia de Dios; los fundamentos y las posibilidades de una teología de la espiritualidad; los modelos de la mística en la tradición Occidental; la historia de las espiritualidades en el Occidente cristiano, así como las grandes figuras que se destacan en esta historia; finalmente serán expuestos los contornos que la experiencia espiritual y mística cristiana presente en las comunidades populares de América Latina, con su identidad y perfiles propios y, para concluir, serán levantadas algunas cuestiones emergentes en el área de la mística, que hacen que hoy sea una de las áreas más vivas y dinámicas de la teología.
En el pensamiento occidental, la reflexión de tipo especulativo sobre la mística creció por medio de la filosofía en la dirección de un pensamiento propiamente teológico. Éste fue construido, a su vez, en base a los datos de la Escritura, a partir de la doctrina de la gracia y de la vida espiritual elaborada por la tradición cristiana. Y así proveyó una base sólida para que la teología pudiese ocuparse de este campo con los instrumentos que le son propios. Sin embargo, no se puede negar que aun los filósofos rigurosamente fieles a su epistemología tuvieron que concordar que esta reflexión debe ser apoyada en concordancia con los testimonios relativos a las experiencias religiosas reconocidas como auténticas.
Por lo tanto, parece que la definición de mística como cognitio Dei experimentalis, o sea, el conocimiento de Dios por experiencia, todavía permanece válida hasta hoy. Si en un segundo momento la mística puede ser abordada y reflexionada por la teología en términos más intelectuales, activando el pensar (la forma de pensar, el pensamiento), no significa ni elimina de ninguna manera y en ninguna medida este primer nivel experimental, fundamental para que reconocidamente haya lo que se entiende por mística, es decir, una experiencia del misterio de lo totalmente Otro, un conocimiento de ese Otro por medio de la experimentación. Por lo tanto, una experiencia de Dios que es misterio santo pero que, permaneciendo abscóndito, permite ser experimentado y conocido.
Dios se revela como el Sentido Radical de la vida humana. Si toda la experiencia religiosa es una experiencia de lo Sagrado, ciertamente la experiencia mística debe ser entendida como experiencia que tiene como objetivo más grande la unión con Dios. En cuanto misterio y gracia, es una experiencia del Sentido que requiere la persona entera en una conciencia que aprende, asimila e interpreta la experiencia, no conformándose con la sensación afectiva y catártica que ella provoca.
Siendo la teología cristiana intellectus fidei – o sea, fe que busca su inteligencia– ella ha aceptado constantemente, a lo largo de más de 2000 años de historia del cristianismo, un desafío osado: el de buscar elaborar una reflexión rigurosa y enunciar principios sobre algo que se sitúa fundamentalmente en el campo de la experiencia, de lo indecible y de lo inefable como la mística.
Maria Clara Bingemer, PUC-Rio, Brasil. Texto original en Portugués.
Realidad actual de la eucaristía
La eucaristía, como principal celebración litúrgica de la Iglesia, sufre en estos tiempos las mismas tensiones y contradicciones que la fe cristiana en las sociedades contemporáneas. No es extraño, pues celebra, precisamente, la fe en Jesucristo muerto y resucitado en la vida actual de la humanidad y de cada creyente. La liturgia es sensible a los cambios en el mundo y en la Iglesia porque no se celebra en espacios y tiempos abstractos, sino en los concretos contextos humanos, culturales y eclesiales, de cada creyente y de cada comunidad. En general, se puede afirmar que en el último decenio gran número de católicos han dejado de participar en la eucaristía dominical y de practicar la vida sacramental. En general son aquellos cuya vinculación con la Iglesia estaba basada sobre todo en la recepción de los sacramentos y en la participación en funerales y grandes fiestas cristianas del año litúrgico o de santuarios.
Las comunidades eclesiales de base, capillas de barrios más homogéneos o de sectores rurales, en cambio, suelen mantener una praxis celebrativa más viva y regular. Pero también ellas se han resentido muy a menudo con el alejamiento de los jóvenes y la dificultad para comprometer laicos y laicas en los diversos roles litúrgicos ligados a la eucaristía: coros, lectores, acólitos. La crisis por los abusos de poder, de conciencia y sexuales de miembros del clero, que en estos años ha sido ampliamente publicitada y ha afectado fuertemente a la Iglesia en muchos países del continente, ha sido un factor que, para muchos católicos con una pertenencia más frágil a la Iglesia, y/o una formación más superficial, los ha llevado a cesar prácticamente toda participación en ella, comenzando por la eucaristía dominical.
Ciertamente, la realidad de la celebración de la eucaristía es demasiado vasta y diversa para resumirla o generalizarla en unas pocas líneas. De un lado, hay comunidades con celebraciones muy vivas y participativas, y en el otro extremo, iglesias donde el número de fieles que asiste a la misa dominical ha disminuido drásticamente, a la vez que la edad media de los participantes ha subido con la misma drasticidad. Los planes pastorales diocesanos, el carisma de los párrocos o sacerdotes que presiden la eucaristía, la formación de los laicos y laicas y la tradición de la Iglesia local son determinantes para la calidad de vida litúrgica y, en particular, de las celebraciones eucarísticas. Las grandes diferencias en estos aspectos determinan también en buena medida las diferencias en la calidad, la participación y la vivacidad de las misas.
Esta mirada realista, que no pretende ser pesimista, se hace necesaria al inicio de un tratamiento doctrinal de la eucaristía, ya que los católicos hemos puesto este sacramento en el lugar más alto de la vida litúrgica de la Iglesia y no dejamos de proclamar su centralidad e importancia. A muchos puede parecerles que actualmente dichas declaraciones no corresponden a la realidad y, a decir verdad, no les faltaría razón. Por otra parte, ¿puede la Iglesia renunciar a afirmar y enseñar la importancia y centralidad de la eucaristía, sin afectar con ello el corazón mismo de su praxis litúrgico-sacramental?
·
Por su relación íntima con el contenido de la fe, podemos decir
que la teología ha acompañado a la predicación desde los Apóstoles. De hecho,
ya en la Biblia hallamos desarrollos teológicos en las interpretaciones de
hechos narrados.
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Los grandes teólogos de los primeros siglos fueron los llamados
“Padres de la Iglesia”. En ellos se unen la santidad de vida, un arduo
ministerio pastoral y una gran profundidad y extensión de doctrina.
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A lo largo de los siglos se han dado multitud de corrientes
teológicas. Bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, el estudiante de
teología debe evitar errores como el eclecticismo, el integrismo y el
liberalismo teológico.
Teología: ciencia y
sabiduría
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Nuestro tiempo idolatra la ciencia, a la que valora ante todo por
sus resultados tecnológicos. Esto hace que fácilmente se desprecie el
conocimiento que no se asemeja al planteamiento de hipótesis y experimentos de
la ciencia.
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En la teología hay elementos de verdadera búsqueda y argumentación
científicas, pero es imposible e inútil pretender reducir la teología a los
modelos de producción, eficiencia y bienestar a que nos ha acostumbrado la ciencia
moderna.
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Las grandes preguntas del hombre no logran ser abordadas con los
métodos de la ciencia; pertenecen más bien a la búsqueda de un conocimiento más
profundo y general que solemos llamar “sabiduría”. Es el terreno propio de la
filosofía y la teología.
en la Biblia y es una de las estructuras básicas de su mensaje. El pueblo de Dios define las relaciones humanas como resultado de la libertad. Lo que hace el pueblo es la libertad de sus miembros, la libertad constructiva y responsable. En el pueblo de Dios no hay dominación, ni explotación del hombre por el hombre. El pueblo de Dios es una esperanza escatológica.
Nunca existirá en forma perfecta y definitiva en esta tierra, pero podemos construirlo y dar pasos en dirección a la justicia y a la paz.
Fue la promesa hecha a Abrahán: “Yo haré de ti un gran pueblo y te bendeciré” (Gn 12, Ese pueblo es el interlocutor de los profetas. Los profetas son la conciencia del pueblo de Dios y por eso levantan la voz cuando los descendientes de Abrahán se alejan de su vocación. Jesús también habla para el pueblo. Su interlocutor es el pueblo de Dios. Denuncia que ese pueblo está siendo engañado por falsos profetas, falsos intérpretes de la palabra de Dios, que lo desvían de su vocación. El vino para cumplir las promesas hechas a Abrahán. Las barreras se van a romper: todos serán llamados a entrar a ese pueblo – todos los que buscan la libertad, los que escuchan la palabra y están actuando al servicio de sus hermanos.
“Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque visitó a su pueblo y realizó su liberación (Lc. 1, 68). El pueblo decía: “ Un gran profeta se erigió en medio de nosotros y Dios visitó a su pueblo”. (Lc. 7, 16). Los paganos reciben el anuncio: “Vosotros, sin embargo, sois la raza
elegida, la comunidad sacerdotal del rey, la nación santa, el pueblo que Dios conquistó para sí... Vosotros que otrora no erais su pueblo, pero ahora sois el pueblo de Dios.” (1Pd 2,9 –10).
Hubo teólogos que procuraron marginalizar el concepto de pueblo de Dios con el pretexto de que sería un concepto sociológico. Ningún manual de sociología consultado habla del pueblo. El pueblo científicamente no existe – se trata de una realidad teológica. Sin
embargo, las palabras “pueblo de Dios” fueron eliminadas de los discursos y escritos romanos desde 1985 – cuando se reunió el sínodo extraordinario para corregir el Concilio Vaticano II.
El concepto de pueblo de Dios se constituyó en eje central de la eclesiología conciliar. Incluso así fue alejado sin que hubiesen sido dadas mayores explicaciones.11 La razón podría ser que el pueblo de Dios amenazaba la prioridad del sistema católico romano, que pretendía englobar la totalidad de la herencia cristiana. El Concilio Vaticano II quiso explícitamente ampliar la obra de salvación de Jesús más allá de los límites de la institución católica. Podría ser también el uso que hicieron de ese concepto las comunidades eclesiales de base en la América Latina – ya que era muy usado por esas comunidades, que eran denunciadas como marxistas, el concepto de pueblo debía ser marxista también. Sin embargo, el concepto de pueblo no es marxista. Pero, ¿quién iría a averiguar?
Una espiritualidad popular de alianza
Muchas veces, en la teología y en la pastoral, el catolicismo popular,
en sus diversas formas, ha sido acusado de superstición, y hasta de
cierta idolatría. En tiempos de cruzada por un cristocentrismo dogmático, no deja de ser interesante observar que muchos grupos, apoyados directamente por Roma y por la mayoría de la jerarquía eclesiástica, centran mucho más su fe en la devoción mariana y en el culto a los santos que en el culto a Jesús.
En las últimas décadas percibimos que, al actuar así los fieles del
catolicismo más popular rehacen la espiritualidad de la alianza propuestapor la fe bíblica. Como, en la versión de la fe que han recibido, Diosles parecía distante y separado de la vida, profundizaron una alianza de intimidad con las manifestaciones divinas que les parecían más próximas.
Los santos y santas de la devoción popular se volvieron «manifestaciones de Dios», igual que en la cultura bíblica se habla de la Torá (palabra), de la Shekiná (Tienda)
Este tipo de versión religiosa de la fe cristiana existe en las más
diversas capas del catolicismo popular, de matriz griega, indígena o
incluso de tradición europea.
El Vaticano II nos abrió la mente y el corazón para comprendernos
como Iglesia Pueblo de Dios jerarquizado, en camino, dentro del
mundo, participando como discípulos de Cristo en el gozo y la esperanza, las tristezas y angustias de los seres humanos de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren. El mismo Concilio nos hizo comprender la Vida Religiosa no como “estado de perfección”, sino como una “forma de vida cristiana”, acentuando el seguimiento de Jesús, en la dinámica de conversión a sus actitudes, a su fidelidad al Padre y a su Proyecto: el Reino o Reinado de Dios.
Al mismo tiempo el decreto Ad Gentes nos impulsaba a “marchar en fe y obediencia” enviadosy enviadas a compartir nuestra fe y a ser testigos de Jesús.
Esta concepción de Iglesia, de cristianos, de Vida religiosa nos
enriqueció, animó, transformó y nos llevó a vivir los gozos y los
sufrimientos de nuestros hermanos que más sufren. La Doctrina de la
Iglesia vino a fortalecer nuestro deseo de fidelidad al Evangelio, en la
interpelación que nos hace por el hermano pobre, necesitado (Mt 25,
31-46) y el gran mandamiento del amor a Dios y a nuestro prójimo (Lc
10,25-37).
No hay Fe sin riesgo
Cualquier teología cristiana
ha de ser una marcha hacia la libertad,
hacia Jesús liberador.
Esto pensamos: que Dios Padre no te ha creado para ser cristiano, que Dios Padre no te creó para que le sirvas, que Dios Padre no te ha creado para que le rindas culto. Dios te ha creado, por encima de todo, para que consigas ser hombre.
El miedo que brota de tus entrañas, la esclavitud social, la esclavitud mental, la esclavitud económica, la esclavitud religiosa, la esclavitud política son degradantes y paralizantes para el desarrollo del Hombre.
No se consigue el Hombre sin la libertad. No os dejéis arrebatar la libertad.
Cualquier teología cristiana, cualquier catecismo cristiano ha de ser como una marcha desde el miedo a la confianza, desde la esclavitud a la plenitud de la libertad.
Hay un montón de gente sabia, creyente, pero con miedo. Un miedo que no exime, pero explica cobardías.
Ese miedo, a veces, es laboral: no dicen en público lo que piensan porque se quedarían sin comer o perderían su posición social.
Pero otras veces, las más dolorosas, por una esclavitud interna. Es decir, no solo tienen miedo a los obispos. Tienen miedo a Dios. Se tienen miedo a sí mismo. Nunca respiraron la libertad. (¡Tener miedo a Dios! ¿Dónde está la “santidad” de ese santo temor a Dios?) Hace muchos años que murieron como personas. Prefieren una fe sin riesgos. ¡Como si eso fuese posible!
Quien
tenga miedo a lo nuevo, no cree en Dios. No cree en el Espíritu
que lo renueva todo. Ni en el Cristo de ayer, de hoy y de
siempre.
Luis Alemán
RECUPERAR LA PRÁXIS DE LA IGLESIA
El teólogo jesuita; José Ignacio González Faus, escribe: ‘Hermano Francisco, te he escrito otras cartas que no habrás leído. Esta vez quizás haya más posibilidades de que lo lea, porque me dicen que será parte de un expediente de apoyo y defensa. Me bastaría con decir gracias mil veces’.
En cuanto al futuro inmediato, ya os he pedido otras tres veces tres cambios que me parecen totalmente posibles y fáciles:
- que en el Credo no se dice «qui ex Patre Filioque procedit» sino «qui ex Patre per Filium procedit» (lo que me parece de gran importancia ecuménica);
- que prohíbe llamarse Santidad o Santo Padre;
- que canoniza algunos modelos no católicos como D. Bonhoeffer o Gandhi.
Creo que esto está en vuestras manos y me atrevo a repetirlo. Pero, en el contexto de esta carta, quisiera subrayar otros dos puntos que tal vez ya no pueda aplicar, pero que puede señalar. El primero es la revisión de todo el sistema de nombramiento de obispos, recuperando la práctica de la Iglesia primitiva y dando voz a las Iglesias locales.
Esto puede resultar complicado hoy porque (como dice algún sociólogo) nuestra democracia falsificada ha corrompido las elecciones, vinculándolas no al “programa” sino al “espectáculo” y reemplazando a los “partidarios” (que pueden ser críticos) por “fanáticos” (ciegos). y acrítico). Quizás necesitemos nombrar una comisión para estudiar cómo hacerlo bien. Pero creo que es necesario devolver a las Iglesias locales toda la iniciativa posible en la elección de sus pastores.
Y el segundo punto es que el obispo de Roma deja de ser “jefe de Estado” y se limita a ser un ciudadano más del Vaticano. Sé que de este modo se perderían algunas ventajas prácticas, pero se evitarían muchas condiciones que obstaculizan su actividad pastoral.
Al evocar la carta de san Bernardo a Eugenio III, volverías a aparecer como “el sucesor de Pedro y no de Constantino”. Y en alusión a nuestro querido hermano Pedro Casaldáliga que hablaba sólo de «Juan Pablo Pedro», su sucesor sería «Francisco Pedro en potencia».
Perdona esta pequeña alusión, hermano Francisco, y volvamos al principio: “gracias, gracias, muchas gracias”. Y que el Señor nos bendiga a todos.
Teología de la Navidad
Entre todas las celebraciones de la Iglesia, las de Navidad son las que conservan mayor repercusión en las manifestaciones culturales y folklóricas de la sociedad, impregnando todas sus dimensiones: recetas culinarias, adornos, belenes, obras de teatro, villancicos, películas de cine (tan numerosas, que han dado lugar a un género específico), actividades para niños, campañas solidarias, etc. Hay que reconocer que nuestros contemporáneos muchas veces la celebran privándola de su referencia religiosa, por lo que hay que centrar la atención en lo esencial, que es la contemplación orante del misterio.
Para que la Navidad no se reduzca a una mera evocación cultural, acompañada por una sensación de romanticismo, sin consecuencias prácticas para nuestra vida, hay que profundizar en su origen y significado. La Navidad no es una simple fiesta de cumpleaños ni una celebración periódica del misterio de la infancia. La Navidad es algo más profundo, porque supone la entrada de Dios en nuestra historia. En este sentido, la Navidad no es solo recuerdo, sino también una presencia, ya que Jesucristo ha entrado en nuestra historia y se ha quedado para siempre con nosotros. La Congregación para el Culto Divino dice que lo propio de este tiempo es la manifestación de la identidad y de la misión del Señor, que se revela en los diversos acontecimientos que se conmemoran en esos días: «En el tiempo de Navidad, la Iglesia celebra el misterio de la manifestación del Señor: su humilde nacimiento en Belén, anunciado a los pastores, primicia de Israel que acoge al Salvador; la manifestación a los Magos, “venidos de Oriente” (Mt 2,1), primicia de los gentiles, que en Jesús recién nacido reconocen y adoran al Cristo Mesías; la teofanía en el río Jordán, donde Jesús fue proclamado por el Padre “Hijo predilecto” (Mt 3,17) y comienza públicamente su ministerio mesiánico; el signo realizado en Caná, con el que Jesús “manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en Él” (Jn 2,11)». (Directorio, 106).
2. El lugar de la Natividad
2.1 Belén
Es lícito suponer que las primeras manifestaciones de culto al misterio de la Natividad surgieran en el mismo lugar donde los evangelios la sitúan. Según la profecía de Miqueas, recogida por san Mateo, el Mesías debía nacer en Belén, la ciudad de David (cf. Miq 5,1; Mt 2,6). Los evangelios no entran en detalles. San Mateo solo habla de la ciudad y san Lucas especifica que María «acostó [a su hijo] en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). La literatura cristiana ha desarrollado el simbolismo del pesebre, para subrayar la pobreza voluntariamente asumida por Cristo.
Desde antiguo, los cristianos de Belén acudían a rezar a la gruta donde nació Jesús. Con la intención de acabar con el culto cristiano, el emperador Adriano, el año 135, ordenó plantar encima un bosque sagrado en honor de Adonis. Pero los creyentes locales nunca perdieron memoria del lugar. San Justino, a mediados del s. II, confirma la tradición. Otros testimonios indican que vecinos y forasteros lo visitaban. Orígenes escribe el año 248 que «en Belén se muestra la cueva en la que nació Jesús y, en esta cueva, el pesebre en el que fue depositado».
Tal como narra Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos, el año 326, santa Elena hizo construir una preciosa basílica, colocando el altar sobre la gruta y conservando un acceso a la misma. Severamente dañada por los samaritanos el año 529, el emperador Justiniano la sustituyó por otra de mayores dimensiones, que es la que se conserva. Los cruzados la usaron para las ceremonias de coronación de sus reyes y la adornaron con mosaicos y frescos, de los que algunos aún perduran. En la fachada se pueden observar: el dintel de la gran puerta primitiva, el arco gótico que la sustituyó en época cruzada y la pequeña puerta que se adaptó en siglos posteriores, para que los turcos no pudieran entrar a caballo. Esta puerta se ha convertido en el símbolo de la necesaria humildad para poder penetrar en el misterio de la encarnación. Miguel de Unamuno tiene una preciosa poesía que se puede aplicar a la puerta de la basílica de Belén, que dice: «Agranda la puerta, Padre, / porque no puedo pasar; / la hiciste para los niños, / yo he crecido, a mi pesar. / Si no me agrandas la puerta, / achícame, por piedad, / vuélveme a la edad bendita / en que vivir es soñar».
Desde antiguo, se tuvieron allí celebraciones en honor del nacimiento de Cristo. A partir de la paz constantiniana, la numerosa afluencia de peregrinos a Tierra Santa influyó en la extensión de las fiestas que conmemoraban algún aspecto de la vida del Señor. Al regreso a sus lugares de origen, las fueron instituyendo, a imitación de las que habían visto.
Teología del Adviento
El adviento encierra un rico contenido teológico; considera, efectivamente, todo el misterio desde la entrada del Señor en la historia hasta su final. Los diferentes aspectos del misterio se remiten unos a otros y se fusionan en una admirable unidad.
El adviento evoca ante todo la dimensión histórico-sacramental de la salvación. El Dios del adviento es el Dios de la historia, el Dios que vino en plenitud para salvar al hombre en Jesús de Nazaret, en quien se revela el rostro del Padre (cf. Jn 14,9). La dimensión histórica de la revelación recuerda que la salvación del hombre se ha realizado de una forma concreta, en Cristo que se hace uno de nosotros.
El adviento es el tiempo litúrgico en el que se evidencia con fuerza la dimensión escatológica del misterio cristiano. Dios nos ha destinado a la salvación (cf. 1 Tes 5,9), si bien se trata de una herencia que se revelará sólo al final de los tiempos (cf. 1 Pe 1,5). La historia es el lugar donde se actúan las promesas de Dios y está orientada hacia el día del Señor (cf. 1 Cor 1,8; 5,5). Cristo vino en nuestra carne, se manifestó y reveló resucitado después de la muerte a los apóstoles y a los testigos escogidos por Dios (cf. He 10,40-42) y aparecerá gloriosamente al final de los tiempos (He 1,11). Durante su peregrinación terrena, la iglesia vive incesantemente la tensión del ya sí de la salvación plenamente cumplida en Cristo y el todavía no de su actuación en nosotros y de su total manifestación con el retorno glorioso del Señor como juez y como salvador.
El adviento, finalmente, revelándonos las verdaderas, profundas y misteriosas dimensiones de la venida de Dios, nos recuerda al mismo tiempo la vocación misionera de la iglesia y de todo cristiano por el advenimiento del reino de Dios. La misión de la iglesia de anunciar el evangelio a todas las gentes se funda esencialmente en el misterio de la venida de Cristo, enviado por el Padre, y en la venida del Espíritu Santo, enviado del Padre y del (o por el) Hijo.
¿HABÍA LAICOS AL PRINCIPIO?
En el Nuevo Testamento no aparece nunca la palabra “Iaikós” para denominar a los que siguen a Jesús. Se habla de “creyentes”… y, sobre todo, de “hermanos”. Aunque el término está ausente, el N.T. aplica a toda la comunidad las características que en el A.T. quedaban reservadas a lo más sagrado del Pueblo de Israel, (Templo, sacerdocio…). Por Cristo toda la comunidad (y no sólo un grupo) son pueblo, “laós”, sacerdocio real, nación consagrada, propiedad querida de Dios. (Cfr. 1 Pe. 1.9).
La distinción no se establece entre ministros y no ministros dentro
de la comunidad, sino entre pueblo y no pueblo. Esta unidad radical está
sazonada por una rica variedad de dones y carismas suscitados por el
Espíritu de Jesús. Este mismo Espíritu preside la mutua subordinación de
los carismas en el amor y garantiza la existencia de una dirección
dentro de la comunidad. La acentuación de la unidad frente a la
distinción dentro del pueblo de Dios prevalece sustancialmente en los
tres primeros siglos. La Iglesia se asoma al balcón de la historia
presentándose como alternativa y fermento. La sociedad helenista y
romana la rechaza y persigue.
La comunidad experimenta en carne viva y martirial la novedad de su
mensaje en tensión con el mundo circundante. Aunque prevalezca en estos
siglos el aspecto comunitario (radical unidad) sobre el jerárquico
(diferencias internas), no significa que no exista una organización
interna. El conjunto de los bautizados que no participan de un
ministerio jerárquico se comienza a distinguir de la estructura
jerárquica de la comunidad. A finales del siglo I, encontramos el
término “laico” para designar al pueblo en cuanto distinto de los
ministros del culto. Ya desde finales del siglo I, encontramos, y con
creciente intensidad, cómo las comunidades cristianas se articulan
jerárquicamente en torno a sus Obispos. A principios del tercer siglo
cristiano, aparece el término “clero” para designar al grupo de los
ministros de la comunidad.
Este proceso de organización no significa que el clero acapare los carismas y ministerios. La tarea de la evangelización es obra de todos y abundan los profetas y evangelizadores laicos itinerantes. Laicos son los primeros teólogos y defensores del cristianismo. (Justino, Taciano, Tertuliano…). Conocemos incluso, la existencia de ministerios femeninos dentro de las comunidades. En Siria, por ejemplo, existían diaconisas para bautizar a las mujeres ya desde el siglo II. Hipólito, en Roma, nos habla de un “orden de viudas” (siglo III) cuyo ministerio estaba ligado a las obras existenciales dentro y fuera de la comunidad.
¿Ha perdido sabor la sal?
La Época histórica que se abre con el Edicto de Milán (313) significa para la Iglesia una situación nueva. Decrece la tensión entre el mensaje cristiano y la cultura circundante. La sociedad comienza a inculturar los valores cristianos. Ciertamente la Iglesia se encarna mucho más en la sociedad como factor de progreso social y humano. Ya no vive en situación de “paroikía”, de peregrinación por tierra extraña, y se convierte en “parroquia”, comunidad asentada en un territorio y protegida por el Imperio. La tensión, inexistente en lo exterior, se desplaza poco a poco al interior de la comunidad, afectando a las relaciones entre sus miembros. El clero se hace “orden” o categoría social. La liturgia se va haciendo cada vez más “cosa de curas” y el pueblo va perdiendo protagonismo. Se multiplican los signos externos de separación entre e] clero y el pueblo (hábito especial, privilegios, espacios reservados en el templo, derecho en exclusiva a enseñar y catequizar…). Comienza a prevalecer la distinción sobre la unidad dentro de la comunidad, aun cuando no faltan voces discrepantes y acciones claras del laicado en la teología y otros aspectos de la vida de la Iglesia (espiritualidad, obras asistenciales, administración de los bienes de la comunidad, participación en la pastoral…
Las luces y sombras del laicado en la Edad Media
Durante la Edad Media existe un denominador común como tendencia con respecto al laicado: su progresiva de-valuación. El Matrimonio se considera una concesión a la debilidad humana. Laico es lo mismo que ignorante. La separación entre clero y pueblo se institucionaliza en el Derecho. El laicado queda excluido .del ámbito de lo sagrado y se refugia en una espiritualidad devocional separada de la liturgia. A partir del siglo XII, Europa va a conocer cambios profundos en los que instituciones como las-Universidades y la nueva clase burguesa van a tener un papel de primer orden. En sintonía con el nuevo espíritu, el laicado adquiere en la Iglesia conciencia de su misión que se expresará en la búsqueda de una .Iglesia más cercana al Evangelio. Irán surgiendo movimientos que contestan a la Iglesia oficial, rica y poderosa, en nombre del evangelio leído en lengua vulgar. Su influjo fue evidente y beneficioso para la Iglesia a través, sobre todo, de Francisco de Asís que con su obra y su familia religiosa va a “recuperar” los carismas laicales en la Iglesia. Aunque ya en la Edad Media contamos con los primeros santos laicos, no existe aún una espiritualidad laical. Parece necesario distanciarse de las cosas, acercarse lo más posible a la vida monacal, para lograr la santidad.
El laicado en la época de las Reformas
A partir de finales del siglo XIV, la sociedad Medieval se desintegra. Aparece la conciencia individual, el espíritu de nación, la autonomía de lo secular frente a la tutela de la Iglesia… Mucha gente empieza a experimentar que en la Iglesia no se dan las condiciones para alcanzar la salvación. Se prefiere la propia experiencia subjetiva o las pequeñas comunidades de vida cristiana a la Iglesia institucional. Lutero, desde su propia vivencia de la salvación, recogerá muchos de estos elementos y tratará de eliminar las distancias entre clérigos y laicos dentro de la Iglesia. El Concilio de Trento, respondiendo a Lutero, reafirmará la naturaleza jerárquica de la Iglesia, (diferencias) aunque afirma también el sacerdocio bautismal de todos los creyentes (unidad). El laicado, bastantes años antes de Lutero estaba empezando a reformar la Iglesia desde abajo. A partir de su experiencia de encuentro con el Jesús presente en la Eucaristía y en los más necesitados, el laicado católico va a ir preparando la Reforma interna de la Iglesia que Trento tratará de aplicar en sus decretos conciliares. A pesar de este innegable y beneficioso influjo, los laicos siguen siendo tenidos como menores de edad, incapaces de asumir responsabilidades dentro .de la Iglesia.
Notas sobre el laicado en los siglos XIX y XX
Durante el siglo XIX, el laicado vive un despertar inaudito, que proseguirá a lo largo de nuestro siglo. La Iglesia está siendo asediada por la sociedad laica, que quiere fundar la nueva sociedad sobre valores distintos de los cristianos.. La tarea principal de los laicos va a ser la defensa de los valores cristianos a través de la cultura, la educación, la ciencia y la política. Este movimiento laical no logrará romper la imagen clerical de la Iglesia. Los laicos son simplemente los instrumentos ejecutores de los planes elaborados por la jerarquía. La participación en el apostolado se entiende como una generosa concesión de los pastores a sus fieles. Durante el siglo XIX hay que colocar a Antonio Claret. \’En sus trabajos apostólicos ve la necesidad de integrar a los laicos, no tanto en asociaciones piadosas o devocionales, cuanto en grupos de marcada acción apostólica en todos los campos: catequesis, cultura, promoción social, alejados…
En el siglo XX, Acción Católica es quien tiene el papel de protagonista en la revitalización de la conciencia laical. Desde la experiencia de su labor apostólica, cambian las relaciones clérigo-laico. Este último ya no es un “intruso”, sino un “colaborador”. La misma experiencia de AC suscitará reflexiones muy ricas y profundas en los teólogos acerca del puesto de los laicos en la Iglesia. Estas reflexiones contribuirán decisivamente a “requilibrar” la imagen de Iglesia y Vaticano II.
Lo que ha supuesto el Vaticano II
Aunque hoy lo niegan o discuten gentes importantes, el hecho es que el Concilio Vaticano II supuso una gran novedad respecto a la conciencia eclesial. La exuberancia de vida, movimientos, reflexión… estaba pidiendo a gritos un nuevo planteamiento de la identidad de la Iglesia (“Iglesia, qué dices de tí misma”). Buceando en su propio misterio que brota del corazón de la Trinidad (Cap. I de la L.G.) la Iglesia se descubre así misma como Pueblo de Dios, (Cap. II) donde todos los bautizados, independientemente de su tarea o ministerio dentro de este pueblo, participan de las riquezas y las responsabilidades que comporta la identidad cristiana. Al descubrirse a sí misma como “imagen de la Trinidad” (Cap. 2-6 de la Constitución sobre la Iglesia), la Iglesia subraya la fundamental unidad y la maravillosa variedad de carismas y ministerios que el Espíritu hace nacer en su seno. Con ello se supera el clásico sacerdotes religiosos-laicos en favor del binomio de raíz neotestamentaria: comunidad (radical unidad) ministerios (diversidad). Con ello hemos demolido la monstruosa pirámide que pesaba sobre las relaciones dentro de la Iglesia. Emerge de sus ruinas una Iglesia que es sobre todo comunión y “sinfonía” . Además, el Vaticano II al redescubrir la dimensión “futura” (escatológica) de la Iglesia, hacer ver lo que falta todavía para ser la Iglesia “una, santa y católica”. Se subraya la necesidad de vivir en constante “abierto por reformas”, superando aquello de “sociedad perfecta” en relación permanente de cruzada con el mundo. Toda la Iglesia, según el carisma que el Espíritu da a cada creyente, está llamada a asumir el diálogo con la historia.
Algunas “cosillas” que quedan por hacer Durante los trabajos previos al Concilio y durante su desarrollo, daba la impresión de que una de las tareas primordiales era hacer una buena teología del laicado, sin embargo, los años posteriores a la clausura del Vaticano II parecieron contradecir esa impresión. Pasado el entusiasmo por algunas reformas estructurales, los verdaderos problemas doctrinales, espirituales y prácticos respecto al laicado en la Iglesia se desdibujaron, perdiendo actualidad. Había cosas más importantes de que ocuparse: la crisis de identidad del clero y el consiguiente malestar plagado de abandonos, la crisis de obediencia provocada por la “Humanae Vitae”, el retroceso alarmante de las prácticas religiosas… Sin olvidar otros factores como la “reclericación” de algunas funciones de Iglesia que habían sido confiados a laicos, el estancamiento de las estructuras de participación, el desencanto… Todo ello ha motivado el arrinconamiento de la cuestión del laicado en la reflexión teológica. En los últimos diez años, sin embargo, estamos asistiendo a un renovado interés por la cuestión del laicado.
El auge de los movimientos eclesiales y su presencia casi omnipresente en amplias esferas eclesiales, la inserción de laicos en tareas pastorales permanente y el pasado Sínodo sobre los laicos, pueden ser las causas de este “renacimiento”. Sin embargo, quedan aún algunas cuestiones serias que resolver: La primera de ellas es si de verdad existen los laicos o hay que hablar simplemente de bautizados con carismas o ministerios específicos dentro de la comunidad. Hacer una teología especifica del laicado ¿no es, en definitiva, agostar los brotes de comunión que apuntan ya en el Vaticano II? ¿No habría que hacer, más bien una buena teología de la Iglesia que dé razón de la unidad y la diversidad como factores necesarios de comunión?
PARA LA REFLEXION Y EL DIALOGO
¿Cuál sería la función específica del laicado en la vida y misión de la Iglesia? ¿Podemos contentarnos con decir que “el mundo”, “lo secular” es lo específico y peculiar de los laicos? ¿Es que el resto del pueblo de Dios no tiene nada que hacer por aquí abajo?
La laicidad, entendida como reconocimiento del valor de la cultura, la historia y el mundo, ¿no sería en realidad una característica de toda la Iglesia y no sólo de un grupo de bautizados? Si la tradición nos ha presentado formas distintas de ministerios femeninos vividos por las Iglesias durante largos períodos ¿por qué no restaurar de nuevo el diaconado para las mujeres recuperando un ministerio que sea expresión renovada de la caridad de Dios?
Mariano Sedano, CMF
Los pobres como lugar teológico
Toda teología brota de una experiencia espiritual previa y la latinoamericana
nace de la experiencia del misterio de Cristo presente en los pobres. Sin esta experiencia espiritual no se puede comprender la teología de la liberación.
Los pobres no son solamente objeto de compasión y de asistencialismo,
ni sólo víctimas del pecado estructural que exigen justicia, son algo más, son un punto focal básico para la teología, pues a ellos han sido revelados de forma especial los misterios del Reino, ocultosa los sabios y prudentes de este mundo (Lc 10, 21). Por esto, como el Siervo de Yahvé, emiten una luz especial para comprender el proyecto
de Dios, aunque sea desde el reverso de la historia.
Los pobres no sonsólo objeto de la ética social sino lugar hermenéutico y teológico de la
fe, punto focal para la estructuración de toda la teología. En América latina se comienza a hablar de los pobres como un lugar teológico privilegiado para desde ellos leer la Palabra de Dios y la misma tradición de la Iglesia. No se trata de sustituir el lugar eclesial de la fe por los pobres, sino de hacer de éstos un lugar hermenéutico y social para leer la revelación de la Escritura y de la Tradición eclesial.
El paso traumático de una “Iglesia-comunidad-de-creyentes-y-seguidores-de-Jesús” a una “Iglesia-Institución”.
La Iglesia toda es “un misterio de Salvación”, la comunidad de seguidores de Jesús que intentan pautar su vida por los valores que el Señor les dejó, y que aparecen en las palabras y hechos que nos cuentan los cuatro evangelios, y, después, se completan con la experiencia de la vida de los primeros cristianos, de la que nos informan los restantes libros del Nuevo Testamento, (NT). Los miembros de esa Iglesia son testigos del Reino de Dios, y son contemplados por el mundo, y admirados, y, al llegar a cierto punto, imitados. Es profundamente significativo de esta relación creyentes-bautizados con el resto de las personas lo que nos cuentan las crónicas primitivas de la reacción de los gentiles, quienes no tenían otra alternativa que mostrar su admiración con el reconocimiento de “mirad como se aman”.
Los cristianos no eran reconocidos por el culto y los fenómenos religiosos que podrían eventualmente producir, que no eran ostentosos, ni podían serlo, ante la prohibición oficial del Imperio, sino por el estilo y el modo de vida. Dos comportamientos llamaban poderosamente la atención, en un mundo llenos de violencia y de profundas desigualdades sociales, con la omnipresencia de la esclavitud: el amor entre los miembros de la comunidad cristiana, y el perdón, así como la autonomía y autosuficiencia social y económica que intuían, primero, y después, comprobaban, en el seno de la comunidad.
Fuera de la comunidad sus dirigentes no eran conocidos como tales, sino por el boca a boca, y la rumorología inherente a un grupo humano que producía curiosidad, interés, y, más tarde, voluntad de integrarse a su grupo. Es decir, no existía un grupo organizado y visible encargado de la dirección, patente fuera de la comunidad por signos externos, como vestimenta, o diverso modo de aparición ante la comunidad humana. Resumiendo: no había rastro del clericalismo, ¡porque no había clero!.
Cuando el número de cristianos, miembros de las diferentes comunidades repartidas por el Mediterráneo, crece exponencialmente, surge la necesidad de una organización. Este cuerpo, lo llamaremos clerical a partir de este momento, poco a poco tiende a convertirse en una casta, y a consecuencia de la observación de los sacerdotes de las religiones paganas, y de la magnificencia y ostentación de la corte, y de toda la organización imperial, se va convirtiendo, poco a poco, en Religión, y, ya después, a través de tantos siglos de Edad Media, y hasta nuestros días, va creando esa parafernalia de ritos, devociones, celebraciones, divisiones territoriales apetitosas, atrayentes, y decisivas en el dominio físico de la tierra, que llamaron, a estilo romano, diócesis, y así hasta hoy, y que se convirtieron en creadoras de una aristocracia religiosa, y socio-económica.
Por eso, cuando Francisco informó que se quedaría a vivir en Santa Marta, una fonda, o pensión, dentro del Vaticano, pero no iría a morar a “los palacios apostólicos”, algo que constituye una “contradictio in terminis” (contradicción en los términos), se armó el problemón en el Vaticano, y tuvieron, algunos de los curiales, la osadía de reprochar al Papa porque con su actitud “retrataba a todos los papas anteriores”. Mi opinión es que a todos no, pero al 99% de ellos desde el siglo VIII, sí. Pero los que se han retratado viviendo en palacios, apostólicos o no, han sido papas y obispos, que, por lo visto, no habían leído ese texto de Mateo, ni otros muchos, o lo habían olvidado, porque más claro no puede estar: ” … entre vosotros, que no sea así”.
Sobre los Ministerios
El ministerio eclesial es esencial en la Iglesia porque es esencial en ella la apostolicidad. Y la apostolicidad exige la sucesión apostólica, que históricamente se ha dado y se da en la sucesión episcopal. Por eso la jerarquía pertenece a la estructura divina de la Iglesia. Lo cual quiere decir que la existencia de ministros, oficialmente establecidos en cada comunidad eclesial, es un dato que pertenece a la estructura misma de la Iglesia. Y, por tanto, que la presencia de tales ministerios, en cada comunidad eclesial, es un hecho y un elemento que no debe faltar en una comunidad de creyentes en Jesús. Por eso, cuando digo que en las comunidades cristianas tiene que haber ministerios y ministros, oficialmente establecidos, quiero decir que ese hecho es un asunto que no pertenece solamente a la organización de la Iglesia y de cada comunidad, sino que, antes que eso, se trata de un elemento esencialmente constitutivo de la estructura misma de la Iglesia. De tal manera que si una comunidad rechazase, no ya a tal ministro determinado, sino el hecho mismo del ministerio, dejaría de ser, por eso mismo, una verdadera comunidad eclesial.
Pero lo dicho necesita una mayor concreción. Ante todo, es importante tener en cuenta que el ministerio oficial de la Iglesia se caracteriza, entre otras cosas, por los poderes que le son propios. Estos poderes, según la conocida doctrina del Concilio de Trento, son el poder de ofrecer y presidir la eucaristía y el poder de perdonar sacramentalmente los pecados. Como es sabido, en la actualidad hay teólogos que defienden la posibilidad de que un laico presida la eucaristía, cuando una comunidad eclesial se encuentra en la situación excepcional de no poder disponer de un ministro ordenado para dicha presidencia. La autoridad eclesiástica no admite esta posibilidd. Y en todo caso, es necesario tener presente la enseñanza del Concilio Vaticano II según el cual "el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordena el uno al otro, aunque cada cual participa de forma particular del único sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencial, no sólo gradual. Y el mismo Concilio entiende esta diferencia en el sentido de que el sacerdocio ministerial "efectúa el sacrificio eucarístico", mientras que los fieles, "en virtud de su sacerdocio real, asisten a la oblación de la Eucaristía". LG 10, 2
Por lo demás, todo este lenguaje conciliar queda abierto a ulteriores precisiones, ya que utiliza la palabra "sacerdote", para referirse a los ministros de la Iglesia. Pero sabemos que este lenguaje es ajeno al Nuevo Testamento, que, como explicaré más adelante, evita cuidadosamente aplicar el término "sacerdote" a los ministros de la comunidad cristiana. Lo cual quiere decir obviamente que "lo sacerdotal", en cuanto "lo sacral" y contrapuesto a lo profano, no pertenece a lo inmutable en el ministerio eclesial.
Lo inmutable, en este ministerio, es la existencia de obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles. Y la existencia también de ministros, que han recibido la imposición de manos del obispo y, en consecuencia, están capacitados para presidir la celebración eucarística y para perdonar sacramentalmente los pecados.
Ahora bien, esta realidad, inmutable y simple, de lo que es el ministerio eclesial en sí, se puede llevar a la práctica y se puede vivir de muchas maneras. Concretamente, se puede vivir bajo dos formas fundamentales: o bien haciendo que el conjunto de los ministros de la Iglesia formen un cuerpo de funcionarios de la institución eclesiástica, en cuyo caso tenemos el clero; o bien permitiendo que los ministros de la Iglesia vivan en la libertad de los hijos de Dios, sin más exigencias que las que se derivan directamente de su servicio (ministerio) a la comunidad, bajo la presidencia y dirección, desde la fe, del obispo respectivo. En este caso, no tendríamos un clero, sino simplemente los ministerios que necesita la comunidad.
En principio, esta distinción nos puede resultar extraña, quizá sorprendente, incluso imposible. Tan acostumbrados estamos a identificar clero con ministerios, que la separación de ambas cosas nos parece imposible. Sin embargo, baste recordar que, en los escritos del Nuevo Testamento, se habla ampliamente de ministerios, pero no se menciona para nada el clero. Y no es cuestión de palabras, como enseguida vamos a ver.
Obviamente, el planteamiento, que acabo de enunciar, lleva consigo la desaparición de la distinción entre ministerios clericales y ministerios laicales. Todos los ministerios deben ser laicales, es decir ministerios del laos, del pueblo de Dios.
José María Castillo SJ
Jesús, los pobres y la teología
Toda teología es expresión de una praxis y de una espiritualidad,es decir, de una forma de ser cristiano y de seguir a Jesús. Los momentos
«segundo» y «primero» de los que ya hace mucho tiempo hablabaGustavo Gutiérrez. Aunque a esta altura de los acontecimientos parezcauna perogrullada, esta simple constatación es uno de los grandesaportes de la teología de la liberación a toda teología, una de aquellasafirmaciones que hacen de dicha teología una «maestra de la sospecha»
(P. Ricoeur), intolerable, aún, para una parte importante de la inteligentziateológica, habite ésta en Roma o en San Salvador, en Tubinga o en
Caracas.
La historia de la recepción del Concilio Vaticano II en América Latina es inseparable del camino que las comunidades cristianas de nuestro continente fueron haciendo, primero hacia los pobres, luego
junto a los pobres, finalmente desde los pobres. Y no podría relatarse de otra manera ni por otros caminos a la teología que como consecuencia
de dicha recepción el Espíritu alumbró entre nosotros. La opción por los pobres con todas sus implicancias, fruto maduro e inaudito del
Concilio en América Latina, da cuenta de ello.
Lejos de quienes siempre quisieron ver en dicha opción un circunstancial «desvío» de la auténtica fe cristiana perpetrado por los «horizontalistas» de siempre, lo que los cristianos en América Latina expresan en ella es la recuperación de una dimensión esencial del Evangelio de Jesús, olvidada muchas veces, pero leída entre líneas en la vida de aquellos creyentes, que nunca faltaron, que supieron expresar la radicalidad del Evangelio en los más disímiles momentos de la historia.
Por tenue que fuera en muchas circunstancias, la llama de esta antorcha
fue pasando de generación en generación (¡eso es la tradición!) a lo largo
del tiempo Y así fue que un día Juan XXIII invitó a los cristianos a «sacudir de la sede de Pedro el polvo imperial de Constantino», a volv
a las fuentes y a hacer de la Iglesia la «Iglesia de los pobres». En nuestro continente muchos se lo tomaron en serio. Y lo siguen haciendo.
De toda esta perspectiva, se tiene experiencia o se carece de ella. Y si la situación es esta última, lo que a uno le queda es abrirse a
la autenticidad de la experiencia de otros o negarla tozuda, y a veces ridículamente. Creo que vale la pena un ejemplo de esta última actitud.
En la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (1984), la Congregación para la Doctrina de la fe afirma/acusa:
«Recordemos que la opción preferencial definida en Puebla es doble: por los pobres y por los jóvenes. Es significativo que la opción por la
juventud se haya mantenido totalmente en silencio» (VI, 6). Sólo dos breves comentarios. Uno apunta a lo conceptual: dos opciones, una centrada en el dolor ocasionado por el ser humano y sus estructuras, y otra centrada en una franja etaria, no pueden tener la misma densidad teológico-pastoral.
El otro comentario es de índole práctica: en América Latina la inmensa mayoría de los pobres son jóvenes y la inmensa mayoría de los jóvenes son pobres. Aquella distinción de Puebla, es muchas veces inverificable en la realidad. Pero como en Roma sólo se evalúanconceptos, las mayores barbaridades terminan diciéndose sin sonrojarse...
El Nazareno: el hombre que es Dios y el Dios que es hombre
Esa apertura convoca la creatividad de los teólogos. Cada generación intentará insertar a Jesús, Dios-Ser humano, dentro del contexto
de la vida para hacer ahí la experiencia de la salvación que trajo no a partir de afuera, sino a partir de su propia humanidad. Es, por tanto, de
su humanidad desde donde conviene partir. No de una humanidad ya categorializada y definida previamente. Sino de la humanidad tal como
fue vivida por Jesús.
De su vida aprendemos y de su boca escuchamos que la existencia tiene que ser pro-existencia, en pro de los otros y del Gran Otro
(Dios). Pues, Jesús, vivió este modo de ser tan radicalmente, que en él se reveló el «novísimo Adán» (1Cor 15,45). Era absolutamente abierto
a todos, no discriminaba a nadie, al punto de decir: «si alguien viene a mí, no lo echaré fuera» (Jn 6,37).
Si era liberal frente a la ley, era exigente respecto al amor incondicional.
Particularmente con el Gan Otro, Dios, cultivó una relación de extrema intimidad, llamándolo Abba, Papaíto (Mc 14,36; Rm 8,15; Gl 4,6). Consecuentemente, él mismo se sentía Hijo (Mt 1,27 par; Mc 12,6 par.; 13,52 par). Esta relación no comporta ningún resquicio de un eventual complejo de Edipo mal realizado: es una relación diáfana y transparente. Suplica, sí, al Padre, que lo libere del dolor y de la muerte (Mc 14,36 par; Jn 11, 41-42) pero, incluso ahí, quiere realizar no su
voluntad sino la voluntad del Padre (Mc 14,36). Su última palabra es de entrega serena: «Padre, en sus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46).
Él se entiende totalmente a partir del Padre, hasta el punto de que dice: «Yo y el Padre somos una misma cosa» (Jn 10,30). Por el hecho de haberse abierto y entregado totalmente al Padre, no poseía aquello que el Concilio de Calcedonia enseñó: la faltaba la «hipóstasis», la «persona», la subsistencia el permanecer en sí y para sí mismo. Estaba completamente vacío de sí mismo para poder estar repleto del Otro. Se realizó totalmente en el otro, no siendo nada para sí, siendo todo para los otros y para Dios. Esa falta de «personalidad» -en el sentido antiguono
constituía una falta, sino que era la singularidad de Jesús. No era una imperfección, sino la máxima perfección.
El quedarse vacío significa crear espacio interior para ser plenificado por el otro. Es saliendo de sí como el ser humano se construye más profundamente para sí y queda en sí; es dando como recibe y posee su ser. Por esta razón, Jesús es el ecce homo: porque su radical humanidad fue conquistada, no por la autárquica afirmación de sí mismo, mas por la entrega irrestricta de su ser a los otros y al Gran Otro: «yo doy mi vida por las ovejas» (Jn 10, 15).
Cuando más estaba Jesús en Dios, más Dios estaba en Jesús. Cuanto más el hombre-Jesús estaba en Dios, más se divinizaba. Cuanto más Dios estaba en Jesús, más se humanizaba. Ahora bien, el hombre- Jesús estaba de tal forma en Dios, que se identificó con él. Dios se hizohombre para que el hombre se hiciese Dios.
Si alguien acepta en la fe que Jesús fue aquel bendito ser humano (benedictus homo) que de tal forma pudo relacionarse con Dios que llegó hasta sentirse su Hijo y sentirse uno con Él; si alguien acepta en la fe que Dios de tal forma puede vaciarse de Sí mismo (Cf. Fl 2,7) para plenificar la total apertura de Jesús, hasta el punto de volverse Él mismo ser humano, entonces esa persona acepta y profesa aquello que los Padres de la fe enseñaron en el Concilio de Calcedonia: la unicidad inconfundible e inmutable, indivisible e inseparable de Dios y del ser humano en un único y mismo Jesucristo, permaneciendo Dios siempre Dios, y el ser humano radicalmente ser humano Esa persona profesa la encarnación del Hijo de Dios en nuestra carne caliente y mortal (Jn 1,14).
La encarnación no debe ser pensada sólo a la luz del Nazareno, en su modo de ser «sárquico», participante de las limitaciones de la humana
condición, sino que debe ser contemplada a la luz de la Resurrección, cuando se reveló, en su total patencia y transparencia, lo que se escondía
en Jesús de Nazaret: la universal y máxima apertura para toda la realidad cósmica, humana y divina, hasta el punto de que Pablo pudiera decir:
«Cristo es todo en todas las cosas» (Col 3,11).
Si Jesús es verdaderamente nuestro hermano, «en todo igual a nosotros, menos en el pecado» según las Escrituras y el Concilio de Calcedonia, entonces, las afirmaciones que se hicieron sobre él valen, de alguna manera, para cada uno de nosotros. Todos participamos de su encarnación. Ahí realizamos la «encarnación diminuta» de la que hablan los Padres, o como dice bellamente el Concilio Vaticano II: «por su encarnación, el Hijo de Dios se unió de algún modo a todo ser
humano» (Gaudium et Spes 22).
Cristología a partir del Nazareno
1. Encarnación como término y no como comienzo de la cristología La encarnación es el punto de llegada, no el punto de partida. Es la culminación de todo el proceso cristológico que comienza bien abajo, con la pregunta que ya las masas, llenas de admiración y la perplejidad, planteaban: ¿quién es éste?, ¿quién es éste al que hasta los vientos y el mar le obedecen? (Mt 8,27; Mc 4,41; Lc 8,25). La base de todo es el impacto que el Jesús histórico produjo: su palabra con fuerza, su gesta liberadora, su libertad frente a la Ley, su autoridad soberana, y después su muerte vergonzosa y su resurrección gloriosa. Tales hechos, especialmente la resurrección, radicalizaron la pregunta que todos, incluidos los Apóstoles y los discípulos, se planteaban: en definitiva, ¿quién es el Jesús que conocimos y que «oímos y vimos con nuestros ojos, y que tocamos con nuestras manos» (1 Jn 1,1)?
Los más de 50 títulos atribuidos a Jesús, desde los más sencillos, como maestro, profeta, bueno... hasta los más sublimes, como Hijo de David, Hijo del Hombre, Hijo de Dios, Salvador y Dios... dan cuenta de la perplejidad y de las interrogaciones suscitadas en las comunidades. 30 ·
En un espacio de tiempo de 40-50 años tras su muerte y resurrección, Jesús atrajo hacia sí todos los títulos de honra y de gloria humanos y divinos que circulaban por el Imperio Romano. A este proceso de comprensión lo llamamos «cristología», ayer y hoy, un proceso todavía inacabado, pues no terminamos de entender cabalmente la realidad del Nazareno vivo, muerto y resucitado.
Me gusta aplicar a Jesús el nombre de Nazareno, no para determinar el lugar geográfico de su casa, sino para indicar una sutil intención teológica presente ya en el evangelio de Juan. Para Juan Nazaret era un lugar considerado despreciable (Jn 1, 45-46; 6,42), tierra donde viven, según el prejuicio de la época, ignorantes que no conocen la ley (Jn 7,4), los oscuros y anónimos que no llaman la atención a nadie. Decir que Jesús es Nazareno, como ha sido mostrado por F. F. Brändle (Jesús Nazareno, por que?, en Cahiers de Joséphologie 39, 1991, 34-41), significa que Jesús es del mundo de los pobres y marginados, vive la situación de «carne» en cuyo medio él toma origen. Además, al principio, los primeros cristianos eran llamados «nazarenos», nombre que fue abandonado cuando, en Antioquía, hacia el año 43, los magistrados romanos que consideraban a los seguidores de Jesús miembros de una secta
judaica, comenzaron a llamarlos «cristianos» (cf. Hch 11,26,28). Hacer cristología a partir del Nazareno es hacer cristología no sólo a partir del hombre sin más, sino a partir de un determinado hombre marcado por la pobreza y por la discriminación social, el Jesús histórico.
Sabemos que los tres grupos culturales de cristianos, -el palestinense, el judeo-cristiano de la diáspora, y el cristiano helenista- contribuyeron con sus respectivos títulos de exaltación para descifrar la misteriosidad que rodeaba la trayectoria del Nazareno. Todo culminó cuando los cristianos helenistas, osadamente, afirmaron que Jesús es el Salvador, el Hijo Unigénito, la Cabeza del Cosmos y de la Iglesia, y Dios mismo. Ningún título de grandeza conseguía agotar la riqueza de Jesús.
Sólo llamándolo «Dios». En el fondo pensaron: «humano así como Jesús, sólo Dios mismo».
Importa destacar: tales títulos de altura y hasta de divinidad no apuntan a fundamentar la soberanía, la libertad y la autoridad de Jesús, mostradas en su vida terrestre. Al contrario, quieren explicar y dar las razones de la autoridad de la libertad y de la soberanía. No son los títulos los que le conferían esta autoridad. Fue su autoridad la que dio origen a los títulos. Ninguno de ellos conseguía traducir la inconmensurable riqueza humana de Jesús, de la cual el evangelista Juan da testimonio: «ni el mundo entero podría contener los libros que se deberían escribir sobre él» (Jn 21,25). Por tanto, sólamente utilizando nombres divinos y atribuyendo a Jesús la divinidad misma, se pudo dar una repuesta adecuada a la pregunta del hombre de Nazaret: «y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15)
2. ¿Cómo combinar Dios y hombre en el nazareno?
Llamar Dios a un hombre como Jesús crea un inmenso problema para el pensamiento. ¿Qué significa entonces Dios? ¿Qué es ese hombre
para que se pueda decir que es Dios? ¿Qué quiere decir la unión de ambos –de Dios y del hombre- en un ser histórico, nacido bajo el
emperador romano Augusto en la «inmensa romanae pacis maiestas», en la inmensa majestad de la paz romana, crecido en Nazaret y crucificado en Jerusalén, hermano nuestro, Jesús, el Nazareno?
Tomando la afirmación «el hombre Jesús es Dios» en su sentido directo y raso, constituye una paradoja y hasta un escándalo para judíos
y para toda las personas religiosas para las cuales Dios excede infinitamente al hombre, pues «habita en una luz inaccesible» (1Tm 6,16).
Por otro lado, la fe de la comunidad originaria testimonió: lo que sea Dios, nosotros los cristianos lo encontramos vivido y concretizado
en un hombre, Jesús de Nazaret, en su vida, en su práctica, en su muerte y en su resurrección. Complementariamente, lo que sea el ser humano,
en su radicalidad y en su verdadera humanidad, lo aprendemos meditando la vida humana de Jesús, el Nazareno.
No es por tanto, a través de un análisis abstracto de lo que sea Dios y de lo que sea ser hombre, como nosotros entendemos quién es Jesús Hombre-Dios. Pero fue conviviendo, viendo, siguiendo sus pasos y descifrando a Jesús como hemos llegado a conocer a Dios y al hombre.
El Dios que en Jesús se revela es humano. El hombre que en Jesús se revela es divino. En eso reside la singularidad de la experiencia cristiana de Dios y del ser humano. Ser humano y Dios están tan íntimamente implicados, que no podemos ya hablar del ser humano sin hablar de Dios, y no podemos ya hablar de Dios sin hablar también del ser humano.
Resumiendo, podemos decir: cuanto más ser humano era Jesús, más Dios se revelaba en él. Cuanto más Dios se relacionaba con Jesús,
más se humanizaba en él.
¿Cómo se han de entender semejantes afirmaciones, que siempre son verdaderas paradojas, y una difícil unión de opuestos? Al hablar de Jesucristo, debemos pensar siempre, conjunta y simultáneamente, en Dios y en el ser humano. La unidad de ambos en Jesús es de tal
orden, que ni Dios ni el hombre pierden nada de su esencia y realidad.
He ahí la tesis central, afirmada en forma de dogma, por el Concilio de Calcedonia (451): «uno y el mismo Jesucristo... es verdaderamente Dios y verdaderamente ser humano... subsistiendo en dos naturalezas, de forma inconfundible, inmutable, indivisible e inseparable... concurrriendo ambas para formar una sola persona o subsistencia».
Esta fórmula no explica cómo Dios y el ser humano concurren para formar uno y el mismo Jesucristo; simplemente asegura los criterios que deben estar presentes en cualquier tipo de explicación: deben mantener simultáneamente la humanidad completa y la divinidad verdadera de
Jesús, sin comprometer su unidad fundamental.
El mismo Concilio, para expresar tal verdad, utilizó el modelo cultural vigente griego, utilizando las palabras naturaleza y persona. En
Jesús están las dos naturalezas, la humana y la divina, cargadas y soportadas por la única persona del Hijo eterno, responsable de la unidad el único y mismo Jesucristo. Cómo se dé, sin embargo, esa unidad de las naturalezas a través de la Persona divina, es una cuestión que los padres conciliares dejaron abierta.
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la cuaresma
¡Cuántas veces nos decimos una y otra vez que el tiempo pasa! Recordamos con frecuencia acontecimientos del pasado que permanecen en nuestra memoria y nos parece que fue ayer. El tiempo es un camino que nadie puede detener y por él caminamos nosotros buscando un sentido a nuestra propia vida.
Ahora nos acercamos a esta estación, a esta fonda a la que llamamos cuaresma. Venimos cansados de tantos pasos inútiles, de tantas sensaciones amargas, como nos ha deparado el camino. El tiempo, además de las canas, va dejando en nosotros alguna que otra arruga en el corazón. Parece que hemos perdido la ingenuidad de la niñez, el ímpetu de la juventud y nos adentramos en el realismo cruel de la monotonía. La crisis económica, la subida del IPC, la guerra de Ucrania nos está dejando tiesos y aquí seguimos sin saber mucho hacia dónde tirar.
Aprovisionarnos de nuevo
Queremos, en esta fonda de la gracia, aprovisionarnos de nuevo, reponernos del cansancio, descubrir el gozo de sabernos vivos y en camino.
Necesitamos un tiempo nuevo de gracia y de sentido.
Pues Dios nos lo regala. Sólo es necesario que miremos con ojos de fe para que Él pueda hacer en nosotros el milagro del perdón y de la curación:
Estamos de oportunidad para disfrutar de una gracia abundante que nos haga ver la vida de una forma más esperanzada.
La iglesia, que es madre de todos los creyentes, nos ofrece su ayuda amorosa para hacernos más feliz el camino. Y nos dice todo esto:
1.- Que la Palabra de Dios es como el agua fresca en el desierto de la sed.
· Acerquémonos a la Palabra. No es una palabra de tantas.
· Que, a veces, leemos de todo menos lo que nos conviene.
· Que ella sea nuestra compañera de camino, de mesita de noche.
2.- Que la Eucaristía para un cristiano es como el agua para el pez.
· Un cristiano que no se alimenta de Dios experimenta la anorexia de su amor.
· Celebrar cada domingo la eucaristía, con todos los creyentes, es mucho más que una ley, o una costumbre.
· No hagáis caso a los que dicen que por venir a la iglesia no se es mejor persona. Es la disculpa de los que no vienen y tampoco son mejores que nadie.
· Se puede vivir sin la eucaristía, pero eso no es vida; al menos no es vida cristiana.
3.- Que el ayuno y la penitencia no son una bobada.
· Si dejamos los signos penitenciales que la iglesia nos recomienda acabamos por no practicar ninguno.
· Necesitamos de signos que nos hagan descubrir la humildad de los que somos, la limitación que arrastramos, la necesidad de ser solidarios con los que tienen menos suerte.
· Experimentar el sacrifico del ayuno y de la penitencia nos ayuda a entender mejor a los demás, sobre todo a los que sufren. Nos hace más humanos.
· Por supuesto que no es lo más importante de nuestra fe, pero nos ayuda si lo hacemos con respeto y cariño.
4.- Que la oración no es cosa de curas, frailes, monjas y beatas.
· La oración es un regalo de Dios a los creyentes.
· Fue Jesús quien nos recomendó la oración y nos enseñó a orar.
· En la oración abrimos las puertas del encuentro con Dios y renovamos nuestra amistad con él.
5.- Que la limosna sigue siendo un gesto cristiano impresionante.
· No se trata de dar cuatro euros para sentirnos tranquilos. Eso no es caridad.
· Se trata de compartir lo nuestro, muchas veces de lo que nos sobra, para socorrer al necesitado.
Una limosna a Cáritas, Manos Unidas, Entreculturas o a organizaciones serias, supone apoyar un montón de proyectos humanitarios en todo el mundo.
· Solos podemos poco, pero unidos a otros hombres y mujeres, podemos llegar muy lejos.
· La pena es que seamos solidarios sólo cuando ocurre algo extraordinario.
· Hay situaciones dramáticas que duran todo el año y nos olvidamos de ellas. Los cristianos teníamos que dedicar cada mes una parte de nuestro sueldo a los necesitados. Nos cuesta convertir esto en costumbre, pero no olvidemos que Dios nos regala a nosotros muchas cosas todos los días.
· Ya hay cristianos que reservan un tanto por ciento de su salario para los pobres.
En fin, que la cuaresma que empezamos pueda ser el comienzo de algo nuevo.
Tenemos, como veis, muchos caminos para no descuidar nuestra fe y nuestra amistad con Dios. Pero hace falta ponernos en camino y vivirlo. Vivir al margen de Dios es muy fácil pero no deja satisfecho el corazón.
Nadie estamos libres de pecado. Por eso todos estamos llamados a la gracia. Cuaresma es tiempo de gracia y de salvación. Dispongamos el corazón para el encuentro con Dios y todo lo demás se nos dará por añadidura.
El gesto de la ceniza con el que comenzamos la Cuaresma no es estéril. Es un gesto para reaccionar, para renovarnos, para sentir el gozo de la presencia de Dios.
Vivamos con fe este momento y Dios se abrirá paso en nuestras vidas tan necesitadas de Él.
“Hablar de Dios” merece la pena
“Teología” significa hablar sobre Dios. ¿Tiene sentido “hablar de Dios” o mirar la realidad desde una “fe en Dios”? Depende de cómo sea nuestro discurso. Y depende de lo que queramos decir cuando decimos “Dios”.
Dios puede significar lo mejor de nuestra palabra y de nuestra vivencia, pero puede significar también lo más siniestro. En su nombre se han realizado las gestas más generosas y los crímenes más horrendos. ¿Dios es solamente ese “factor” perverso y violento que denunciaba Saramago y sigue denunciando Onfray? No, por supuesto.
Pero para eso es, precisamente, la teología. Para restaurar y depurar el viejo, el venerable, el santo nombre de Dios y hacerle decir solamente – cosa siempre imposible – el sagrado misterio de confianza e indemnidad al que todas nuestras palabras remiten más allá de sí.
El objetivo de la teología no es propiamente “Dios”, sino la vida, nuestra vida herida, la realidad amenazada. La teología no pretende tanto “hablar sobre Dios”, sino más bien hacer hablar a Dios, hacer que aparezca como luz y belleza de la realidad, como calor y ternura, como horizonte de esperanza.
En realidad, no está en juego el honor de Dios –como si Dios fuera un gran señor que está fuera y busca que le honremos–, sino la dignidad, el valor, la calidad de nuestra vida, el gusto de vivir. El honor de Dios es que vivamos, que seamos en plenitud. Entonces se manifiesta la gloria de Dios.
Por eso, la teología no ha de proponerse probar a Dios, sino hacer que aparezca Dios en la palabra como aquel misterio íntimo y supremo que nos salva. No se trata de “probar” a Dios en el sentido de demostrar su existencia. En todo caso, se trata de “probar” a Dios en el sentido de dar a gustar a Dios. No es Dios quien necesita ser probado, sino nosotros. Una teología, pues, que dé a gustar a un Dios que nos “prueba”, gusta de nuestro ser, y nos aprueba, reafirma, sostiene…
Al decir Dios, está en juego la vida. Y los creyentes pensamos que no tenemos mejor modo de decir y cuidar la vida que decir bien “Dios”. Merece la pena decir Dios, decirlo bien.
Una teología que hable de Dios tan gustosa y atractivamente, que haga inútil la pregunta de “si Dios existe”. Cuando un cuentacuentos cuenta un bello cuento y lo cuenta bien, nadie pregunta: “¿Pero eso es verdad?” ¿No debería hacer algo de eso la teología cuando “cuenta” a Dios?
SE BUSCAN DIOSES
Proliferan las idolatrías:
realidades creadas por el hombre,
que más tarde se independizan y actúan como dioses.
Proliferan los imitadores de los profetas del Antiguo Testamento que se cubren el rostro, despavoridos: “¡el pueblo abandona a Yahvé!”. El pueblo huye de Dios. El dios que se le ha vendido no soluciona su angustia interior, complica, pero no trae vida.
El hombre siente una repugnancia instintiva a lo sucedáneo. Se inclina ante cualquier ídolo, pero acaba vomitándolo.
Puede ser verdad esa continua huida silenciosa desde el moderno Egipto en busca de una tierra prometida. Se repite la historia. Dios, el Eterno buscado. El hombre, el emigrante buscador.
El “Dios no existe”, el “Dios ha muerto”, el ateísmo es, sobre todo, ideología. En la práctica, se buscan dioses. Proliferan las idolatrías: divinizar y absolutizar realidades relativas. Realidades creadas por el hombre, que más tarde se independizan y actúan como dioses.
Sólo a modo de ejemplos:
DIOS NACIÓN (un dios étnico, con RH). La nación llega a ser una realidad sagrada, en la que se cree, por la que se mata, por la que se sacrifican seres humanos. Con su liturgia, sus excomuniones y sus credos. El nacionalismo se convierte en un ídolo que levanta barreras y muros, crea mapas y, a veces, infecta los templos cristianos, las mezquitas musulmanas o los parlamentos.
Los dioses Nación se han multiplicado por todas las geografías y cuentan con políticos que ofician de pastores, que condenan y salvan, misioneros con pistolas en las manos o en los labios, profetas de la muerte.
DIOS MERCADO (un dios laico). Palabra y realidad de moda, hoy “idolatrada.” Gran ídolo invisible, pero omnipresente. Con una dogmática inflexible. Sus leyes son sagradas. Sobre las masas caerán plagas de castigo si se apartan de sus mandamientos. El paro, los pobres, el hambre son consecuencia de no haber creído en el dios Mercado. Fuera del Mercado no hay salvación.
Gran religión del siglo XXI con sus templos -los bancos-, sus Vaticanos y sus Mecas -las Bolsas-, sus ciudades sagradas -Londres, Nueva York, Tokio-.
DIOS INSTITUCIÓN RELIGIOSA (un dios sacrílego). La Institución salva y condena. Ella piensa por ti. Si Dios es Padre, Ella es Madre. Ella es el camino, la verdad y la vida. Ella es la concesionaria de dios.
Suplantar a Dios produce el rechazo del pueblo. El error más burdo y ridículo de los humanos fue siempre crear dioses. Pequeños dioses que usurpan el papel y las funciones de Dios que pretenden comunicar vida, seguridad, futuro. No se adjudican el nombre de Dios, pero sí sus funciones.
Luis Alemán Mur
Primeras reflexiones sobre la encarnación Época apostólica
Los primeros cristianos anunciaban que Jesucristo murió, resucitó y ha sido constituido salvador de los hombres (cf. Hch 2,22-36). Por eso lo aclamaban como Kyrios (traducción del Adonai hebreo, forma de nombrar a Dios en la versión griega de la Biblia). No ignoraban su pasado histórico, pero ponían el acento en el poder salvador de Cristo resucitado, único camino para llegar al Padre y fuente del Espíritu Santo. Con el pasar del tiempo, algunas personas quisieron adaptar el cristianismo a sus ideas filosóficas, surgiendo diversas herejías cristológicas, a las que respondieron los autores ortodoxos, profundizando en la verdad revelada.
Ya en el s. I, algunos gnósticos (que pensaban que Dios y la materia son incompatibles) rechazaron tanto la posibilidad de la encarnación del Señor como la de su pasión. Afirmaban que el Hijo de Dios no fue verdaderamente hombre, ya que no tuvo una carne real, sino solo en apariencia. Por eso fueron llamados docetas. Los apóstoles reaccionaron con energía contra estas fantasías: «Han irrumpido en el mundo algunos seductores que no reconocen que Jesucristo es verdaderamente hombre» (2Jn 7). Esta doctrina fue considerada falsa y sus propagadores fueron identificados con el anticristo (cf. 1Jn 2,22). Hasta el punto de que la confesión de la humanidad del Señor se convirtió en la clave para distinguir a los verdaderos cristianos: «Si reconocen que Jesucristo es verdadero hombre, son de Dios; pero si no lo reconocen no son de Dios» (1Jn 4,2-3).
La primera generación cristiana profundizó entonces en el misterio de Cristo y comprendió que Jesús no comenzó a ser el Hijo de Dios después de su resurrección. Lo era desde siempre. Y no por adopción, sino por naturaleza. De hecho, es el mediador de la Creación, presente junto al Padre desde antes del tiempo: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas» (Col 1,15ss). Si no se dieron cuenta durante su vida mortal es porque Él mismo escondió su condición divina al asumir la naturaleza humana: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos» (Flp 2,6ss). La reflexión alcanza su punto culminante en el prólogo de san Juan, cuando afirma que «la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir: el Logos de Dios ha asumido nuestra sarx, nuestra realidad concreta, débil y limitada.
También se creció en la comprensión de las consecuencias salvíficas de la encarnación como inicio y posibilidad de la redención, que se llevará a cumplimiento en el misterio pascual. Al hacerse el Hijo de Dios hermano nuestro, Dios nos ha adoptado como hijos suyos: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos sometidos a la ley y convertirnos en hijos adoptivos de Dios» (Gal 4,4-5). En definitiva, Jesucristo es el Hijo de Dios, que se ha hecho hombre por salvar a los hombres. Quienes lo rechazan permanecen en sus pecados, pero a cuantos creen en Él, les hace hijos de Dios (cf. Jn 1,12ss).
Al principio, los cristianos solo se interesaban por los acontecimientos de la vida pública de Jesús, a partir de su bautismo en el Jordán, tal como muestra el Evangelio de san Marcos (el más antiguo). A partir de las polémicas con los docetas, surgió el deseo de saber más datos de su infancia, aquéllos que María conservaba en su corazón (cf. Lc 1,29; 2,19.51). Por eso, san Mateo y san Lucas antepusieron unos evangelios de la infancia a sus narraciones de la vida pública, como pórtico de lo que viene después, pero también como clave de comprensión.
Entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe
Error que ha supuesto haber contrapuesto “el Jesús histórico” y “el Cristo de la fe” por parte de no pocos especialistas como reacción contra el exceso que supuso el Cristo del dogma cristiano: el Cristo católico apenas era una figura humana, decían. Por tanto -opina Dunn- bastantes optaron por trascender el Cristo de la fe para recuperar al Jesús histórico y “rescatar a Jesús del cristianismo” (Robert Funk) como si en la búsqueda del Jesús histórico, la fe supone un obstáculo que lleva al investigador por el camino equivocado.
Hoy tenemos mucho de esto a nuestro alrededor complicando la verdadera dimensión trascendente de todo un Dios que se hace uno de nosotros para convertirse en Buena Noticia. Resultaría un grave error querer reducir el nacimiento del Evangelio a un interés histórico al margen de la fe, pues los evangelios son un producto de la fe. De hecho, para Dunn los apóstoles creyeron en Jesús antes incluso que la experiencia post pascual uniéndose a su misión dejándolo todo y confiándole sus vidas. Cierto es que al principio entendieron a medias el Mensaje, pero su apuesta radical está fuera de duda. Lo que cambia de sus relatos no es lo esencial, sino la adaptación a los diferentes auditorios y situaciones.
A juicio de James Dunn, todo no comienza con la experiencia posterior del Resucitado, sino en cada momento del día a día de sus seguidores y seguidoras más cercanos que fueron sorprendiéndose de la manera de entender su Mensaje tan a contracorriente de lo que se predicaba y ordenaba entonces. Esto es histórico y a la vez producto de la fe que acabó siendo el sustrato -oral- de las experiencias escritas que cambiaron sus vidas, reforzadas, claro, con la experiencia de Pentecostés.
Por tanto, la imagen de Jesús está marcada profundamente por su Misión en clave de fe. La Tradición pudo comenzar de forma oral antes de poner por escrito las experiencias vividas (Marcos y la fuente Q. Incluso Pablo, el primero que puso por escrito la experiencia cristiana). Lo importante no es conocer si Jesús dijo exactamente esta frase así de literal o no, sino su autoridad y veracidad basada en lo que hizo y dijo, que ha quedado como un referente emblemático.
Es decir, lo esencial es la impresión global que ha quedado fijada en los evangelios, sobre todo en los sinópticos, la impronta imborrable que arrastró y sigue arrastrando a tantos al seguimiento radical a Jesús y su Mensaje; su manera frecuente de hablar y actuar como una tendencia clara y radical en el sentido de transformadora y con el amor como epicentro de todo. Más que una realidad histórica por su literalidad, lo es por su mensaje emblemático y veraz. Lo que importa no es la literalidad sino el trasfondo inequívoco de su mensaje en clave de fe.
En definitiva, solo la fe de los
discípulos nos ha permitido conocer al Jesús histórico, más allá de
cuatro referencias romanas superficiales que refuerzan la existencia de
Jesús como ser humano que existió en un momento concreto de la historia.
Por lo tanto, la verdadera fe en Jesús no es una cuestión solo de
ortodoxia reglada sino de ortopraxis hecha vida al calor de su Mensaje
desde la fe. Y tan potente es, que ello es lo que da valor y sentido al
Jesús histórico.
EJEMPLOS DE SACRAMENTOS
¿Cuándo se transparenta Dios en esa pareja?
¿Cuándo hay sacramento?
Cuando haya vencido el amor.
Un sacramento es una realidad visible, histórica, constatable, humana que al llegar a determinada plenitud transluce el amor de Dios.
Ejemplo. Un hombre y una mujer creen que se aman. Y comienzan a caminar en el amor, forjando la unidad y la verdad. La diversidad entre ellos enriquece su desarrollo y la unidad. Todo lo hace el amor: la unidad en lo social; unidad en lo jurídico, en lo económico; en lo sexual, en la forma de mirar el mundo y la muerte. Cada vez más firme el amor y cada vez más unidad. Ante el dolor y ante el placer. En lo mucho y en lo poco. Una realidad humana así es como un milagro, un signo de que Dios está ahí presente: un sacramento.
Para el creyente, una realidad sacramental es una realidad humana, que como todo lo humano necesita un hacerse, y que al llegar a un mínimo de plenitud trasparenta y produce entre nosotros, la presencia de Dios.
Pero esa realidad no es producto de una fórmula mágica, ni de un voluntarismo contractual. Es un proceso arriesgado. Es una bella aventura entre el hombre y la mujer. ¿Cuándo empieza a transparentarse Dios en esa pareja? ¿Cuándo hay sacramento? No es difícil responder: cuando haya vencido el amor. Ellos y la comunidad de creyentes anunciarán ese momento. Entonces se reunirán todos y comerán juntos para festejar el milagro que se ha ido tejiendo.
– Y mientras tanto ¿esa pareja vivía en el pecado?
-¡Cuando se fraguaba el amor! ¡Vaya Vd. a paseo hombre, váyase a paseo!
El matrimonio no es un sacramento para que te acuestes con tu pareja sin pecar. ¡Estaría bien que para que un hombre y una mujer se acuesten juntos, tengan que pasar antes por un sacramento! El sexo es algo serio entre los humanos. Sin ninguna duda. Mucho más que entre los animales. Pero no se puede jugar con él ni por la derecha ni por la izquierda.
Dios no fabrica sacramentos, sino que se hace presente, para quienes tienen ojos de fe, en el proceso y en la plenitud de una realidad humana conseguida.
El matrimonio no se “hace” en el altar. Se va fraguando en un previo día a día, y se llena de sentido en medio de la comunidad creyente. La realidad humana es previa, y condición, para lo sacramental.
La Jerarquía se ha metido en camisa de once varas y en cama ajena. No fabrica matrimonios. Sólo la comunidad de seguidores de Jesús, reconoce y recibe en su seno a aquellas parejas que consiguieron superar el miedo, los egoísmos, el desconocimiento mutuo, y han puesto ya las primeras piedras sólidas para el bello edificio de la unidad por el amor.
Lo sobrenatural sólo “revienta” como flor madura cuando lo natural existe. No es un acto jurídico. Es una celebración de fe. Lo jurídico pertenece a la sociedad civil.
El pan y el vino no se hacen en la mesa. Ya vienen hechos. Es decir, vamos como hermanos a comer, y al repartirnos y compartir el pan y el vino (símbolos de cualquier comida y de la vida), se hace presente Jesús en medio de nosotros y en nosotros. Y a partir de ese milagro de fraternidad, el mundo aprendería y sanamente nos envidiaría. “Mirad cómo se aman”
Primero, perdona tú. Tu perdón remueve la piedra que impide el resurgir de Dios en ti y en los demás. El sacramento del perdón no es un rito. Es un proceso del corazón que termina trasparentando a Dios en medio de la comunidad fraterna.
En un momento dado, un hombre decide libremente no tener más señor que al Señor Jesús. Rompe toda cadena y queda libre en el Señor. Eso es bautismo. Sin embargo, seguimos llamando bautismo a un rito que usamos sin entenderlo muy bien porque pertenece al ritual de pueblos antiguos. Y a través de esos retales de antiguos ritos judíos, que ya no significan nada ni entendemos, hacemos o nos hacen cristianos cuando aún ni somos personas, porque no maduró en nosotros la realidad humana.
El Dios de los cristianos no es judío – Luis Alemán
Lo más que se puede decir de la raza del Dios cristiano es que el mensajero enviado era judío. Lo cual no implica que el Dios que lo envió fuera judío ni que la teología que explicó durante su vida fuera la teología de los judíos.
Jesús, al no ser extraterrestre ni un apéndice histórico, se nació y aprendió una religión concreta, la judía. Esto explica su frecuente recurso a la ley y los profetas, núcleo de la religiosidad de su familia y su pueblo. Es más, escogió a un grupo de judíos entre los más fervientes.
El primero que se hizo cristiano fue Jesús. A sus seguidores les costó tiempo y dolor. Alguno de ellos, según parece murieron más judíos que cristianos. La historia nos enseña que abandonar una religión cuesta mucho.
La conversión de Jesús al cristianismo fue rápida, pero no sin complicaciones. La primera lección se la dio una mujer cananea a la que Jesús llamó perra, piropo que los judíos dedicaban a los que no eran del Dios judío. Aquella perra extrajera al estar angustiada necesitaba un Dios más grande que el judío.
Jesús se encontraba con el dolor humano por los caminos y las aldeas por donde pasaba: cojos, paralíticos, leprosos, endemoniados (enfermedad de locos y deformados) llenó de angustia su corazón y es de suponer que fue tema para las noches en oración. Y con el dolor y el hambre de los hombres maduró su teología judía hasta dejarse iluminar de lleno por la teología cristiana.
El judío creía en un Dios dominante supeditado a la Ley. La marginación de los leprosos, la adultera apedreada o la hemorroisa atormentada en su intimidad eran claros ejemplos de lo que hacía con el hombre y la mujer el Dios fabricado por la sociedad judía. Parece que Jesús aprendió más sobre su Padre mirando al hombre que cumpliendo la Ley judía. En Jesús triunfó el Dios del amor al hombre, y se superó la era del Dios de la Ley.
El
engarce del Antiguo con el Nuevo Testamento produjo no pocas discusiones
y sectas por todos los frentes. Para la cultura y raza griega, “El
Antiguo Testamento divulgado con la Versión de los Setenta fue
considerado como un documento monstruoso, bárbaro y oscuro, o repugnante
cuando era comprensible ¿Por qué los cristianos debían permanecer en
él?” (Paul Johnson)
Quizá no se tuvo en cuenta de que la historia no es la suma de
partes aisladas sino una evolución. No es posible entender el hoy sin un
ayer. O todo judío lleva un cristiano en sus sueños. O lo que es peor,
todo cristiano lleva un judío en su moral.
La revelación de Dios en Jesús de Nazaret
Carmiña NAVIA VELASCO
HORIZONTES, CAMINOS Y PREGUNTAS.
Es tanto lo que se ha dicho y escrito a lo largo de los siglos y particularmente en las últimas décadas del siglo XX, sobre el Dios de Jesús (siempre en masculino), que se hace inevitable la pregunta por la utilidad y pertinencia de esta reflexión. Sin embargo, además de tratarse de una cuestión nunca cerrada, sino abierta siempre hacia el futuro, en estos momentos de búsquedas y recomposiciones simbólicas, es definitivamente necesario que ampliemos el horizonte de nuestras miradas, sobre la experiencia de Dios, que se nos muestra en Jesús, el maestro de Galilea.
El presente trabajo se inscribe en esa búsqueda: quiere recoger sensibilidades y demandas actuales, especialmente la mirada de género; quiere igualmente señalar nuevas pistas que nos ayuden a bucear en aguas queridas y conocidas en nuestra tradición, para encontrar nuevos parajes que alberguen, cómoda y amorosamente, a la mujer y al hombre de este nuevo milenio que iniciamos.
Dios es una realidad que interroga hoy: sus imágenes son contestadas desde distintas búsquedas y miradas, sin que ello suponga en ningún momento indiferencia o desinterés generalizado, ni tampoco ateísmo militante como en otros momentos. Hoy, más que hace unas décadas, Dios vuelve a jugar entre los hombres y mujeres, entre los y las jóvenes... la pregunta por el sentido de la vida, en un mundo envuelto en oscuridades y tensiones de todo tipo, le da significación a los múltiples caminos espirituales, que recuperan y suman lo más valioso de distinta tradiciones, sin que necesariamente esos caminos pasen por las instituciones a las que de alguna manera han pertenecido. En el horizonte de esos caminos espirituales, la realidad que llamamos Dios hace presencia de diferentes formas y en diferentes rostros.
Respecto a los ejes de nuestra tradición occidental, reflexiona Dorothe Solle:
“La impotencia de Dios en el mundo es bien patente; la sustitución científica de la creación por una segunda creación, mejorada, es tan sólo un ejemplo que muestra lo desvalido que es el Varón anciano allá en el cielo. No podemos ya entender que Dios es todopoderoso y nosotros seres impotentes, para quienes la Biblia emplea algunas veces la imagen de gusanos. Este teología no corresponde ya a la tecnología de la ficción del átomo y de la ingeniería genética, y es intolerable moralmente. En la comprensión que tengamos del poder se decide la cuestión acerca de Dios. ¿Podremos representar el poder como unilateralmente masculino, como mandato, superioridad física, ordenamiento jerárquico, como violencia de lo que está más alto sobre lo que está más bajo? ¿Experimentaremos a Dios como autoridad coercitiva, o hay otras formas de vivenciar a Dios? [1].
La pregunta que me formulo entonces es: La experiencia de Dios, vivida por y en Jesús de Nazaret, qué nos dice hoy a las mujeres... ¿qué dice a los y las pobres del continente latinoamericano, sumidos en una cada vez mayor impotencia?... ¿Qué dice a los horrores y exclusiones de la dinámica impuesta por la globalización? ¿Qué dice igualmente, esa experiencia encarnada a quiénes en medio de los avatares de este siglo XXI buscamos la felicidad y la reconciliación con y entre nosotros mismos y nosotras mismas y con nuestro nicho ecológico? ¿Cómo vive Dios en nuestras enormes ciudades/sociedades informatizadas y de redes, cada vez más complejas y globalizadas? ¿Parto en mi indagación, de la certeza de que Jesús puede ofrecernos claves no sólo válidas, sino fundamentales, aunque no únicas, para buscar a Dios.
CONTEXTO RELIGIOSO EN EL QUE JESÚS VIVE SU FE.
Es claro que Jesús de Nazaret, es un judío, su formación y su experiencia religiosa, son antes que nada las de un judío. Esta realidad, que durante siglos parece haberse olvidado, está siendo resaltada y profundizada actualmente tanto desde el lado cristiano, como desde el judío. Los trabajos de investigadores como Geza Vermes y /o Marie Vidal[2] son una muestra de ello. Jesús recibe entonces las tradiciones del Primer Testamento y la experiencia de Dios que se le transmite en los distintos círculos en los que se mueve: la sinagoga, los fariseos, los grupos del desierto. Recibe igualmente la tradición familiar, sapiencial y femenina que le lega su madre.
Esta realidad nos remite entonces a una experiencia de Dios, múltiple y diversa, pero que se inscribe en marcos muy precisos, que podemos sintetizar con esfuerzo y precaución en algunas líneas o experiencias de las que nos habla insistentemente la tradición bíblica.
La realidad de Dios, vivenciada por Jesús, es una herencia de:
La vivencia de Abraham, en la que Dios es un horizonte abierto que convoca y que llama a un futuro nuevo e inmenso. La fe de Moisés en la cual, Dios es el liberador de la esclavitud, en un pasado originario que se revive siempre con nuevas exigencias y potencialidades de salvación. Pasado que se actualiza y se hace presente en la fe de María de Nazaret, que vivencia la acción liberadora en el hoy y en el mañana. En esta línea de unas perspectivas de liberación amplia, Jesús recibe igualmente la experiencia y palabra de un Isaías y otros profetas, orientada principalmente a un Dios que es esperanza y utopía, siempre renovada.
Igualmente el judío Jesús recibe la tradición de aquellas que experimentan a Dios como reto y como fuerza para actuar: Débora, Ester, Judit... las mujeres que son convocadas al compromiso con su pueblo como una respuesta al llamado de la divinidad en la que creen. Pero otras mujeres y otras tradiciones femeninas, le entregan la certeza de Dios presente en lo cotidiano, en las alegrías y angustias de la vida diaria en familia y amistad, Dios que nos acompaña en el discernimiento del vivir, sufrir y disfrutar, cada día: Rut, Nohemí y los grupos femeninos portadores de la sabiduría.
No podemos ignorar tampoco, que Jesús vive en un ambiente helenístico y grecorromano en el cual se agitan múltiples discursos y búsquedas: el Dios de los filósofos, el Dios de la verdad, la búsqueda de un Dios universal que trascienda a los pueblos y nacionalidades... por contraposición a la divinización del emperador. Ambiente en el que la divinidad se acerca igualmente a las vivencias del amor y del ágape, de un amor que empieza a comprenderse en perspectiva universal, como superación de barreras y particularidades excesivas.
Todo ello rodea la vida de Jesús, su comprensión de la Torah, su enseñanza. En medio de este ambiente, Jesús de Nazaret va gestando y profundizando su experiencia mística y religiosa. La imagen novedosa de Dios que nos anuncia... en síntesis su Buena Noticia, se genera en la profundización, el contraste y la contraposición con todas estas realidades y vivencias.
LA EXPERIENCIA DE DIOS EN EL GALILEO JESÚS DE NAZARET.
No son explícitos los textos al hablarnos de esta experiencia. Los evangelios, se limitan a insistir en el hecho continuado y repetido en la vida de Jesús, de que muchas noches, atardeceres y amaneceres se retiraba para orar. Generalmente nos hablan los evangelio de espacios y tiempos de oración en soledad, en retiro de la cotidianeidad y las relaciones, aún las más cercanas... hay otros momentos en los que se nos muestra una experiencia de Dios en compañía del pequeño grupo de amigos o de amigas. Aunque los relatos no se detienen mucho en comentar esta experiencia mística/religiosa de Jesús, es claro sin embargo, que toda experiencia de oración se refleja y trasluce en la vida y práctica diaria de quien la tiene. Por ello, podemos concluir que la actuación de Jesús de Nazaret, sus relaciones, ideas y sentimientos están enraizadas en la vida y presencia de Dios, con quién se encuentra en soledad e intimidad.
El encuentro y la identidad con su Dios, llevan a Jesús a prácticas muy claras:
Gozo porque la verdad se revela a los pequeños, compasión ante las multitudes hambrientas, compasión ante el dolor, la enfermedad, la muerte. Apertura a la amistad, al encuentro en sororidad y alegría (Betania). Acogida y apertura a la amistad con la mujer, algo no bien visto entre sus contemporáneos judíos. Capacidad de ruptura ante las prácticas legalistas y castradoras de su ambiente y contexto.
Cuando uno contempla tranquilamente las cenas de Jesús en Betania y su compartir con mujeres; la acogida a pecadores, publicanos y prostitutas; su incansable caminar de un lado a otro, anunciando su buena noticia... concluye fácilmente que la experiencia de Dios, le transmite una inmensa, una gran y novedosa libertad, libertad desconocida en su sinagoga y entre los maestros de la ley con los que se enfrenta. Libertad que se alimenta únicamente en un profunda vivencia mística, en un encuentro inédito con Dios, que lo habita, que lo llena, que lo plenifica: El Padre y yo somos uno.
En este sentido los evangelios nos muestran constantemente en Jesús, a un hombre que confronta la ley religiosa o civil/política, desde una vivencia de Dios -ABBA- que desea y proyecta una relación diferente a la vigente en el sistema, entre los hombres y mujeres que quieran ser sus hijos o hijas. Aunque el significado real de este término aplicado a Dios ha sido y continua siendo muy discutido, algo de la intuición sustentada por J. Jeremías[3] sigue iluminando las búsquedas: Jesús siente a Dios como ternura, como seguridad, como amor... experimenta en esa realidad la confianza del niño hacia sus padres. Igualmente se siente a sí mismo ante Dios, como un niño confiado, con los sentimientos renovadores y sanadores de una infancia segura y no carente.
Sin embargo la discusión en torno a este vocablo hay que enmarcarla más ampliamente en la discusión en torno al lenguaje sobre Dios. Creo que es importante tener en cuenta lo planteado por Esperanza Bautista:
“El ser humano se dirige al misterio mediante símbolos y dentro de un lenguaje simbólico y, al vivirse a sí mismo como en un diálogo amoroso con Dios, está manteniendo una actitud simbólica que es la que va a determinar su lenguaje religioso...
... En el desarrollo de la Iglesia primitiva se produjo un proceso de patriarcalización evidente, pero no se puede afirmar con rotundidad que la metáfora paterna aplicada a Dios fuese el origen de ese proceso de patriarcalización; quizás fuese esta la justificación, secreta y oculta en el subconsciente de los responsables de la iglesia naciente, para legitimar ese proceso que tan poca relación tiene con el mensaje de Jesús...”[4].
En cualquier caso la forma en que Jesús nombró a Dios, hay que mirarla en íntima relación con la forma en que lo transparentóen su vida y relaciones.
Hay que tener en cuenta sin embargo, que Jesús no concibió a Dios en una manera radicalmente fuera de lo pensable en su situación familiar, social y religiosa. Prefiguró y señaló muchas rupturas, sí... pero creo que cuando se lo representó, se lo representó como varón, lo que no se puede asimilar a patriarcal.
Reflexión teológica: ¿Qué sentido tiene la pasión y muerte de Jesús?
Justificar la muerte de un inocente, como la de Jesús y, más aún, decir que era voluntad divina, sería hacer del mal un modo humano de actuar justificable por parte de Dios y los hombres. De ahí que sea tan relevante comprender el hecho histórico y el sentido teológico de la muerte y pasión de Jesús, no como un simple relato que se escucha en Cuaresma, sino como un acontecimiento que revela una realidad trágica y que nos debe poner a pensar hasta dónde somos capaces de llegar si nos dejamos convertir en verdugos, seducidos por el poder y el dinero.
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El modo como asesinaron a Jesús, en una cruz, representa un gran escándalo para cualquier ser humano más allá de sus creencias. El madero era símbolo de la negatividad humana, el peor de los males deseados; también simbolizaba el rechazo divino, porque quien así moría era considerado un maldito de Dios (Dt 21,23).
¿Se podía, entonces, decir que el Padre bueno en quien Jesús creía había permitido una muerte así?
La muerte de Jesús no fue casual, ni fruto del azar o de la voluntad divina. Fue meditada, decidida y ejecutada por personas concretas (Jn 11,47.53), por hermanos de un mismo pueblo (Jn 7,1) que regían los destinos de una nación.
Fue justificada por representantes de instituciones religiosas y políticas oficiales (Jn 11,49-50) que veían en él a un peligro porque manifestaba una nueva forma de vivir —humanizadora—, cuya pretensión era reconciliar al pueblo disperso (Jn 11, 52) y proclamar una relación personal con Dios basada en un pacto inédito, sin la mediación sacerdotal ni la economía sacrificial del Templo (Jr 31,31-34).
Su vida hacía temer a quienes no querían perder el poder otorgado por los romanos, de cuyo estatus social y beneficio económico vivían (Jn 11,48-50).
Aunque la conflictividad fue creciendo de cara a las autoridades religiosas que lo entregaron (Jn 11,53), fue el poder político romano el que volteó la mirada ante un inocente y dictó la sentencia para que lo torturaran y asesinaran (Mt 27,24).
Las autoridades religiosas no tenían el derecho de ius gladii. Por eso armaron un expediente para justificar formalmente su muerte. Lo acusaron de ser un falso profeta (Dt 13,5). Así ganaban dos cosas: sumar a otros grupos religiosos que detestaban a Jesús, y darle una razón formal al poder imperial para que lo condenara y procesara como reo político (Mc 15,26). Todos podían seguir disfrutando sus cuotas de poder (Jn 11,50).
La muerte de Jesús, como la de cualquier inocente, nunca ha sido querida por Dios. Justificarla es sacralizar la acción del victimario y hacer que la desgracia que se inflige a otro sea aceptada como un sacrificiodivino, y es además negar las consecuencias de la responsabilidad de los sujetos concretos que torturan y asesinan, cuyas acciones los deshumanizan hasta el punto de convertirlos en verdugos y victimarios de otros.
Decir que Jesús murió por voluntad divina como víctima sacrificial es, pues, hacer de Dios un cómplice del mal ejecutado por los hombres (Sal 35), o un sádico que justifica el sufrimiento del inocente.
Jesús siempre tuvo la conciencia de que Dios estaba de su lado, acompañándolo en sus decisiones (Mc 12,6), pero actuaba con el realismo de quien sabe que su predicación del Reino y las duras críticas en contra del sistema religioso (Mt 23,1-36) y del político (Lc 13,31-32) le traerían como resultado su propia muerte (Lc 13,34).
Tengamos en cuenta, pues, que fue su vida vivida como entrega en el servicio y el amor al otro, la razón por la cual murió; y no olvidemos que el espíritu fraterno con el que vivió fungió como la razón por la cual lo mataron personas e instituciones concretas.
La humanidad de uno como Jesús es insoportable y se convierte en estorbo para las conciencias de aquellos que sólo viven del poder, el dinero y la muerte.
La clave para comprender el sentido de la pasión de Jesús no está en la muerte, como si esta tuviera un efecto salvífico en sí misma, sino en el modo filial y fraterno como él vivió su vida, y las consecuencias que esto le trajo (Neh 9,26).
La muerte de Jesús no tiene sentido, como no lo tienen la de tantas personas que mueren cada día a causa del hambre, la criminalidad, la violencia política que arrebata la vida. Sería inhumano justificarlas.
Lo que sí tiene sentido, y es salvífico —humanizador— es el modo en que Jesús asumió su muerte, y cómo se identificó a lo largo de su vida con los que sufren y así mueren, sin miedo alguno para denunciar que el Dios del Reino, a quien él le oró, no quería que esto ocurriese más en nuestro mundo, y rechazando a quien así actuase.
Jesús había vivido el amor en sus muchas formas: como perdón, liberación, sanación, reconciliación. Pero, especialmente, lo vivió de manera solidaria en su entrega a las víctimas, los rechazados por la sociedad y los enfermos (Mt 8,17). Y entendió que Dios solo actuaba con compasión y se oponía a los sacrificios (Mt 9,13; Sal 50).
Su vida es, pues, salvífica porque vivió para todos y por cada uno, entregándose cada día, más allá del agotamiento físico y mental, para que todos se uniesen en torno a la paternidad materna de ese Dios compasivo en quien siempre creyó.
Él “se ha entregado a sí mismo” (Gal 2,20), voluntariamente; no ha sido entregado por su Padre como una víctima expiatoria que sustituye lo que nosotros mismos debemos hacer. Además, tampoco cedió ante el poder de sus victimarios y verdugos.
Su muerte luego fue interpretada desde varios modelos. Uno fue el del siervo: sirviendo y dando su vida al necesitado, entregándose con actos de solidaridad fraterna que se fueron consumando día a día hasta su muerte.
Por otra, el mal no es una realidad absoluta que pueda triunfar, puede acabar con la vida mental o física de muchas personas y deshumanizar a las instituciones, pero quien se atreve a vivir humanamente, sin dejar deshumanizarse, puede frenar el mal al no reproducirlo ni retribuirlo.
En Jesús se revela esta esperanza, la de un modo de ser humano nuevo, uno que carga con el otro (Mt 8,17; 11,28-30) y atrae a todos (Jn 12,32), uno que nunca se descarga sobre el otro ni lo aleja de sí. Uno que mantiene la dignidad de su vida como hijo en el peso de la fraternidad.
Semana Santa: El miedo al Evangelio
Una de las cosas que quedan más claras, en los relatos de la pasión del Señor, que la Iglesia nos recuerda en estos días de Semana Santa, es el miedo que da el Evangelio. Sí, la vida de Jesús nos da miedo. Porque, a fin de cuentas, lo que no admite duda alguna es que aquella forma de vivir –si es que los evangelios son el verdadero recuerdo de lo que allí pasó– llevó a Jesús a terminar sus días teniendo que aceptar el destino más repugnante que una sociedad puede adjudicar: el destino de un delincuente ejecutado (G. Theissen).
La muerte de Jesús no fue un “sacrificio religioso”. Es más, se puede asegurar que la muerte de Jesús, tal como la relatan los evangelios, fue lo más opuesto que, en aquella cultura, se podía entender como un sacrificio sagrado. Todo sacrificio religioso, en aquel tiempo, debía cumplir dos condiciones: se tenía que realizar en el templo (en lo sagrado) y se tenía que hacer cumpliendo las normas de un ritual religioso. Ninguna de estas dos condiciones se dio en la muerte de Jesús.
Más aún, Jesús fue crucificado, no entre dos “ladrones”, sino entre dos “lestaí”, una palabra griega de la que sabemos que se utilizaba para designar, no sólo a los “bandidos” (Mc 11, 17 par; Jn 28, 40), sino además a los “rebeldes políticos” (Mc 15, 27 par), como advierte F. Josefo (H. W. Kuhn; X. Alegre). Por eso se comprende que, en su hora final y decisiva, Jesús se vio traicionado y abandonado por todos: el pueblo, los discípulos, los apóstoles. Aquello, de religioso, tuvo los sentimientos del propio Jesús. Y sabemos que su sentimiento más fuerte fue la conciencia de verse abandonado incluso por Dios (Mt 27, 46; Mc 15, 34). La vida de Jesús aconteció de forma que acabó así: solo, desamparado, abandonado.
¿Qué nos viene a decir todo esto? La Semana Santa nos viene a decir, en los textos bíblicos que leemos estos días, que Jesús vino a poner en cuestión la realidad en que vivimos. La realidad violenta, cruel, en la que se impone “la ley del más fuerte” frente a “la ley de todos los débiles”.
Sabemos que Pablo de Tarso interpretó el relato mítico del pecado de Adán como origen y explicación de la muerte de Jesús, para redimirnos de nuestros pecados (Rom 5, 12-14; 2 Cor 12-14). Es la interpretación de la que echan mano los predicadores, que centran nuestra atención en la salvación del cielo. Eso es bueno. Pero tiene el peligro de desviar esa atención nuestra de la trágica realidad que estamos viviendo. La realidad de la violencia que sufren los “nadies”, la corrupción de los que mandan y, sobre todo, el silencio de quienes saben estas cosas y se las callan para no perder su poder, sus dignidades y sus privilegios.
La belleza, el fervor, la devoción de nuestras liturgias sagradas y de nuestras cofradías nos recuerda la pasión del Señor. Pero, ¿nos pone en cuestión la durísima realidad que están viviendo tantos millones de seres humanos? ¿Nos recuerda la vida que llevó a Jesús a su fracaso final? ¿O nos distrae con devociones, estéticas y tradiciones que utilizan la “memoria passionis”, el “recuerdo peligroso” de Jesús, para pasarlo bien con buena conciencia?
DOMINGO DE RAMOS
Domingo de Ramos. Una mañana soleada; hacia mediodía, resuenan las campanas, los papás llevan deprisa a los niños hacia el templo; todos vestiditos de fiesta, todos agitando palmas o ramitas de olivo, todos sonrientes y felices, dispuestos a aclamar "Hosanna", "Hosanna al Hijo de David". Y la procesión, quizá con la imagen de Jesús sonriente, montado en un burrito precioso, y el desfile de los clérigos ataviados de vestiduras doradas, arropado todo por humaredas de incienso.
Aunque parezca raro, esto se parece un poco a lo que nos pasaba en Navidad. La señal que dieron los ángeles es que había que creer en un niño pobre, nacido en penosas circunstancias, lejos del templo, del poder y de la sabiduría de los doctores. Pero a nosotros no nos gusta eso, y lo cambiamos por la ternura del bebé/dios, las cancioncillas populares, las comilonas familiares y los regalos a los niños. Las despensas llenas, nuestras mesas repletas y la Misa de Gallo vacía.
Todo el mundo sonríe, sólo Dios llora.
Y ahora está pasando lo mismo: los discípulos entusiasmados, cortando ramas de olivo para aclamar al Mesías/Rey, alfombrando el suelo con sus modestos mantos de campesinos o pescadores, aclamando, cantando, bailando, porque el Mesías/Rey viene a tomar posesión de su Ciudad, de su Templo.
Pero nos cuenta Lucas que Jesús entró en Jerusalén llorando, llorando por la ciudad, porque él sabía muy bien lo que iba a pasar: que Jerusalén le iba a dar con la puerta en las narices, que en cinco días acabarían crucificándole, que iban a desaprovechar su última oportunidad.
Me produce un profundo desasosiego ese desfile de rey de burlas que montan los discípulos, ver a Jesús malmontado en un miserable burro, llorando mientras todos cantan un triunfo que no le va.
Me entusiasma lo que pasa después, que lo suben al Templo entre cantos triunfales, ¡bendito el Rey que viene!, penetran en los atrios repletos de animales para los sacrificios y de cambistas para las limosnas, entusiasmados y triunfantes... Y Jesús se baja del burro, coge una soga, hace con ella un látigo y empieza a liarse a golpes a diestra y siniestra... y se monta una estampida de corderos y de vacas, y el suelo se llena de monedas que brincan por los escalones de mármol...
¿Dónde estaban entonces los discípulos, sin saber qué hacer con las ramitas de olivo en las manos, con el ¡hosanna! a medio gritar en la boca ...
¿Fue allí cuando Judas se desilusionó del todo de aquel mesías que lo hacia todo al revés? ¿Entendieron algo los otros Once? Parece que no, porque, si hemos de creer a Lucas, no mucho después, cuando Jesús resucitado llevaba ya cuarenta días instruyéndoles y los sacó, para despedirse, hacia el monte de los olivos, le preguntaron: "Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer la soberanía de Israel?" Y – perdónenme esta invención irrespetuosa - Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, con estos no hay quien pueda; a ver si mandas tu Viento Poderoso y los convences. Yo me voy".
Y se fue, incomprendido por sus más íntimos, que seguían esperando y deseando un Mesías, Rey Poderoso, Triunfante de sus enemigos, exaltador de Israel, mantenedor de lo de siempre, un Mesías a su medida, un dios a su medida.
¡Pobre Jesús, llorando montado en el cómico y paciente burro, incomprendido y solo en la algarabía de Jerusalén! ¡Brillante Jesús acometiendo, también solo, contra las manadas de traficantes y contra sus promotores los sacerdotes, que no se lo perdonarán y acabarán matándole!
¡Que mal encaja, en este Domingo de Ramos, la lectura de la Pasión tras la fiesta infantil de las palmeritas y los hosannas! Parecen dos fiestas que por error se hayan quedado juntas.
Algunos dicen que nuestras aclamaciones están muy bien, que sabemos de sobra que aclamamos al crucificado, que precisamente por ser el crucificado le aclamamos. La verdad es que me gustaría muchísimo que fuera así, que tuvieran razón. Pero me temo que sigamos creyendo en el mismo Mesías en que creían y a quien aclamaban los discípulos.
Me temo que nos siga disonando el Jesús airado y violento de la expulsión de los mercaderes, me temo que nuestros crucifijos no sean motivo de fe sino adorno inexplicable, dorado con la teoría del sacrificio sangriento querido por el llamado Padre, que no lo parece al exigir sangre, ¡y de su hijo!, para perdonarnos. Me lo temo, casi diría que estoy convencido de que así es y de que no nos encaja la lectura de la Pasión en ese día de fiesta tan bonita.
Domingo de Ramos, Navidad en tono trágico, equivocar la señal, quedarnos con lo de siempre, no aprender de Jesús, sino leerlo desde nuestros viejos pellejos, repletos de vino viejo, pasarnos la vida remendando el odre viejo, no sea que, mirando a Jesús tal cual es, se nos rompa y se desparramen por el suelo todas nuestras mitologías, todas nuestras conveniencias, todas nuestras seguridades.
Hermosa imagen, preocupante imagen, la de Jesús, llorando encima de un burro mientras todos celebran entusiasmados la fiesta del viejo Mesías triunfador.
Mover montañas. Mantener la fe.
Debemos huir de aquella concepción que atribuye a la oración insistente un efecto todopoderoso. Si fuera verdad que la oración insistente consigue siempre lo que pide, seríamos nosotros, nuestras conveniencias y deseos, lo que regiría el mundo.
Afortunadamente, no es así; no manejamos a la Providencia. Nuestra oración de petición termina siempre, como la de Jesús: "Pero no se haga mi voluntad sino la tuya".
Jesús no está hablando de forzar la voluntad de Dios, ni mucho menos de encontrar conjuros eficaces para lograr nuestros deseos. Está hablando de dirigirse a Dios con plena confianza, de nuestra necesidad, derecho, deber, de exponer a Dios, como hijos al padre, todos nuestros deseos.
Nuestra fe no consiste en que a los creyentes les sale todo bien porque Dios está con ellos para evitarles los males de la vida. Nuestra fe consiste en que Dios está con nosotros para saber vivir, aun en medio del mal. No manejamos la providencia, ni entendemos el gobierno del mundo. Pero tenemos Palabra más que suficiente para vivir en este mundo (que a nuestros ojos parece tan "mal gobernado"). Y éste es nuestro primer acto de fe. Creer en Dios a pesar del mal del mundo.
Y sin embargo, aunque parezca paradójico, la fuerza de la fe se manifiesta incluso a niveles pre-religiosos, como poder inexplicable que mueve montañas, incluso las montañas de la enfermedad y, más aún, las montañas del desengaño de la vida, de la oscuridad y sin razón de la historia personal y de la gran Historia.
Pero sin duda la mayor y más pesada de todas las montañas es el pecado, la condición pecadora del ser humano, que le arrastra constantemente a la destrucción de su propia vida y de las vidas de los otros, convirtiendo la historia personal y la Historia global en un sin-sentido de maldad, de opresión, de acumular, poseer, imponerse, ...a todo lo cual se suele llamar "triunfar", cuando en realidad es degenerar y producir la desgracia propia y ajena. Es una terrible montaña. Ante la realidad implacable de la in-humanidad del mundo, la gente de buena voluntad se siente empequeñecida e impotente como ante una inamovible cordillera.
Éste es el desafío último: ¿qué es más fuerte, el bien o el mal? ¿Qué es más eficaz, el evangelio o la ley del más fuerte? ¿Quién tiene razón como guía de la vida humana, el sentido mercantil, la venganza, el yo por encima de todo... o las bienaventuranzas? Es aquí donde necesitamos toda la fe.
Nuestra adhesión a Jesús, irrisión para los sabios y locura incluso para mucha gente que se dice religiosa, parece una contradicción insensata de todos los criterios que generalmente dominan el mundo, una inversión de todos los valores habituales que rigen las actuaciones.
Poner la otra mejilla, amar a los enemigos, preferir dar a recibir, temer la riqueza, preferir servir a ser servido... ¿cómo vamos a andar así por el mundo? ¿qué fuerza tiene todo eso frente a la omnipotencia de la ganancia sin freno, del dominio del más poderoso, de la eliminación del adversario, de la acumulación de armamentos y su consiguiente enorme negocio... ? ¿De verdad se puede creer en la fuerza de "el Espíritu" ante el poder demostrado y avasallador de "la carne"?
Y ésta es, precisamente ésta, la oferta de Jesús, el Salvador.
Ante todo, la fe en que son esos valores que parecen indefensos los que han de salvar lo humano, los que tienen futuro. Lo que, por otra parte, casi no es motivo de fe, porque está a la vista: está a la vista que los valores de la fuerza, del dinero, de la mentira, de la violencia, de la venganza, llevan a la destrucción, están llevado a la destrucción, han producido destrucción, muerte, dolor y deshumanización. Y está a la vista que los valores de la honradez, la sencillez, la solidaridad, el respeto... producen armonía, crecimiento, humanidad. Casi no hace falta fe.
Es evidente también que esos valores de Jesús son absurdos para el poderoso, sea individuo, colectividad, empresa o nación. Son patrimonio de gente sencilla, que ha conservado el corazón libre de todos esos demonios, que son sensibles a la compasión, que practican casi naturalmente el "no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti", que han conservado el placer de compartir aunque no tengan casi nada. Esos que provocaron la exclamación de Jesús cuando "lleno del Espíritu" exclamó:
"Te doy gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado todo eso a los ricos y poderosos y se lo has revelado a la gente sencilla".
Y éste es uno de los sentidos menos entendidos y más profundos de las "parábolas vegetales" de Jesús. El sembrador, el grano que crece de noche, la semilla de mostaza, la levadura... El Reino de Dios es tan imparable como la vida misma. La vida vegetal, que parece frágil ante lo mineral, duro y estéril, es, en realidad, poderosa. Un poco de agua y el desierto se convierte en jardín.
FE EN NUESTRA FE
No pocas veces los creyentes somos pusilánimes, no nos creemos verdaderamente que nuestra fe, nuestro modo de vivir, sean capaces de cambiar el mundo. Y es hoy el día de hacer un acto de fe. El reino de Dios viene, está aquí, es capaz de cambiar los corazones y la sociedad, lo estamos construyendo, es nuestra misión por la que vivimos.
LA MONTAÑA DE MI CONVERSIÓN
Pero la montaña más cercana que hay que mover es nuestro propio corazón. Abrirlo enteramente a La Palabra, dejarse cambiar por Dios, es nuestra primera tarea. También eso es motivo de nuestra fe: creer que es posible, no resignarse nunca a la mediocridad, aspirar continuamente a ser más hijos.
Las dos cosas piden nuestra fe, nuestra confianza en que no es simplemente nuestra obra, sino la obra de Dios. La pregunta última es: ¿Creemos en el Espíritu?
UN RECICLAJE URGENTE
Tenemos una teología,
un catecismo, una creencia,
que necesita ser urgentemente reciclada.
Vd. como yo (yo hasta hace poco) tenemos una teología, un catecismo, una creencia, una visión cristiana que necesita ser urgentemente reciclada. Como si el fabricante de su coche le avisara que lo lleve al taller porque salió de fábrica con un defecto de diseño que trasciende a todo el motor. No le voy a cobrar nada por la reparación, pero si sigue leyendo, el susto no se lo va a quitar nadie.
Ese esquema de pensamiento; esa teología convertida en catecismo, ha producido estragos hasta infiltrarnos el paganismo. Ha sembrado de sal amarga nuestras vidas y destrozado la imagen de Dios.
¿Cómo es posible que digamos esto ahora? ¿Ha venido un Ángel a cambiarlo todo? ¿Hay por ahí un nuevo Mahoma que pretende reinterpretar la Biblia?
No, mire. Esto que decimos no es producto de una nueva revelación. Ni ha venido ningún ángel, (la existencia de los angelitos es muy discutible). Ni por supuesto se ha producido la reencarnación de ningún Mahoma (con uno ya tuvo bastante el mundo)
Todo esto es lisa y llanamente la consecuencia de una realidad muy antigua, muy admitida, muy bíblica. Sencillamente: a Dios lo vamos conociendo muy poco a poco. Así como la creación se va haciendo poco a poco. El ser humano va madurando poco a poco. El conocimiento de Dios lo vamos adquiriendo poco a poco. El conocimiento del universo en el que vivimos también lo vamos adquiriendo poco a poco. La Verdad y las verdades se van abriendo camino, poco a poco. De ahí que la esperanza se constituya hoy en la virtud fundamental del creyente.
Antesdeayer creíamos que la tierra era plana. Ayer creíamos que el sol daba vueltas alrededor de la tierra. Tuvimos que cambiar nuestros esquemas y buscarnos nuevos planos de situación. Hoy al analizar el átomo con sus protones y electrones nos dicen que el noventa ciento de lo que llamamos materia está vacío.
Todo progreso en el conocimiento sobre lo humano incide de forma directa en nuestro conocimiento sobre Dios. Porque Dios no es un pegote externo al Universo. Todo el enorme progreso en la ciencia y en el conocimiento de la creación tiene, necesariamente, que influir y desarrollar nuestro conocimiento de Dios.
Es urgente cambiar el modo de pensar. El cambio es señal de crecimiento y comprensión de lo que somos y de lo que nos rodea. Y todo colabora en el conocimiento de Dios, fuente de vida.
DIOS NO HACE AL HOMBRE
Ha de hacerse humano entre los humanos.
No queráis hacerlo cristiano antes de que sea humano
El ser humano no nace terminado de las manos de Dios, ni sale terminado del vientre de su madre. No nace hecho. Tiene que hacerse. Nace im-perfecto. Un bebé es una incógnita, un proyecto. O mejor, una aventura peligrosa, pero bellísima. Sólo al Dios Amor se le ha podido ocurrir semejante disparate: poner en circulación una criatura inteligente y libre, cuyo final dependerá también de ella misma.
De ahí que, enseguida, cuando caiga en la cuenta de que no está terminado, sentirá pánico. Nadie sabe cuál será el final de su historia. Ni él mismo. Ese niño crecerá al elegir. Llegará a ser individuo cuando ejercite la inquietante riqueza de su libertad. Ese niño trae consigo una maravillosa posibilidad: ser humano en plenitud. Y hasta podrá parecerse a Dios Padre.
También podrá romperse, o quedarse a medio camino. Perder las coordenadas de su grandeza y de su pequeñez. Creerse lo que no es. No aceptar lo que es. Sumarse a la masa de ególatras que nunca encontraron su razonable plenitud humana, por el único camino posible: la fraternidad.
Ese niño, recién nacido, al que besa su madre, guarda la posibilidad de acabar como un hermano de los hombres o como un animal carroñero y solitario. Podrá llegar a ser una persona: pobre, rico, listo, simple, pero humano. O quedarse en el camino como espiga tronchada.
Bien merece que la comunidad le respete, lo cuide y le ayude. Ese pequeño necesitará toda la ayuda de la sociedad, todo el aliento. Lo que nunca necesitará será el sermón moralizante y amenazador, la cantinela barata que acreciente su miedo y su grieta de insatisfacción. Sentimientos de miedo y “culpa” que podrían convertirse en el mejor sistema para hundirlo.
Cuando ese niño comience a ser adulto, tendrá que decidir si aceptar a Dios o rechazar a Dios. Tendrá que incorporarse a los demás, o idolatrarse a sí mismo.
Ese es el bautismo. Y su decisión tendrá que ser pública, en sociedad, como hombre integrante de la comunidad humana. Una comunidad en la que intervendrá para aumentar la amargura, o sembrar estrellas y sueños.
El niño, como todo lo que es vida, viene de la Fuente de la Vida. Pero Dios no lo hace humano. Ha de hacerse humano entre los humanos. No queráis hacerlo cristiano antes de que sea humano.
Luis Alemán Mur
Qué es la Teología
Entrevista con Jacques Haers sobre reconciliación
EL ENIGMA DE JESUS
Jesús no se ha detenido mucho en hablarnos de sí mismo. Más bien, nos ha hablado con hechos, actuando
de una manera tan sorprendente, enigmática y original, que la comunidad
cristiana posterior se verá obligada, a la luz de la resurrección, a utilizar
diversos títulos que expresen lo mejor posible el misterio encerrado en Jesús. Ciertamente, Jesús no se ha designado nunca con ciertos
títulos que más tarde le atribuirán con razón las comunidades creyentes (Señor
Salvador, Hijo de Dios, Palabra de Dios, Imagen del Padre, Dios…). Tampoco es fácil saber si Jesús se ha
definido a sí mismo con el título de Hijo del Hombre, aunque muchos piensen
así, apoyados en buenas razones.
Más interesante es ver la actitud de Jesús ante el título de
Mesías (Cristo). Bastantes de sus
contemporáneos han creído ver en Jesús el Mesías esperado en Israel, es decir,
el Enviado por Yavé para establecer el reino davídico, liberando al pueblo
judío de la dominación romana. Sin
embargo, Jesús no se designa a sí mismo con el nombre de Mesías y adopta una
postura de reserva cuando otros lo consideran como tal. No niega nunca ser el Mesías pero tampoco
acepta este título indiscriminadamente (Mc 8, 29-33). Indudablemente, este título es ambiguo y
ambivalente. Jesús no rechaza para sí
abiertamente este título que encerraba tantas esperanzas de liberación para el
pueblo. Pero, tampoco lo acepta sin más,
ya que para muchos evocaba la figura de un liberador político-militar que Jesús
no intenta ser. Más tarde, la comunidad
cristiana, sin peligro ya de caer en malentendidos o falsas interpretaciones lo
llamará así, y precisamente este nombre de Cristo se convertirá en el más
importante para recoger la fe de los creyentes que ven en Jesús el verdadero
liberador del hombre, el único que puede responder a las esperanzas y
aspiraciones de la humanidad.
El testimonio de Jesús sobre sí mismo no debemos pues
buscarlo tanto en los nombres que haya podido usar para definirse a sí mismo,
sino en la actitud sorprendente y enigmática que ha adoptado durante su vida.
a. La autoridad de Jesús frente a la Ley
Jesús se presenta como el único que puede interpretar
legítimamente la Ley de Moisés. Pero
además, tiene la audacia de ponerse frente a esa Ley que, para el pueblo judío,
recoge de manera suprema la voluntad de Dios.
Con una autoridad y libertad sin precedentes, Jesús contrapone a la Ley
antigua su nuevo mensaje que contiene, según él, la verdadera voluntad de
Dios. (“Se dijo a los antepasados… pero
yo os digo” en Mt 5, 21-48).
Jesús no invita a sus contemporáneos a que obedezcan a la
Ley de Moisés, sino les pide que escuchen sus palabras (Mt 7, 24-27).
Esta actitud de Jesús es nueva, sorprendente, sin
paralelismos en la tradición judía. Al
atribuirse una autoridad que rivaliza y desafía a la de Moisés, Jesús se está
colocando por encima de Moisés y está pretendiendo conocer, con certeza suprema
e inmediata la voluntad verdadera del mismo Dios (Mt 11, 27). ¿Quién pretende ser Jesús? ¿Cómo puede estar
seguro de conocer la verdadera voluntad de Dios? ¿De dónde le viene esta
autoridad y libertad para adoptar esta actitud inaudita?
b. La concesión del perdón a los pecadores
Uno de los datos mejor atestiguados sobre Jesús de Nazaret
es que ha compartido la misma mesa con pecadores a los que nunca un judío
piadoso se hubiera acercado (Mc 2, 15; Lc 15,2). Esta actitud de Jesús no es solamente un
desafío a las normas de convivencia y prejuicios de los grupos “selectos” de
Israel. No es solo un gesto de
solidaridad de Jesús hacia los más despreciados de su sociedad, ofreciéndoles
su confianza y amistad. Es algo más
profundo. Según la mentalidad judía de
la época, compartir el mismo pan y participar juntos en la bendición inicial de
Yavé significa sentirse solidarios delante de Dios. Así, Jesús se atreve a unirse a los pecadores
delante de Dios y celebrar anticipadamente la fiesta final porque está
convencido de que los publicanos y las prostitutas llegan antes al Reino de
Dios (Mt 21, 31).
Además, Jesús ofrece el perdón de Dios a estos hombres y mujeres
que, según la teología oficial de la época, deberían huir de El (Mc 2m 1-12; Lc
7, 36-50). Y lo hace de manera gratuita,
sin exigirles una penitencia previa, con lo cual adopta una actitud sin
precedentes en la historia judía. El
mismo Bautista acoge a los pecadores pero para hacer penitencia. Jesús los acoge para concederles el perdón de
Dios.
Y cuando es criticado por la sociedad judía, Jesús justifica
su actuación apelando a la conducta misma de Dios: Dios es amor y perdón. Si él acoge a los pecadores y los perdona es
porque al obrar así no hace sino actualizar el perdón de Dios a todo hombre
perdido (Lc 15).
Con esta actitud, Jesús no solo se pone en contra de la Ley
judía, sino que pasa a ocupar un lugar que, según la convicción y la fe judía,
solo puede tener Dios. ¿Cómo puede estar
seguro Jesús de que Dios actúa así con los pecadores? ¿Con qué derecho
identifica su actuación con la de Dios? ¿Cómo puede pretender enseñar a los
hombres a través de su actuación cómo es Dios en realidad?
c. El comienzo de la liberación del hombre
De todos los judíos conocidos en la antigüedad, Jesús es el
único que se atreve a afirmar que el tiempo de salvación ya ha llegado. De manera modesta, oculta, casi
insignificante, pero con verdadera fuerza, el Reinado de Dios en la vida del
hombre se está abriendo camino ya ahora (Mc 4, 30-32; Mt 13, 31-33).
Más concretamente,
Jesús vive convencido de que con su actuación y su mensaje, él mismo
está ya haciendo realidad la acción salvadora de Dios en medio de los
hombres. Los que conviven con él están siendo
testigos de algo único (Lc 10, 23-24; 14, 31-32).
Jesús cree en la victoria salvadora de Dios no solo como una
realidad futura final, sino como algo que comienza con él, con sus gestos, con
su mensaje. Con él se ha asegurado ya la
liberación del hombre pues Dios está actuando ya en medio de la vida (Lc 11,
20; Mt 12, 28).
Esto significa que
Jesús se considera un factor decisivo para la salvación del hombre. La suerte final de los hombres depende de la
postura que adopten ante él (Lc 12, 8).
Pero, ¿por qué? ¿Cómo puede Jesús
decir: “Quien quiera salvar su vida, la perderá. Pero, quien pierda su vida por mí y por esta
Buena Noticia, la salvará”? (Mc 8, 35). ¿Cómo puede asegurar Jesús que Dios ha
comenzado de manera decisiva a liberar al hombre precisamente con él, a partir
de él?
d. La invocación a Dios como Padre
Jesús, al dirigirse a Dios en su oración, emplea una
expresión sorprendente e inusitada. La
sociedad que conoció Jesús veneraba tanto la grandeza y majestad de Dios que se
evitaba pronunciar el nombre santo de Yavé.
En la conversación ordinaria se acudía a otras expresiones o giros (v.
g. el Altísimo; el Santo, alabado sea; la Gloria; el Señor de los cielos,
etc.). En la lectura litúrgica de las
Escrituras era sustituido por el término solemne de “Adonay” (nuestro
Señor). Solo, una vez al año lo
pronunciaba el Sumo Sacerdote, y lo hacía en medio de música y cantos
litúrgicos que impedían se escuchara su voz.
En este ambiente, resulta todavía más sorprendente la
actitud de Jesús que se dirige siempre a Dios llamándole “Abba” (Mc 14,
36). Este término no significa
sencillamente “Padre”. Era una expresión
infantil empleada generalmente por los niños para dirigirse a sus padres
(papito). Jesús se dirige a Yavé con la
misma confianza y familiaridad con que un niño judío se dirigía a su
padre. Ningún judío se habría atrevido a
llamar así a Yavé.
Esta actuación de Jesús causó tal impresión que los primeros
cristianos no han querido traducir esta palabra al griego; la han conservado en
su original arameo, tal como la pronunciaba Jesús: “Abba” (Rom 8, 15).
En su relación con Dios, Jesús manifiesta no solo una
confianza desconocida, sino, incluso, la conciencia de vivir en una relación
única con El, distinta de la que puedan tener otros hombres (Mt 11, 27). ¿Por qué? ¿Dónde se apoya esta confianza
absoluta en Dios? ¿Por qué se atreve a invocar a Dios con conciencia especial
de hijo? ¿Cómo puede pretender una relación única con Dios distinta y superior
a la de los demás hombres?
Pueblo Reunido en Comunidad
La Iglesia es un pueblo reunido en comunidad, es la comunidad por la que Jesús murió (Juan 11,52). Pero la Iglesia es una comunidad peculiar, diferente de otras comunidades nacionales, culturales, políticas, sociales o religiosas.
La Iglesia es un pueblo congregado por la Palabra de Dios. La fe en la Palabra es la que nos convoca en la Iglesia. (Romanos 10, 14-17)
Por el bautismo entramos a formar parte de esta comunidad. El bautismo es la puerta de la Iglesia. (Juan 3, 5 Hechos 2, 38-41)
Esta comunidad se reúne para celebrar la Eucaristía, es decir para participar del Cuerpo y Sangre de Cristo. (1 Corintios 11, 17-34).
La Iglesia por el bautismo y la Eucaristía constituye el Cuerpo de Cristo.
“Y el pan que partimos ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo? Uno es el pan y por eso formamos todos un solo cuerpo, porque participamos todos del mismo pan” (1Cor 10, 17).
En la Iglesia existe igualdad entre todos sus miembros, que nacen de la misma fe y del mismo bautismo. Gálatas 3, 26-29.
Pero en la Iglesia hay diversas funciones, ya que el Espíritu Santo reparte sus dones para el bien de todo el Pueblo de Dios.
“Sean un cuerpo y un espíritu, pues al ser llamados por Dios, les dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo. Uno es el Dios, Padre de todos, que está por encima de todos y que actúa por todo y en todos. Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propia parte en la gracia divina, según como Cristo se la dio” (Efesios 4, 3-7).
Por esto en la Iglesia hay laicos casados, catequistas, profetas, religiosos, maestros, pastores…
Los pastores son los encargados de animar la fe de las comunidades con la palabra y el ejemplo, procuran mantener su unidad y su fidelidad al evangelio. Son servidores del Pueblo de Dios (Marcos 10, 42-45). Estos pastores son los obispos, colaborados por los sacerdotes.
El conjunto de comunidades forma una parroquia, presidida por el párroco. El conjunto de parroquias forma una diócesis, presidida por el obispo. Los obispos de un país forman la Conferencia Episcopal. Todos los obispos y las Conferencias Episcopales se unen bajo el obispo de Roma, el Papa, sucesor de Pedro, piedra de toda la Iglesia (Mateo 16,18), a quién el Señor confió el cuidado de toda la grey (Juan 21, 15-18).
Pero la cabeza de toda esta comunidad es Cristo. (Efesios 1, 22-23).
La comunidad eclesial, siguiendo los ejemplos y enseñanzas de Jesús, se preocupa especialmente de los miembros más débiles del Cuerpo de Cristo: los pobres, pequeños, sencillos, atribulados, marginados. La iglesia debe ser la Iglesia de los pobres:
“Cristo fue enviado por el Padre para evangelizar a los pobres y sanar a los contritos de corazón, para buscar y salvar lo que había perecido; de manera semejante la Iglesia abraza con amor a todos lo afligidos por la debilidad humana, más aún reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y se esfuerza por aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo” (Constitución dogmática de la Iglesia, Vaticano II, n8).
Finalmente la Iglesia es un pueblo que vive la comunión: con el Padre (1 Juan 1,5) con Cristo (1 Corintios 10,16) y con los hermanos, llegando hasta compartir sus bienes con los más necesitados (Hechos 2,42). Así la Iglesia refleja ante el mundo el misterio profundo de Dios y su Plan de formar una familia humana (Juan 17,21).
Preguntas:
¿Qué característica de las indicadas te llama más la atención y te resulta más nueva?
¿Cuál de estas características te parece más importante para tu comunidad eclesial?.
Lecturas bíblicas:
La Iglesia como Cuerpo de Cristo. (1 Corintios 12, 12-31).
La comparación de la viña, (Juan 15).
Los diferentes dones del Espíritu en la Iglesia, (Romanos 12, 4-8).
Consejos a los pastores, (1 Pedro 5,1-4).
La unión de todos los cristianos, (Filipenses 2, 1-11).
La vida nueva del bautizado, (Colosenses 3).
“Jesús es el Pan vivo.
El universo es nuestra mesa, hermanos
Las masas tienen hambre.
y este Pan es su Carne
destrozada en la lucha
vencedora en la muerte.
Somos familia en la fracción del pan.
Sólo al partir el pan
podrán reconocerlos.
Seamos pan, hermanos.
Danos, oh Padre, el pan de cada día.
el arroz o el maíz o la tortilla,
el pan del Tercer Mundo”
(Obispo Pedro Casaldáliga). xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
UNA FE NUEVA
EN DIOS, PADRE DE JESUCRISTOA partir de
la resurrección de Jesús, los creyentes podemos creer en Dios con una luz
nueva.
Dios, fiel a
sus promesas
Si Dios ha
resucitado a Jesús, quiere decir que Dios es fiel a sus promesas. Dios es incapaz de abandonar en la muerte al
que le invoca con fe, como Padre. Si
Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que Dios no abandonará a los hombres,
no defraudará nunca la esperanza que los hombres pongan en El, no permitirá
jamás el fracaso final de aquellos que le invoquen como Padre. En Cristo resucitado, Dios se nos descubre
como un Padre fiel a sus promesas de salvar al hombre, un Padre dispuesto a
salvar al hombre por encima de la muerte.
Dios,
vencedor de la muerte
En Cristo
resucitado descubrimos que Dios es capaz de resucitar lo muerto. Dios no es solamente el Creador. Dios es un Padre, lleno de amor y de vida,
capaz de superar el poder destructor de la muerte y dar vida a lo que ha
quedado muerto (Ef 1, 18-20).
Se entiende
la fe de los primeros creyentes que mantienen su esperanza en medio de esta
vida en que todo camina, de alguna manera, hacia la muerte. “No pongamos nuestra confianza en nosotros
mismos sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Cor 1, 9).
Dios, futuro
del hombre
Si Dios ha
resucitado a Jesús, quiere decir que Dios no es un Dios de muertos sino de
vivos. Dios no quiere la muerte sino la
vida de los hombres. Al resucitar a
Jesús, Dios se nos descubre como Alguien que no permitirá que una vida humana
vivida en el amor termine en el fracaso de la muerte. Dios es el futuro que le espera al hombre que
sabe amar.
Los primeros
cristianos han vivido convencidos de que Dios no permitirá jamás que un hombre
que ha vivido como Jesús, desde el amor y para el amor, entregado al Padre y a
los hermanos, termine su vida en la muerte.
Así escribe uno de ellos: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la
muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3,14)
Dios
protesta contra el mal
Al resucitar
a Jesús, Dios se nos descubre como Alguien que no está de acuerdo con nuestra
existencia actual, llena de sufrimientos y dolor, y destinada fatalmente a una
muerte que rompe todos nuestros logros y proyectos.
Todavía
más. En Cristo resucitado. Dios se nos descubre como Alguien que no está
conforme con un mundo injusto en el que los hombres somos capaces de crucificar
al mejor hombre que ha pisado nuestra tierra.
Al resucitar a Jesús, Dios nos descubre su reacción y su protesta final
ante un mundo de injusticia y de violación de la dignidad humana. Así predicarán los primeros creyentes:
“Ustedes lo mataron… pero Dios lo resucitó” (Hch 2, 23-24).
UNA FE NUEVA
EN JESUS, RESUCITADO POR EL PADRE
A partir de
la resurrección, los creyentes vivimos con una fe nueva nuestro seguimiento a
Jesús.
Jesús,
nuestro Salvador
En la
resurrección descubrimos los cristianos que Jesús es nuestro único
Salvador. El único que nos puede llevar
a la liberación y a la vida. “No hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos” (Hch 4, 12).
El mensaje
de Jesús tiene un valor muy distinto al que puedan tener los mensajes de otros
profetas. La actuación salvadora de
Jesús tiene un valor muy distinto al que pueden tener las de otros liberadores. Dios no ha resucitado a cualquier profeta o
a cualquier liberador. Dios ha
resucitado a Jesús de Nazaret.
En la
resurrección de Cristo hemos descubierto que nuestra vida tiene salida. Hay un mensaje, hay un estilo de vivir, hay
una manera de morir, hay Alguien que nos puede llevar hasta la vida eterna: Jesucristo.
“A éste le ha exaltado Dios con su derecha como jefe y Salvador” (Hch 5, 31).
Jesús, Hijo
de Dios vivo
La
resurrección nos ha descubierto que la muerte de Jesús no ha sido una muerte
cualquiera. Su muerte ha sido el paso a
la vida de Dios. La resurrección nos ha descubierto que Jesús no era un hombre
cualquiera. Dios, realmente es su
Padre. Un Padre del que Jesús recibe
toda su vida. Por eso, Jesús no ha quedado
abandonado en la muerte.
A partir de
la resurrección, los cristianos creemos en Jesús, el Hijo de Dios vivo, lleno
de fuerza y creatividad, que vive ahora junto al Padre, intercediendo por los
hombres e impulsando la vida hacia su último destino (Heb 7, 25; Rom 8, 34).
Jesús, vivo
en su comunidad
Si Jesús ha
resucitado no es para vivir lejos de los hombres. El Resucitado está presente en medio de los
suyos. “Sepan que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt 28, 20).
Los
cristianos creemos que Cristo vive en medio de nosotros. No estamos huérfanos. Cuando nos reunimos dos o tres en su nombre,
allí está El (Mt 18, 20). La Iglesia no
es una organización solitaria, una comunidad que camina sola por la
historia. Es el “cuerpo de Cristo”
resucitado. Es Cristo resucitado el que
anima, vivifica y llena con su espíritu y su fuerza a la comunidad creyente (Ef
4, 10-12).
El encuentro
con Jesús vivo
Jesús
resucitado no es un personaje del pasado.
Para los cristianos, Cristo es Alguien vivo que camina hoy junto a
nosotros en la raíz misma de la vida (Jn 14, 13-14). Creemos que Jesús no es un difunto. El actúa en nuestra vida, nos llama y nos
acompaña en nuestra tarea diaria (Lc 24, 13-35).
Por eso,
creer en el Resucitado es dejarnos interpelar hoy por su palabra viva, recogida
en los evangelios. Palabras que son
“espíritu y vida” para el que se alimenta de ellas (Jn 6, 63). Creer en el Resucitado es verlo aparecer vivo
en el último y más pequeño de los hombres.
Es decir, saber acoger y defender la vida en todo hermano necesitado (Mt
25, 31-46).
Cristo
resucitado, futuro del hombre
Jesús,
resucitado por el Padre, solo es “el primero que ha resucitado de entre los
muertos” (Col 1, 18-19). El se nos ha
anticipado a todos para recibir del Padre esa vida definitiva que no está
también reservada a nosotros. Su
resurrección es el fundamento y la garantía de la nuestra (1 Cor 15, 20-23).
No podemos
creer en la resurrección de Jesús sin
creer en nuestra propia resurrección.
“Dios que
resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros por su fuerza” (1 Cor 6,
14). En Cristo resucitado se inicia
nuestra propia resurrección porque en El se nos abre definitivamente la
posibilidad de alcanzar la vida eterna.
UNA FE NUEVA
EN LA VIDA DEL HOMBRE
A partir de
la resurrección de Jesús, los cristianos comprendemos la vida del hombre de una
manera radicalmente nueva y nos enfrentamos a la existencia con su horizonte
nuevo.
El mal no
tiene la última palabra
Si hay
resurrección, ya el sufrimiento, el dolor, la injusticia, la opresión, la
muerte… no tienen la última palabra. El
mal ha quedado “despojado” de su fuerza absoluta.
Si la
muerte, último y mayor enemigo del hombre, ha sido vencida, el hombre no tiene
ya por qué doblegarse de manera irreversible ante nada y ante nadie. Las muertes, las luchas, las lágrimas de los
hombres continuarán, pero, si se vive con el espíritu del Resucitado, no
terminarán en el fracaso. Los cristianos
nos enfrentamos al mal y al sufrimiento de la vida diaria, sabiendo que a una
vida “crucificada” solo le espera resurrección.
Nos sostiene la palabra de Jesús: “En el mundo tendréis tribulación,
pero, ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
La historia
del hombre tiene una meta
Con la
resurrección de Jesús se nos ha desvelado el sentido último de la
historia. Ahora sabemos que la humanidad
no camina hacia el fracaso, la historia de los hombres no es algo enigmático,
oscuro, sin meta ni salida alguna. La
vida de los hombres no es un breve paréntesis entre dos vacíos silenciosos. En el Resucitado se nos descubre ya el final,
el horizonte que da sentido a la historia humana.
Una nueva
fuerza liberadora
La fe en la
resurrección es fuente de liberación.
El que cree en la resurrección tiene una nueva fuerza de liberación ya
que su vida no puede, en definitiva, ser detenida por nada ni por nadie. La fe en la resurrección puede y debe dar a
los creyentes capacidad para vivir entregados sin reservas, con el espíritu de
Jesús, de manera incondicional y sin presupuestos. La fe en la resurrección se debe convertir
para el creyente en una llamada a la liberación individual y colectiva.
La fuerza
resucitadora del amor
En la
resurrección de Jesús descubrimos la fuerza resucitadora del Espíritu. Lo que ha resucitado a Jesús y lo ha
levantado de la muerte es el Espíritu que lo animó a lo largo de su vida. Y es ese mismo Espíritu y ese mismo amor el
que nos resucitará a nosotros si vivimos impulsados por él (Rom 8,11).
Una vida
animada por el Espíritu de Jesús no terminará en la muerte. Resucitaremos en la medida en que hayamos
vivido con el Espíritu de Cristo. De
todos nuestros esfuerzos, luchas, trabajos y sudores, permanecerá lo que haya
sido realizado en el Espíritu de Jesús, lo que haya estado animado por el amor
(Ga 6, 7-9).
CUERPOS Y ALMAS
El cristianismo occidental
copió el sistema operativo griego
y lo espolvoreó con citas bíblicas,
bautizó a Aristóteles.
Si Vd. parte de la base de que en el hombre hay dos partes distintas:
una, el alma, la espiritual, la inteligente, la inmortal, la pura, y
otra, el cuerpo, lo material, lo pasional, lo perecedero, lo impuro…
Es lógico que se dedique a “salvar almas”.
Si, además, descubrimos que quien engaña, quien arrastra a la
pobrecita alma es el cuerpo…, habrá que darle palos al cuerpo como
culpable de todos nuestros males.
Ahí radican todas las penitencias corporales, los ayunos, los
latigazos de los penitentes y tanta historia medieval, que si no fuese
tan triste, provocaría el choteo.
Bueno, pues de ese enfoque teológico, elaborado en tiempo de los
picapiedras, arrancan la moral y la piedad mal llamadas cristianas,
actualmente vigentes.
Consideración final.
Yo no sé si tengo un alma. Es decir: un ser distinto e independiente
de mi cuerpo, a quien le debo mi poca o mediana inteligencia, inmortal,
creada directamente de Dios…
Si la tengo, no tengo el gusto de conocerla. Yo sólo conozco a un tal
Luis, un tío ya vejete, que cree en Dios, que espera en Dios, que ha
sido y sigue siendo un trasto, pero que profesa la fe cristiana, firme y
con orgullo. Fe en la que quiere morir y que no le deja vivir.
Un tal Luis, que morirá pronto. Y que tercamente sigue convencido de
que el Padre no le va a “revivir”, sino que lo va a resucitar. Y esto,
después de morir en “cuerpo y en alma”. Pero volverá a nacer, él mismo
–no reencarnado en un sapo sino en los brazos del Padre- junto a Jesús,
del que se ha fiado.
¿Y cuánto tiempo pasará desde la muerte a la resurrección? ¿Será ese
mismo día, después de tres días, o al final de los tiempos? Esa pregunta
está mal hecha. No tiene sentido ni siquiera el planteamiento. Porque
con la muerte se acabó el “tiempo”. Y terminado el tiempo, ya no hay
días, ni horas, ni cuándos. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿De qué manera? Ese
tipo de periodismo no vale para la Resurrección.
Yo sólo sé que viviré eternamente, porque creo en Jesús.
Luis Alemán Mur
La pobreza no solo es una cuestión social
Gustavo Gutiérrez: “La
pobreza no solo es una cuestión social, es una cuestión teológica, una
cuestión central en el mensaje cristiano. Cuando hablamos de caridad, no
olvidemos la justicia”.
“Estamos en la época post-socialista, post-capitalista,
post-industrial. A las personas les gusta decir que estamos en la época
post. Pero no estamos en la época post-pobreza. La Iglesia pobre y para
los pobres, como dice Papa Francisco, es amiga de los pobres”, señaló
recientemente el padre Gustavo Gutiérrez en el Vaticano, en un contexto
en el que la prensa internacional ha considerado como un acercamiento y
un acto –de parte del Papa Francisco– de reivindicación para con la
Teología de la Liberación.
Aunque cuando los periodistas le preguntaron sobre la Teología de la
Liberación y la problemática relación del pasado con la Congregación
para la Doctrina de la Fe, el dominico peruano dijo que nunca fue
condenado. “Nunca hubo ninguna condena por parte del Vaticano”, precisó.
“Hubo un diálogo, muy crítico, es cierto, a veces difícil. La noción
central de la Teología de la liberación es la opción preferencial por
los pobres, esto es el 90% de la Teología de la liberación. Creo que
ahora, con el testimonio de Papa Francisco, es más claro. No es un
cambio radical, si no hay mayor claridad.
El Papa Francisco ha explicado que la opción preferencial por los pobres es una cuestión teológica.
Se puede abrir la Biblia y el tema de los pobres está ahí, en el
Antiguo Testamento, en el Nuevo Testamento. Están los pobres, no los
teólogos… Creo que la crítica y la autocrítica de los teólogos de la
liberación fue un paso importante, pero la teología es un acto segundo,
no secundario sino segundo. Yo era cristiano antes de ser teólogo. La
teología es parte de mi vida, me gusta mucho la teología”.
Pero la teología “no puede es una metafísica religiosa, es una
reflexión sobre la práctica de la caridad y de la justicia, puede dar
una visión a quien está comprometido en la práctica de la caridad y de
la justicia”, y hoy, que existe “entre la riqueza y la pobreza el mayor
abismo que haya existido en la humanidad”, la Iglesia, “que existe para
dar testimonio del Evangelio”, no puede no ocuparse de esto
intensamente. En este sentido, “no hablaría de “rehabilitación” de la
Teología de la liberación, porque nunca fue inhabilitada, lo importante
es “rehabilitar” siempre el Evangelio. Se puede decir que en este
momento el clima sobre esta teología es diferente”.
“La pobreza, en la Biblia y en nuestro tiempo no es una cuestión meramente económica. La pobreza es mucho más que esto. La dimensión económica es importante, quizás primaria, pero no es lo único”, dice Gutiérrez.
Tomando nota de que hemos llegado a ser más conscientes de las
múltiples dimensiones de la pobreza, Gutiérrez dice que “la pobreza era
claramente el punto de partida de la teología de la liberación, aunque
no habíamos comprendido completamente su complejidad o variedad”.
El sacerdote dominico reiteró que los teólogos de la liberación se
refieren a los pobres en un sentido sociológico, como personas “que son
invisibles y y no tienen derechos”. “Es posible ser insignificante por
varias razones: Si usted no tiene dinero, en nuestra sociedad es
insignificante; el color de su piel puede ser una razón más para ser
considerado insignificante … lo que es común entre los pobres es la
insignificancia, la invisibilidad, y la falta de respeto”, alerta. Así,
“el sentido de la no-persona puede ser causada por varios prejuicios”,
ya sea por motivos de raza, sexo, cultura o estatus económico.
Luego agregó que “la pobreza es hoy un fenómeno de nuestra
civilización globalizada. Durante siglos, los pobres han estado cerca de
nosotros, vivieron más o menos cerca de nosotros, en la ciudad o en el
campo. Sin embargo, hoy nos hemos dado cuenta de que la pobreza va mucho
más allá de nuestra mirada, es un fenómeno global, si no universal. La
mayoría de los seres humanos en el mundo viven en la condición que
llamamos la pobreza”.
LA LIBERACIÓN DEL DIOS DE JESÚS
Nivel Social
En un nivel social, la liberación trata de la transformación de nuestras relaciones con los otros y de la transformación de las estructuras sociales que afectan negativamente a esas relaciones. Ella implica la eliminación de la dominación, del abuso y del sometimiento que degradan las interacciones humanas. La discriminación de otros, a causa de raza, género, cultura, religión o clase social, no es sólo una injuria contra las víctimas, sino que deshumaniza a los opresores. Cuando esa injusticia queda entretejida en la misma textura de la vida social, de tal manera que privilegia a unos excluyendo a otros, ella constituye una amenaza contra el desarrollo pacífico de la sociedad humana.
En un nivel social, la liberación quiere eliminar la pobreza y las causas estructurales de la pobreza. Dado que ella es una condición inhumana que afecta negativamente a las relaciones e impide el desarrollo de los seres humanos, la pobreza significa muerte, no sólo muerte final, sino también la muerte que brota de las condiciones deshumanizadoras de la miseria; de esa forma, la pobreza se experimenta como disminución de vida. La liberación social tiende hacia una visión de la sociedad que se basa en la dignidad humana, en el carácter igualitario de las relaciones humanas y en la preocupación por los miembros más vulnerables de la comunidad.
Nivel personal
En el nivel personal, la liberación se relaciona con las estructuras internas que influyen en nuestras relaciones con nosotros mismos y, de un modo consecuente, con otros. En este campo, ella implica la liberación de aquellos hábitos cognitivos y de aquellos modelos de personalidad que deshumanizan a los otros, tales como las actitudes de superioridad, el machismo, el racismo y otras mentalidades destructivas.
A veces, la liberación personal exige que se ayude a los pobres a cambiar la forma en que piensan sobre sí mismos, especialmente en el caso de que ellos vean su condición como un destino o, peor aún, en el caso de que la vean como algo que Dios mismo ha mandado. Paolo Freire habla de una “concienciación de los pobres” y, con esta palabra, se refiere al hecho de que, si no cambian la visión que tienen de sí mismos, los pobres nunca serán libres. Algunos teólogos de la liberación creen que uno de los mayores crímenes de la pobreza consiste en el hecho de que los pobres comienzan a internalizar los estereotipos negativos con los que viven, en su vida diaria. En ese plano, la conversión significa el redescubrimiento del designio original de la creación, según el cual, los hombres y mujeres están llamados a ser unos seres libres, dignificados, capaces de amar.
Nivel religioso
En el nivel religioso, la liberación trata de nuestra relación con Dios. En este plano, la liberación significa libertad respecto del pecado, que es la última fuente de la injusticia y de las opresiones. El pecado consiste en romper la amistad con Dios y con los otros, y la liberación es el proceso a través del cual se restauran los lazos de amistad que han sido destruidos por el pecado. La teología de la liberación considera que toda forma de opresión es pecadora, un ataque contra el amor. Sólo Dios, a través del amor redentor de Cristo, puede realizar esta liberación total de los seres humanos y conseguir la reconciliación completa en todos los niveles de nuestras relaciones.
En el nivel religioso, no sólo invita a los oprimidos, para que asuman un camino de conversión, sino también a los opresores. Esta liberación, que comienza en el corazón y transforma toda la persona, hace posible el nacimiento de aquello que la Gaudium et Spes llama “un nuevo humanismo”. En esta nueva creación, los hombres y mujeres se definen a sí mismos, primariamente, a través de sus relaciones con Dios y de su responsabilidad con sus hermanos y hermanas (GS 55). Según eso, la teología de la liberación no es tanto una nueva teología, sino una articulación nueva (contemporánea) de un tema antiguo, es decir, de la liberación o salvación de todos los pueblos, en todos los niveles de su existencia.
Contra lo que deshumaniza al hombre (1, 21-28)
Yo creo que Jesús no comenzó a predicar en su tierra. Ya ven cómo en donde menos confianza se le tiene a un profeta es en su propia familia. Eso lo habría de experimentar Jesús mismo poco tiempo después. Durante un tiempo Cafarnaum, el pueblo de Pedro y Andrés, Juan y Santiago, al norte del lago de Galilea, fue su base de operaciones.
Llegó a Cafarnaum con su pequeño grupo, que apenas comenzaba. Y un sábado se fue luego a la sinagoga. Era un desconocido. Pero pidió la palabra y comenzó a hablar. Y algo comenzó a suceder en la gente. Lo que les decía, nacido de su experiencia de Dios, les calaba hondo y los sacudía. Nada del tono rutinario, legalista, regañón e impositivo de los escribas; la predicación de estos les cerraba la esperanza, los hacía sentir a Dios lejos de ellos, verlo como Juez inflexible, ante el que no había escapatoria. Al oír hablar a Jesús sentían un nuevo ánimo, así como la brisa fresca en el calor del desierto, así como la mano suave y firme sobre el hombro apenado, así como los ojos del amigo, vistos a través de las lágrimas, así como el triunfo de la vida sobre la muerte.
Más que lo que decía, impactaba ese poder de sus acciones en favor de la vida y contra el mal que aplasta al hombre. La presencia de Jesús privaba al mal de toda fuerza. Esa era la clave de su autoridad: no tenía estudios, ni credenciales o títulos que lo autorizaran, pero cuando él hablaba, algo comenzaba a cambiar en favor de los que sufren.
La gente sencilla tiene un sexto sentido. Y comparaban: ‹‹Ese no es como los escribas; ese sí habla con autoridad››. ¿Qué autoridad, si no tenía estudios, ni formación?. La autoridad que da la convicción de tener una misión y de ser responsable de una causa: la causa del Padre, la causa de la vida.
Su enseñanza era como un viento fresco en el verano, como la brisa de la tarde; alentaba la esperanza. Los escribas hablaban y hablaban y no sucedía nada nuevo. Sólo la carga cada vez más pesada de preceptos y prohibiciones. En cambio, Jesús hablaba y empezaban a suceder cosas nuevas que les hacían tener nuevas esperanzas en que el futuro sería diferente.
Pero volvamos a lo que les platicaba de aquella primera vez que Jesús habló en la sinagoga de ellos en Cafarnaum. Aquel ambiente de atención, de cosa nueva, fue interrumpido de pronto por unos gritos: ‹‹¿Por qué te metes con nosotros, Jesús Nazareno?. ¿Viniste a acabar con nosotros?. ¿Quién te crees?. ¿El santo de Dios?. Yo te conozco y sé quién eres››.
Es que había allí un pobre hombre medio loco, que constantemente estaba gritando e interrumpiendo; a esas gentes que vivían como fuera de sí, como poseídos por una fuerza del mal que les hacía daño y que los empujaba a dañar a otros, se les veía como endemoniados. La gente se quedó como paralizada, a la expectativa. Empezaron a hacer un hueco en torno a él, más que nada por miedo a esa fuerza que se apoderaba de él cuando le daba el ataque.
¿Qué le quería decir a Jesús?. ¿De dónde le venían esas palabras?. ¿Sabía lo que estaba diciendo?. ¿O quería burlarse de él?. Porque decirle a alguien ‹‹santo de Dios›› era peligroso para alguien como Jesús, sin títulos ni credenciales. Algunos, molestos por la interrupción, pedían que lo sacaran. Jesús no; no era contra el hombre que sufre, sino contra el mal que lo oprime contra lo que había que luchar. Y se enfrentó al hombre y, en él, a esa fuerza oscura que lo dominaba, y con toda energía le exigió: ‹‹Cállate y sal de él››.
Todavía hubo un momento de confusión, porque aquel hombre empezó a estremecerse, a sacudirse, a azotarse contra el suelo, gritando con fuerza, como si ese mal que salía de él lo estuviera estrujando por dentro y luego, poco a poco, se fue serenando, volviendo en sí, y quedó sano.
Ante Jesús y su palabra el mal se debilitaba y nada podía contra la vida. Y así quedaba claro que, aunque el mal es más fuerte que el hombre, no puede contra Dios. Y que lo que Jesús anunciaba -que el plazo para el mal se había terminado y que Dios estaba ya comenzando a reinar- era la gran noticia.
Todos se quedaron estupefactos ante aquello; nadie podía parar aquel hablar y hablar buscando una explicación. Y sólo había una: que estaban ante una nueva manera de enseñar; con hechos, con poder de Dios. Jesús hablaba y sucedía lo nuevo: el hombre quedaba liberado del mal que lo esclavizaba. Sus hechos mismos eran su enseñanza. Había anunciado que el plazo para el mal ya se había vencido, y que Dios estaba llegando para reinar y aquel hombre liberado del demonio era el testimonio de la verdad de su anuncio.
Pero antes de seguir, quiero dejar en claro una cosa. Jesús jamás se cuidó de sí mismo, de su imagen, ni de probar nada acerca de su persona. Lo que lo acaparaba totalmente era el Padre y su causa, la causa de la vida, el que los hombres aceptáramos el reinado de Dios y que creyéramos que con él se abrían nuevas posibilidades para el hombre. Esto lo digo, porque Jesús sufrió ciertamente la tentación de la popularidad. La venció, pero tuvo que enfrentarse con ella. Y también tuvo que aprender a manejar algo más peligroso para él: acaparado por el Reino y por la causa de la vida, dejaba en segundo término cosas que para los judíos eran muy importantes, por ejemplo, la guarda del sábado... en una situación en la que había pena de muerte para quien lo violara.
Ya había sucedido en el pasado: un hombre que había recogido leña en sábado había sido apedreado por órdenes de Moisés. Y Jesús había curado a un hombre en sábado, en público y en la sinagoga misma... En ese primer momento la gente, sorprendida por la vida que de él manaba, tal vez no cayó en la cuenta de eso. Seguramente algún fariseo o escriba se haya inquietado. Pero ¿cómo negar la evidencia de que allí había vida?.
Las noticias corren; por todas partes de Galilea se empezó a saber de lo que Jesús hacía y decía. Y eso le comenzó a crear problemas. Porque la gente comparaba... y los escribas y fariseos no salían nada bien librados en esa comparación.
El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
EL camino que recorreremos nosotros
La primera comunidad fue descubriendo el misterio encerrado en Jesús a partir de una doble experiencia: el contacto con Jesús durante su vida y su exaltación después de la ejecución en la cruz.
Si queremos nosotros seguir los pasos de esta comunidad, debemos evitar dos errores: 1) El partir únicamente de su resurrección, olvidando totalmente quién fue Jesús de Nazaret, cómo actuó, qué postura adoptó ante la vida, etc. En este caso, podríamos llegar a afirmaciones muy solemnes sobre Jesús y llamarlo Señor, Mesías, Salvador, Hijo de Dios, etc., pero desconoceríamos su personalidad concreta y no podríamos aprender de él cómo debemos enfrentarnos a la vida para alcanzar un día la resurrección. 2) El partir únicamente de su historia terrestre olvidando la resurrección que da sentido a toda su vida y su muerte. En este caso, nos informaríamos de la vida de un gran hombre, llamado Jesús, pero nunca llegaríamos a descubrir su verdadera originalidad como liberador definitivo de este hombre que termina siempre fatalmente en la muerte.
Para un cristiano, Cristo es la verdad última de la vida, el criterio supremo de actuación y la única esperanza de salvación y liberación definitiva.
Importancia de Jesucristo para el cristiano
La fe cristiana no consiste en aceptar un conjunto de verdades teóricas sino en aceptarle a Cristo, creerle a Cristo y descubrir en él la última verdad desde la cual podemos iluminar nuestra vida, interpretar la historia del hombre y dar sentido último a esa búsqueda de liberación que mueve a toda la humanidad. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de las diferentes ideologías e interpretaciones de la vida, busca en Jesucristo el sentido último de la existencia.
La fe cristiana no consiste tampoco en observar unas leyes y prescripciones morales procedentes de la tradición judía (v. gr. los diez mandamientos), sino aceptar a Cristo como modelo de vida en el que podemos descubrir cuál es la tarea verdadera que debe realizar el hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que frente a diversas actitudes y estilos de vivir y comportarse, acude a Cristo como criterio último de actuación ante el Padre y ante los hombres.
La fe cristiana no es tampoco poner nuestra esperanza en un conjunto de promesas de Dios más o menos generales, sino apoyar todo nuestro futuro en Jesucristo nuestro Salvador, muerto por los hombres pero resucitado por Dios, el único del que podemos esperar una solución definitiva para el problema del hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de los fracasos y dificultades de la vida y frente a diferentes promesas de salvación, espera de Cristo resucitado la salvación definitiva del hombre.
Por eso, en cualquier época, los creyentes que deseen vivir fielmente su fe cristiana, tendrán que preguntarse una y otra vez: ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Quién es hoy Cristo para nosotros? ¿Qué podemos esperar de El?
El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
El Reino de Dios en los Evangelios
Cualquiera que se moleste en abrir las páginas de los tres primeros
evangelistas (Mateo: Mt, Marcos: Mc, Lucas: Lc) verá que a cada paso tropieza
con esa expresión, y en seguida se persuadirá de que para Jesús es una
referencia fundamental. Él comienza proclamando que ya llega (Mc 1,15); en su
oración nos insiste en que pidamos que llegue (Mt 6,10); nos ilustra sobre la
actitud que debemos tener para acogerlo (Mc 10,15); explica que hay personas
que están cerca de él (Mc 12,34); exhorta a que estemos en vela para poder
entrar en él cuando llegue (Mt 25,1-13).
Asienta que es Dios quien lo da por puro beneplácito (Lc 12,32), y
especifica a los destinatarios (Lc 6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que o bien
no es para todos o que está destinado de un modo especial a determinadas
personas. Por otra parte habla repetidamente de entrar en el reino, lo que
parecería presuponer que es un espacio o dimensión ya presente al que hay que
acceder (Mt 5,20;7,21;23,13).
En todos estos textos aparece que hay gente que ciertamente no va a entrar,
si no cambia radicalmente de actitud. Por tanto pide la conversión como actitud
consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15). Los pasajes que se refieren a
las condiciones para entrar y los que anuncian que viene tienen de común que
para los oyentes es un acontecimiento inminente pero futuro, ya que si habla de
qué hay que hacer o evitar para entrar en él, presupone que todavía no han
entrado. Sin embargo, en otros afirma que el reino ya está presente (Lc 17,21);
es la semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada
quien (Mc 4,3-11); lo hacen presente sus obras liberadoras (Lc 11,20). Más aún,
su misma presencia marca el inicio del tiempo del reino, un tiempo tan
cualitativamente superior al anterior que el menor de los que lo acepten será
mayor que Juan Bautista, que es el mayor de los que habían vivido antes del
reino (Lc 7,28). Por eso en sus parábolas del reino, él, que se califica a sí
mismo de maestro iniciado en los secretos del reino (Mt 13,52), lo compara a la
perla de más valor y a un tesoro fabuloso. Cuando alguien da con él, de la
alegría, vende todo cuanto posee para adquirirlo (Mt 13,44-46). El reino de
Dios es, dice en el mismo tono, un gran banquete, el banquete sin término que
ofrece el propio Dios (Lc 22,16), el banquete de bodas de su hijo (Mt 22,2).
Jesús, portador del Reino
Jesús es el heraldo que comunica esta gran noticia, el evangelizador por
excelencia (Mc 1,14; cf Isaías 52,7). Pero es también y sobre todo el evangelio
porque esa alianza nueva y definitiva se realiza en Jesús (Lc 4,17-21). Jesús
es el sí de Dios, porque en él Dios cumplió todas sus promesas (2 Corintios
1,19-20). Por eso dice a sus discípulos: "dichosos los ojos que ven lo que
ustedes ven. Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver los que
ustedes ven, pero no lo vieron" (Lc 10,23-24).
La gente popular sí percibió que en Jesús pasaba Dios salvadoramente. En sus
palabras y sus signos, en su presencia sentía ese sobrecogimiento y ese
entusiasmo que es la reacción típicamente humana ante la presencia de lo divino
(Lc 4,36; 5,26; 6,17-19; 7,16; 8,25.37.56; 9,43; 11,14; 13,17; 18,43). La gente
sí canceló la cotidianidad para estar con Jesús, de tal manera que permanecían
con él días enteros olvidándose hasta de comer y Jesús no tenía espacio ni
tiempo para hacerlo. Para la gente la presencia de Jesús abría posibilidades
inéditas. La enfermedad, la desesperanza, la postración, cedían y la fe en
Jesús los movilizaba. A través de su entrega servicial, humilde y fuerte,
percibían que Dios se hacía presente llenándolos de energías de vida, de un
dinamismo esperanzado, de sentido, de la fuerza de su amor. No era un
entusiasmo enajenante y adormecedor. Por el contrario, las palabras de Jesús
eran como una espada, contenían una luz que los desnudaba por dentro hasta
disolver sus mentiras y abrirse paso la verdad que libera. Jesús era el
catalizador que originaba una transformación liberadora en los diversos campos
y dimensiones de la existencia.
Reino y antirreino
La distinción entre la humanidad tal como es propuesta en las diversas
culturas y la humanidad de Jesús de Nazaret es necesario mantenerla porque ella
explica que su propuesta no fuera aceptada por los intelectuales de esa cultura
y por los que la representaban a nivel religioso, social y político. A Jesús lo
siguieron algunos intelectuales y jefes y algunos considerados como buenos
ciudadanos, pero el grueso de sus seguidores lo constituyeron los excluidos de
esa cultura, los despreciados por ella, los discriminados, que, como hoy, eran
la mayoría. Jesús murió condenado a muerte por las autoridades, es decir exhibido
por los representantes legítimos de la religión revelada y por un imperio que
ha pasado a la historia como inspirador de derecho y justicia, como modelo de
lo que no se debe hacer ni ser. Eso significa que los paradigmas humanos
establecidos distan mucho e incluso contradicen lo que Dios tiene en mente
cuando crea al ser humano. Jesús, el paradigma de humanidad propuesto por Dios,
fue desechado. Así pues, las ideologías que segregan las culturas pueden ser
tinieblas que ocultan y justifican situaciones, estructuras e instituciones de
pecado. Hay direcciones de humanidad publicitadas y premiadas con el éxito, que
en realidad son fracaso existencial, deshumanización.
Así pues el reinado de Dios no es un acontecimiento que se solapa a la
evolución del cosmos y de la humanidad, potenciando su lógica inmanente y la
direccionalidad dominante. Por el contrario, esta decisión de Dios de unirse
con la humanidad, tal como la manifestó y realizó Jesús de Nazaret, es
resistida e incluso combatida. En la historia y en cada vida humana hay
impulsos divergentes e incluso contrapuestos. Más aún, existe el antirreino, es
decir un estado de cosas que no es acorde con el plan de Dios e incluso en
puntos decisivos lo niega. No afirmamos que alguna figura histórica o algún
individuo sea absolutamente contrario al plan de Dios, como tampoco existen
sujetos sociales o personales que respondan a él completamente. Hay figuras
históricas, estructuras e instituciones más malas que buenas, en tanto otras
son más buenas que malas. La transformación estructural superadora no consiste
en llegar a algo bueno sino a algo más bueno que malo. Tampoco la Iglesia es
completamente buena, ella no es el reino ni lo que acontece en ella es siempre
expresión del reinado o soberanía de Dios. También ella, como cualquier
institución, debe reformarse constantemente.
Esta ambivalencia histórica no nos lleva al relativismo sino al
discernimiento para ver si una realidad es más buena que mala y hay que
apoyarla o más mala que buena y hay que transformarla. También nos lleva a la
vigilancia constante para que nuestro dinamismo vaya en la línea del reino y no
del antirreino.
Por qué nuestra Iglesia no predica el reino
Por qué este tema está ausente de nuestra Iglesia, si para Jesús era
central.
La respuesta es realmente compleja y tiene raíces profundas. Una es sin duda
la entrega de la colectividad y sobre todo de los dirigentes a hacer de este
mundo el reino de Dios empleando, además de la fuerza del Espíritu, el poder
económico, social y en definitiva político. Si la Iglesia acepta el poder que
rechazó Jesús (Mt 4,8-10; Juan 18,36-37), el resultado no es una alianza
personalizada con Dios y una entrega en libertad a construir el mundo fraterno
de los hijos de Dios, sino un ámbito coactivo en el que el pueblo es súbdito
del Estado y de la Iglesia en una sociedad de desiguales. Esto fue la
cristiandad. Cuando estalló hecha pedazos por la eclosión de los Estados
nacionales modernos, la teoría que la sustituyó fue la de los dos reinos, que
en la práctica consagró la privatización del cristianismo y su confinamiento al
ámbito de la conciencia. El cristianismo se reducía a lo religioso-moral y
desaparecía el horizonte del reino de Dios, en el doble sentido de ese
dinamismo que debe impregnar todos los ámbitos de la existencia y de esa
determinación de transformar al mundo para que todo en él sea expresión de la
fraternidad de los hijos de Dios.
Hoy, por la secularización de la política y el pluralismo religioso, es
claro que el papel de los cristianos es, como lo había propuesto Jesús, ser
levadura: llevar unas vidas personales y grupales que iluminen, alienten,
inspiren y fecunden, y unirse a tantos que sin saberlo se dejan llevar por el
Espíritu de Jesús, por su paradigma de humanidad, para ir enrumbando la
historia en esa dirección. El papel de la Iglesia, que somos todos, es proponer
este proyecto de Dios, esa determinación suya de entregarse a nosotros en su
Hijo Jesús y de que esa alianza se exprese en la creación del mundo fraterno de
los hijos de Dios. Proponer convincentemente este proyecto requiere estar
personalmente ganados para él y por supuesto desmarcarse de la dirección del
antirreino y de su pertenencia estructural a él.
Es claro que esta sociedad nuestra en sus estructuras e instituciones no es
cauce de fraternidad. Proponer realmente hoy el reino de Dios encierra una
carga tremenda de protesta y de propuesta alternativa. Predicar y vivir al
Jesús del reino tiene hoy un costo social altísimo. Una Iglesia establecida,
instalada, como por instinto de defensa, pone entre paréntesis el reino y
propone a un Dios y a un Cristo sin relación al reino y por tanto abstractos,
inocuos.
No por casualidad la teología latinoamericana gira en torno al tema del
reino de Dios: Significa que su propuesta es pública, aunque no política; no
privada, aunque sí personalizada. Significa que la religión no está separada de
la vida sino que el cristianismo concierne a toda la existencia, a la historia
y a la creación. Significa que la voluntad irrevocable de Dios es la
constitución del mundo fraterno de los hijos de Dios. Jesús es el Hijo de Dios
y el Hermano universal. Él es, pues, el camino y la matriz de este proyecto
histórico. Ser cristiano es seguir a Jesús, entregarse desde su Espíritu a este
proyecto. Pero como la historia es siempre ambivalente, el reino de Dios se
consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre acá se cosechará
allá. Si acá no vivimos la vida fraterna de los hijos de Dios, es decir, la
vida eterna, no la viviremos después de morir. Una concreción inevitable de
este apego al Jesús de los evangelios es aceptar en la práctica que los
destinatarios privilegiados son los pobres: de ellos ante todo tenemos que
hacernos hermanos, si pretendemos vivir la fraternidad de los hijos de Dios.
Sin el reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia. Pero si
admitimos el reino siempre nos toparemos con algún género de muerte. Ésa es la
paradoja y la elección que tenemos que hacer. Sin conversión y muerte no hay
resurrección. Feliz el que se siente en el banquete del reino (Lc 14,15;
Apocalipsis 19,6-9).
LO QUE ES Y NO ES PECADO
Si ofendes u olvidas a tu hermano
no te hagas la ilusión de creerte cristiano.
El pecado no es infringir una ley.
El pecado. Es decir: no la imperfección, no el mal en abstracto, no
la fragilidad, no el descuido. Sino la maldad consciente e
individualizada. El egoísmo que mata al hermano, lo utiliza, aplasta,
viola, olvida, manipula, margina, la locura autodestructiva.
¿Tenemos que demostrar su existencia? Es curioso cómo se duda de la
existencia de Dios y, en paralelo, de la existencia del pecado. Con
demasiada facilidad se acude a la locura para no enfrentarse ante una
mente canalla. Y sin embargo, vivimos inmersos en Dios y en el pecado.
“Creer” en el pecado es admitir que el ser humano es capaz de las
mayores heroicidades pero también de las más refinadas atrocidades.
Pecado es caer en el pozo de la egolatría. “Y seréis como Dios”. El
hombre no acepta sus dimensiones de ser humano. No admite la
fraternidad. En consecuencia, se convierte en producto altamente
contaminante de la sociedad. Quiere utilizar a los demás y a Dios, en
beneficio suyo.
Para ser hijo necesitas ser hermano. No hay modo de entablar relación
con Dios que es Padre, si no es desde la fraternidad humana. Si ofendes
u olvidas a tu hermano no te hagas la ilusión de creerte cristiano,
hijo del Padre. No hay filiación si no hay fraternidad.
El pecado no es infringir una ley. Desde muy antiguo imperó el
concepto legalista del pecado. Es decir: Dios o delegados suyos emiten
leyes que prohíben o permiten. Y quien no cumpla esas leyes comete
pecado contra Dios.
Eso es sacralizar una ley. Pero a partir de Jesús, si Vd. cree que
por cumplir leyes, Vd. es amigo de Dios y se “salva”, Vd. no entendió
nada de la buena nueva.
Jesús derogó la ley. Nos dejó sólo la conciencia.
Aviso para abogados. No estamos hablando del derecho penal o civil,
imprescindibles para la convivencia social. En Teología hablamos de esas
otras leyes que, desde antiguo, y en todas las culturas y religiones,
se imponen a los hombres con promesas y amenazas de vida y de muerte
eternas.
Estas leyes generan esclavitud, estafan al hombre, convierten a Dios
en capataz. Esa fue la obsesión de Jesús. Liberar a su pueblo de un
sistema religioso basado en el cumplimiento de ritos, leyes y
purificaciones, un sistema opresor. Y es que las dictaduras religiosas
esclavizan al hombre, con sus leyes, mucho más que las dictaduras y
leyes civiles.
La relación de Dios Padre con el hombre no entra dentro de un marco
legal. La paternidad y la filiación se mueven en otra atmósfera.
¿El pecado es verdaderamente una ofensa a Dios? ¿Dios se ofende? ¿Tiene el hombre la capacidad de ofender a Dios?
Si Vd. tiene hijos me comprenderá mejor. Si un hijo suyo le levanta
la mano o le mira con desprecio, a Vd. se le parte el corazón, no por la
ofensa sino por el fracaso de su hijo.
¿El pecado no es una mancha? La mancha es algo externo. Demasiado
infantil. Si el pecado fuera una mancha bastaría con un rito
purificatorio, con un confesionario: la lavandería clerical, que además
es gratis. Por el confesionario no se cobra ningún “estipendio”.
Dios también está donde hay pecado. Incluso diría que el pecado puede
ser una puerta trasera para encontrar a Dios. Esa “ausencia de Dios” es
como una grieta por la que se cuela Dios. El que “cumplió todos los
mandamientos” puede que no sienta la necesidad de Dios. El satisfecho no
tiene hambre.
Luis Alemán Mur
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JESUCRISTO
Catequesis Cristológicas
Importancia de Jesucristo para el cristiano
La fe cristiana no consiste en aceptar un conjunto de verdades teóricas sino en aceptarle a Cristo, creerle a Cristo y descubrir en él la última verdad desde la cual podemos iluminar nuestra vida, interpretar la historia del hombre y dar sentido último a esa búsqueda de liberación que mueve a toda la humanidad. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de las diferentes ideologías e interpretaciones de la vida, busca en Jesucristo el sentido último de la existencia.
La fe cristiana no consiste tampoco en observar unas leyes y prescripciones morales procedentes de la tradición judía (v. gr. los diez mandamientos), sino aceptar a Cristo como modelo de vida en el que podemos descubrir cuál es la tarea verdadera que debe realizar el hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que frente a diversas actitudes y estilos de vivir y comportarse, acude a Cristo como criterio último de actuación ante el Padre y ante los hombres.
La fe cristiana no es tampoco poner nuestra esperanza en un conjunto de promesas de Dios más o menos generales, sino apoyar todo nuestro futuro en Jesucristo nuestro Salvador, muerto por los hombres pero resucitado por Dios, el único del que podemos esperar una solución definitiva para el problema del hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de los fracasos y dificultades de la vida y frente a diferentes promesas de salvación, espera de Cristo resucitado la salvación definitiva del hombre.
Por eso, en cualquier época, los creyentes que deseen vivir fielmente su fe cristiana, tendrán que preguntarse una y otra vez: ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Quién es hoy Cristo para nosotros? ¿Qué podemos esperar de El?
2. El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
3. EL camino que recorreremos nosotros
La primera comunidad fue descubriendo el misterio encerrado en Jesús a partir de una doble experiencia: el contacto con Jesús durante su vida y su exaltación después de la ejecución en la cruz.
Si queremos nosotros seguir los pasos de esta comunidad, debemos evitar dos errores: 1) El partir únicamente de su resurrección, olvidando totalmente quién fue Jesús de Nazaret, cómo actuó, qué postura adoptó ante la vida, etc. En este caso, podríamos llegar a afirmaciones muy solemnes sobre Jesús y llamarlo Señor, Mesías, Salvador, Hijo de Dios, etc., pero desconoceríamos su personalidad concreta y no podríamos aprender de él cómo debemos enfrentarnos a la vida para alcanzar un día la resurrección. 2) El partir únicamente de su historia terrestre olvidando la resurrección que da sentido a toda su vida y su muerte. En este caso, nos informaríamos de la vida de un gran hombre, llamado Jesús, pero nunca llegaríamos a descubrir su verdadera originalidad como liberador definitivo de este hombre que termina siempre fatalmente en la muerte.
Por eso, recorreremos el siguiente camino:
1) Trataremos de recoger algunos aspectos fundamentales de Jesús de Nazaret que nos ayuden a revivir de alguna manera la imagen de aquel hombre que tanto impresionó a sus contemporáneos.
2) Trataremos de penetrar en la experiencia pascual de los primeros cristianos para comprender mejor qué es creer en Cristo resucitado.
3) Trataremos de conocer mejor la fe de los cristianos que se atreven a afirmar algo tan original como escandaloso: en Jesús de Nazaret Dios se ha hecho hombre por nuestra salvación.
¿QUÉ ES UN SACRAMENTO?
Cualquier realidad, todo acontecer es un sacramento.
Dios se hace presente
a través de las cosas y de la historia.
En toda realidad sacramental hay dos dimensiones: una lo que, por
naturaleza, siempre es humano o material, algo que se “ve”, que se
entiende, como el agua, el pan, la sal, las manos; una comida,…etc.,
otra es el “significado”, lo que se trasparenta, aquello que sólo se
percibe o se comprende con la fe.
Sacramento es pues el “empalme” de lo visible y lo invisible. El
punto de encuentro de Dios y el Hombre. Y para ello es preciso el agua,
el abrazo, la hogaza o la barra de pan, la mesa de familia, el gesto del
perdón…
Pero toda realidad creada es como una transparencia de Dios, como una huella del Creador.
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura
Para el que vive el mundo de la fe, cualquier realidad, todo
acontecer es, o puede ser, un sacramento. Es decir: una realidad visible
–cosa o acontecimiento– que acerca al Dios que no se ve. Dios que se
hace presente y actúa en el hombre a través de las cosas y a través de
la historia.
Miras el mar y con su inmensidad y su oleaje, te lleva o te trae a
Dios. Fijas tu mirada en una flor y, con tu fe, se transparenta Dios. Te
sientas a comer con tus amigos o familia y tu fe hace presente a Dios.
Das tu mano a un enemigo y ese gesto te trae a Dios. Y un beso, y el
mirar las estrellas, y un cáncer, y la muerte de tu madre o incluso tu
propia muerte son aconteceres tras los que Dios actúa.
El cristiano, con su fe, es un místico que va de encuentro en
encuentro con Dios. Y ve ángeles que cantan cuando nace un niño, y sabe
que Dios, el Padre, está, en silencio, en cualquier calvario.
Encontrarse con Dios en las cosas y en la historia, eso es sacramento.
El sacramento por antonomasia, la realidad humana que “transluce” y
“produce” de forma completa la presencia de Dios entre los hombres fue y
es Jesús. De manera única e irrepetible.
Y todo ser humano que siga sus pasos. Y toda comunidad humana que
viva de manera semejante a como vivió Jesús es una realidad sacramental
que transparenta a Dios y hace presente a Dios entre los hombres.
Luis Alemán Mur
Lic en Teología en Granada
LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
«¿Qué sentido tiene un cadáver que permanece tal durante cierto tiempo, para ser luego ni siquiera revivificado, sino transformado en algo completamente distinto y ajeno a todas sus leyes y propiedades? ¿o se trata acaso de una aniquilación? ¿Qué pasa en ese tiempo con Cristo, quien, por un lado, está glorificado, pero, por otro, no está completo, pues necesita todavía retomar transformándolo -¿cómo?, ¿para qué?- el cuerpo material? [...] De modo positivo, sin el sepulcro vacío no sólo desaparece esa extrañeza, sino que todo cobra un realismo coherente.
La muerte de Cristo es verdaderamente "tránsito al Padre", que no aniquila su vida, puesto que, en preciosa expresión de Hans Küng, consiste en un "morir al interior de Dios". De modo que la Resurrección acontece en la misma cruz, donde Cristo "consuma" su vida y su obra (Jn 19,30), siendo "elevado" sobre la tierra como signo de su exaltación en la gloria de Dios (recuérdese el tema joánico de la hýpsosis»: Resurrección 205-207.
«La segunda cuestión se refiere a la preservación de la identidad de Jesús, a pesar de la permanencia de su cadáver en el sepulcro. La insistencia en el carácter físico de las apariciones y la expresión tradicional que habla de resurrección de la carne intentaban justamente asegurar esta identidad.
El modo de esa insistencia era algo exigido por el carácter prevalentemente unitario de la antropología bíblica y que, por tanto, pertenecía al plano de la explicación conceptual o, en expresión de Willi Marxsen, del interpretament. Como tal, esa explicación está culturalmente condicionada, y, siendo legítima para su tiempo, no tiene por qué ser preceptiva para el nuestro. Lo que importa ahora es su intención viva, dirigida a mantener la identidad: es Jesús mismo, él en persona, quien resucita»: Resurrección 209-210.
«Por eso ya no se la comprende bajo la categoría de milagro, pues en sí misma no es perceptible ni verificable empíricamente. Hasta el punto de que, por esa misma razón, incluso se reconoce de manera casi unánime que no puede calificarse de hecho histórico. Lo cual no implica, claro está, negar su realidad, sino insistir en que es otra realidad: no mundana, no empírica, no apresable o verificable por los medios de los sentidos, de la ciencia, o de la historia ordinaria»: Resurrección 317.
«Muchos teólogos que se empeñan en exigir las apariciones sensibles para tener pruebas empíricas de la resurrección no acaban de comprender que eso es justamente ceder a la mentalidad empirista, que no admite otro tipo de experiencia significativa y verdadera [...] Por lo demás, el mismo sentido común, si supera la larga herencia imaginativa, puede comprender que "ver" u "oír" algo o a alguien que no es corpóreo sería sencillamente falso, igual que lo sería tocar con la mano un pensamiento [...]
(Y nótese que cuando se intenta afinar, hablando por ejemplo de "visiones intelectuales" o "influjos especiales" en el espíritu de los testigos, ya se ha reconocido que no hay apariciones sensibles. Y, una vez reconocido esto, seguir empeñados en mantener que por lo menos vieron "fenómenos luminosos" o "percepciones sonoras" es entrar en un terreno ambiguo y teológicamente no fructífero, cuando no insano.
Esto no niega la veracidad de los testigos [...] Lo que está en cuestión es si lo visto u oído empíricamente por ellos es el Resucitado o son sólo las mediaciones psicológicas-semejantes, por ejemplo, a las producidas muchas veces en la experiencia mística o en el duelo por seres queridos-que en esas ocasiones y para ellos sirvieron para vivenciar su presencia trascendente y tal vez incluso ayudaron a descubrir la verdad de la resurrección. Pero, repito, eso no es ver u oír al Resucitado; si se dieron, fueron experiencias sensibles en las que descubrieron o vivenciaron su realidad y su presencia) [...]
Lo que sucede es que la novedad de la resurrección de Jesús, en lugar de ser vista como una profundización y revelación definitiva dentro de la fe bíblica, tiende a concebirse como algo aislado y sin conexión alguna con ella. Por eso se precisa lo "milagroso", creyendo que sólo así se garantiza la novedad. Pero, repitámoslo, eso obedece a un reflejo inconsciente de corte empirista.
No acaba de percibirse que, aunque no haya irrupciones milagrosas, existe realmente una experiencia nueva causada por una situación inédita, en la que los discípulos y discípulas lograron descubrir la realidad y la presencia del Resucitado. La revelación consistió justamente en que comprendieron y aceptaron que esa situación sólo era comprensible porque estaba realmente determinada por el hecho de que Dios había resucitado a Jesús, el cual estaba vivo y presente de una manera nueva y trascendente. Manera no empírica, pero no por menos sino por más real: presencia del Glorificado y Exaltado»: Resurrección 320-321.
«Se comprende entonces que, por sí misma, la presencia del dato narrativo no prueba ni rechaza la facticidad del sepulcro vacío. Por otra parte, quedan hechas dos constataciones importantes: la primera, que tampoco los datos exegéticos dirimen la cuestión, pues tanto una hipótesis como la otra cuentan con razones serias y valedores competentes; la segunda, que, como queda visto, en la interpretación actual la fe en la resurrección no depende de la respuesta que se dé a esa pregunta»: Resurrección 204.
«En este sentido resulta hoy de suma importancia tomar en serio el carácter trascendente de la resurrección, que es incompatible, al revés de lo que hasta hace poco se pensaba con toda naturalidad, con datos o escenas sólo propios de una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo al Resucitado, verle venir sobre las nubes del cielo o imaginarle comiendo son pinturas de innegable corte mitológico que nos resultan sencillamente impensables»: Resurrección 316.
«El hecho de la huida y ocultamiento de los discípulos fue, con toda probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como traición o pérdida de fe constituye una "dramatización" literaria de carácter intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la resurrección. En realidad, aparte de lo injusta que resulta esa visión con unos hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús, es totalmente inverosímil.
Algo que se confirma en la historia de los grandes líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección contraria, pues el asesinato de líder auténtico confirma la fidelidad de los seguidores: la fe en la resurrección, que los discípulos ya tenían por tradición, encontró en el destino trágico de Jesús su máxima confirmación, así como su último y pleno significado. Lo expresó muy bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo: Jesús no podía ser presa definitiva de la muerte, porque Dios no podía consentir que su justo "viera la corrupción" (cf. Hch 2,24-27)»: Resurrección 313-31
Andrés Torres Queiruga
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Sinodalidad en el Pueblo de Dios, Pedro Trigo
“ESTAR EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO”
Jesús dice a los
apóstoles Vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. En el
judaísmo había movimientos de renovación que rompían con su sociedad; por
ejemplo, los esenios de Qumran – que, por otra parte, no eran el único caso
del judaísmo de su tiempo- pensaban que todo estaba corrompido y que
ellos eran los únicos puros, por lo cual se separaban de todas las
instituciones, se iban al desierto y allí esperaban la venida del
Mesías.
Sin embargo, los
discípulos de Jesús no adoptan esa postura, sino que permanecen en medio
del pueblo; más aún, se acercan de una forma especial a los considerados
impuros, marginados, porque también a ellos, y quizás a ellos más que a
nadie, hay que anunciarles el amor de Dios.
Lógicamente, los
discípulos de Jesús están en el mundo pero no son de este mundo, porque
quieren que este mundo cambie, sea distinto, quieren que incorpore los
valores del Reino de Dios.
El cristianismo como
“marginalidad”.
Yo creo que esta
categoría sociológica se puede aplicar a todas las comunidades del NT y
puede resultar especialmente útil en nuestra reflexión. Los discípulos de
Jesús forman comunidades “marginales”, que no es lo mismo que
“marginadas”. “Marginales” quiere decir que están en el mundo pero que no
aceptan los valores convencionalmente establecidos, los valores hegemónicos
de la sociedad en la que se encuentran. Están en los márgenes, en la
frontera; es una situación ambigua, difícil de sostener, que puede
incluso tener derivas negativas pero que también puede tener aspectos muy
positivos porque pueden dar mucha lucidez; pueden proporcionar la
capacidad de descubrir aspectos de la realidad que normalmente pasan
desapercibidos.
Así entendida, la
“marginalidad” puede ser también un lugar donde se incuban actitudes
morales y culturales de superior calidad. Están en el Imperio, no huyen,
pero no aceptan los valores dominantes. Aquí habría que entrar en una
diferenciación: las diversas comunidades del NT “gestionan” la marginalidad
de una forma diferente.
En nuestras sociedades, la Iglesia está
dejando de tener la centralidad social que tenía en épocas aún bien
recientes. Esto que está ocurriendo se puede vivir como un desgarro, como
un despojo injusto –no entro en ello-, pero también como un signo del
Espíritu; se podría ver incluso en el sentido de que la crisis puede abrir
posibilidades positivas. A la Iglesia le cuesta aprender a vivir en la
marginalidad; la tentación puede ser reaccionar a la defensiva,
convertirse en un baluarte inexpugnable, “bunkerizarse” incomunicarse,
frente a una sociedad a la que considera hostil y presidida por el mal.
En mi opinión, el reto es recuperar la originalidad del valor evangélico
y proponerlo de forma positiva, como instancia crítica y humanizadora al
mismo tiempo.
Voy a decirlo con otras palabras, entrando en un debate muy actual
en el que intervinieron Ratzinger, antes de ser Papa, y Habermas,
probablemente el filósofo más importante en la Alemania de nuestros
días.
Entre “la reserva metafísica de la humanidad” y la propuesta
de un horizonte inesperadamente humanizador.
A veces, me parece
que la Iglesia está demasiado preocupada por ser, lo que yo llamaría “la
reserva metafísica de la humanidad”: Ante el pluralismo de las
democracias se dice que sólo la aceptación de unos valores enraizados en
la naturaleza humana, y previos a toda discusión, se puede evitar la
caída en un relativismo de fatales consecuencias. En la Iglesia actual,
este planteamiento dirige toda su presencia pública en los diversos
campos.
Pero esta defensa
de un derecho natural -que además se entiende de una forma muy abarcante
y que se impondría racionalmente- hace que la Iglesia vuelque en ello
todas sus fuerzas. Además, puede oscurecer la propuesta de los valores
más específicamente evangélicos -que no se imponen racionalmente, pero
que sí son razonables- que abren un horizonte insospechado de plenitud al
ser humano, que suscitan posibilidades inéditas.
Naturalmente, doy
por supuesto que hablo de sociedades en que se da un consenso moral
básico –lo que se llama una moral cívica, identificada con los DDHH- y
que, sobre esta base compartida por todos, existe un pluralismo de éticas
y cosmovisiones. La laicidad consiste en respetar estas cosmovisiones,
estas religiones, sin favorecer a ninguna, pero reconociendo su dimensión
pública. Actualmente, en la laica Francia, se habla de laicidad positiva,
entendiendo por tal una laicidad que, no sólo no aspira a extirpar
ninguna fe religiosa, sino que debe crear un ambiente favorable para el
desarrollo de los movimientos espirituales y religiosos, porque
enriquecen, cultural y moralmente a la sociedad.
Para los
discípulos de Jesús la laicidad es una situación muy positiva, porque
permite la convivencia respetuosa de la pluralidad. El discípulo de Jesús
se encuentra cómodo en una sociedad laica, en la que hace la oferta del
evangelio de una forma libre, responsable, positiva, humanizadora y
crítica, como ya veremos. El discípulo de Jesús debe distinguirse por su
libertad y por su espíritu crítico.
Vivimos en una
sociedad en la que Dios es cada vez más irrelevante, en la que la
dimensión espiritual profunda está muy sofocada, en la que no se lleva
comprometer la vida en serio para nada, y en la que la máxima aspiración es
el bienestar material. En esta situación, el evangelio es, ante todo, una
invitación al ser humano para que se abra a la trascendencia, que
reconozca que su captación de la realidad es muy limitada, que no se
cierra, por tanto, a dimensiones que superan su experiencia, que no
ahogue las preguntas que surgen por el sentido de la vida y de la
historia, que no deje de preguntar por el hecho de que no encuentre
respuestas claras y rápidas. Hay dimensiones espirituales del ser humano
que están maltratadas en nuestra civilización técnica y economicista. Y
estas dimensiones maltratadas se toman la revancha y, a veces, brotan de
forma irracional, como fundamentalismos.
En la sociedad actual, el discípulo de Jesús es
un testigo de la trascendencia y de la dimensión espiritual del hombre y
de la vida, y considera que así reivindica la raíz última de la dignidad
humana.
La Iglesia “en salida” y los fieles laicos
En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium el papa Francisco invita a todos los bautizados a redescubrir la alegría del Evangelio, y a llevarla a todos, especialmente a los más necesitados, a quienes la sociedad tiende a descartar porque no son productivos. Para el Papa, quien se ha abierto al amor de Dios no puede conservar sólo para sí la alegría del Evangelio, el gozo de haber encontrado a Cristo, sino que está llamado a transmitir a los demás la dicha de la fe.
EL ENIGMA DE JESUS
Jesús no se ha detenido mucho en hablarnos de sí mismo. Más bien, nos ha hablado con hechos, actuando de una manera tan sorprendente, enigmática y original, que la comunidad cristiana posterior se verá obligada, a la luz de la resurrección, a utilizar diversos títulos que expresen lo mejor posible el misterio encerrado en Jesús. Ciertamente, Jesús no se ha designado nunca con ciertos títulos que más tarde le atribuirán con razón las comunidades creyentes (Señor Salvador, Hijo de Dios, Palabra de Dios, Imagen del Padre, Dios…). Tampoco es fácil saber si Jesús se ha definido a sí mismo con el título de Hijo del Hombre, aunque muchos piensen así, apoyados en buenas razones.
Más interesante es ver la actitud de Jesús ante el título de Mesías (Cristo). Bastantes de sus contemporáneos han creído ver en Jesús el Mesías esperado en Israel, es decir, el Enviado por Yavé para establecer el reino davídico, liberando al pueblo judío de la dominación romana. Sin embargo, Jesús no se designa a sí mismo con el nombre de Mesías y adopta una postura de reserva cuando otros lo consideran como tal. No niega nunca ser el Mesías pero tampoco acepta este título indiscriminadamente (Mc 8, 29-33). Indudablemente, este título es ambiguo y ambivalente. Jesús no rechaza para sí abiertamente este título que encerraba tantas esperanzas de liberación para el pueblo. Pero, tampoco lo acepta sin más, ya que para muchos evocaba la figura de un liberador político-militar que Jesús no intenta ser. Más tarde, la comunidad cristiana, sin peligro ya de caer en malentendidos o falsas interpretaciones lo llamará así, y precisamente este nombre de Cristo se convertirá en el más importante para recoger la fe de los creyentes que ven en Jesús el verdadero liberador del hombre, el único que puede responder a las esperanzas y aspiraciones de la humanidad.
El testimonio de Jesús sobre sí mismo no debemos pues buscarlo tanto en los nombres que haya podido usar para definirse a sí mismo, sino en la actitud sorprendente y enigmática que ha adoptado durante su vida.
a. La autoridad de Jesús frente a la Ley
Jesús se presenta como el único que puede interpretar legítimamente la Ley de Moisés. Pero además, tiene la audacia de ponerse frente a esa Ley que, para el pueblo judío, recoge de manera suprema la voluntad de Dios. Con una autoridad y libertad sin precedentes, Jesús contrapone a la Ley antigua su nuevo mensaje que contiene, según él, la verdadera voluntad de Dios. (“Se dijo a los antepasados… pero yo os digo” en Mt 5, 21-48).
Jesús no invita a sus contemporáneos a que obedezcan a la Ley de Moisés, sino les pide que escuchen sus palabras (Mt 7, 24-27).
Esta actitud de Jesús es nueva, sorprendente, sin paralelismos en la tradición judía. Al atribuirse una autoridad que rivaliza y desafía a la de Moisés, Jesús se está colocando por encima de Moisés y está pretendiendo conocer, con certeza suprema e inmediata la voluntad verdadera del mismo Dios (Mt 11, 27). ¿Quién pretende ser Jesús? ¿Cómo puede estar seguro de conocer la verdadera voluntad de Dios? ¿De dónde le viene esta autoridad y libertad para adoptar esta actitud inaudita?
b. La concesión del perdón a los pecadores
Uno de los datos mejor atestiguados sobre Jesús de Nazaret es que ha compartido la misma mesa con pecadores a los que nunca un judío piadoso se hubiera acercado (Mc 2, 15; Lc 15,2). Esta actitud de Jesús no es solamente un desafío a las normas de convivencia y prejuicios de los grupos “selectos” de Israel. No es solo un gesto de solidaridad de Jesús hacia los más despreciados de su sociedad, ofreciéndoles su confianza y amistad. Es algo más profundo. Según la mentalidad judía de la época, compartir el mismo pan y participar juntos en la bendición inicial de Yavé significa sentirse solidarios delante de Dios. Así, Jesús se atreve a unirse a los pecadores delante de Dios y celebrar anticipadamente la fiesta final porque está convencido de que los publicanos y las prostitutas llegan antes al Reino de Dios (Mt 21, 31).
Además, Jesús ofrece el perdón de Dios a estos hombres y mujeres que, según la teología oficial de la época, deberían huir de El (Mc 2m 1-12; Lc 7, 36-50). Y lo hace de manera gratuita, sin exigirles una penitencia previa, con lo cual adopta una actitud sin precedentes en la historia judía. El mismo Bautista acoge a los pecadores pero para hacer penitencia. Jesús los acoge para concederles el perdón de Dios.
Y cuando es criticado por la sociedad judía, Jesús justifica su actuación apelando a la conducta misma de Dios: Dios es amor y perdón. Si él acoge a los pecadores y los perdona es porque al obrar así no hace sino actualizar el perdón de Dios a todo hombre perdido (Lc 15).
Con esta actitud, Jesús no solo se pone en contra de la Ley judía, sino que pasa a ocupar un lugar que, según la convicción y la fe judía, solo puede tener Dios. ¿Cómo puede estar seguro Jesús de que Dios actúa así con los pecadores? ¿Con qué derecho identifica su actuación con la de Dios? ¿Cómo puede pretender enseñar a los hombres a través de su actuación cómo es Dios en realidad?
c. El comienzo de la liberación del hombre
De todos los judíos conocidos en la antigüedad, Jesús es el único que se atreve a afirmar que el tiempo de salvación ya ha llegado. De manera modesta, oculta, casi insignificante, pero con verdadera fuerza, el Reinado de Dios en la vida del hombre se está abriendo camino ya ahora (Mc 4, 30-32; Mt 13, 31-33).
Más concretamente, Jesús vive convencido de que con su actuación y su mensaje, él mismo está ya haciendo realidad la acción salvadora de Dios en medio de los hombres. Los que conviven con él están siendo testigos de algo único (Lc 10, 23-24; 14, 31-32).
Jesús cree en la victoria salvadora de Dios no solo como una realidad futura final, sino como algo que comienza con él, con sus gestos, con su mensaje. Con él se ha asegurado ya la liberación del hombre pues Dios está actuando ya en medio de la vida (Lc 11, 20; Mt 12, 28).
Esto significa que Jesús se considera un factor decisivo para la salvación del hombre. La suerte final de los hombres depende de la postura que adopten ante él (Lc 12, 8). Pero, ¿por qué? ¿Cómo puede Jesús decir: “Quien quiera salvar su vida, la perderá. Pero, quien pierda su vida por mí y por esta Buena Noticia, la salvará”? (Mc 8, 35). ¿Cómo puede asegurar Jesús que Dios ha comenzado de manera decisiva a liberar al hombre precisamente con él, a partir de él?
d. La invocación a Dios como Padre
Jesús, al dirigirse a Dios en su oración, emplea una expresión sorprendente e inusitada. La sociedad que conoció Jesús veneraba tanto la grandeza y majestad de Dios que se evitaba pronunciar el nombre santo de Yavé. En la conversación ordinaria se acudía a otras expresiones o giros (v. g. el Altísimo; el Santo, alabado sea; la Gloria; el Señor de los cielos, etc.). En la lectura litúrgica de las Escrituras era sustituido por el término solemne de “Adonay” (nuestro Señor). Solo, una vez al año lo pronunciaba el Sumo Sacerdote, y lo hacía en medio de música y cantos litúrgicos que impedían se escuchara su voz.
En este ambiente, resulta todavía más sorprendente la actitud de Jesús que se dirige siempre a Dios llamándole “Abba” (Mc 14, 36). Este término no significa sencillamente “Padre”. Era una expresión infantil empleada generalmente por los niños para dirigirse a sus padres (papito). Jesús se dirige a Yavé con la misma confianza y familiaridad con que un niño judío se dirigía a su padre. Ningún judío se habría atrevido a llamar así a Yavé.
Esta actuación de Jesús causó tal impresión que los primeros cristianos no han querido traducir esta palabra al griego; la han conservado en su original arameo, tal como la pronunciaba Jesús: “Abba” (Rom 8, 15).
En su relación con Dios, Jesús manifiesta no solo una confianza desconocida, sino, incluso, la conciencia de vivir en una relación única con El, distinta de la que puedan tener otros hombres (Mt 11, 27). ¿Por qué? ¿Dónde se apoya esta confianza absoluta en Dios? ¿Por qué se atreve a invocar a Dios con conciencia especial de hijo? ¿Cómo puede pretender una relación única con Dios distinta y superior a la de los demás hombres?
La Iglesia es un pueblo reunido en comunidad, es la comunidad por la que Jesús murió (Juan 11,52). Pero la Iglesia es una comunidad peculiar, diferente de otras comunidades nacionales, culturales, políticas, sociales o religiosas.
La Iglesia es un pueblo congregado por la Palabra de Dios. La fe en la Palabra es la que nos convoca en la Iglesia. (Romanos 10, 14-17)
Por el bautismo entramos a formar parte de esta comunidad. El bautismo es la puerta de la Iglesia. (Juan 3, 5 Hechos 2, 38-41)
Esta comunidad se reúne para celebrar la Eucaristía, es decir para participar del Cuerpo y Sangre de Cristo. (1 Corintios 11, 17-34).
La Iglesia por el bautismo y la Eucaristía constituye el Cuerpo de Cristo.
“Y el pan que partimos ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo? Uno es el pan y por eso formamos todos un solo cuerpo, porque participamos todos del mismo pan” (1Cor 10, 17).
En la Iglesia existe igualdad entre todos sus miembros, que nacen de la misma fe y del mismo bautismo. Gálatas 3, 26-29.
Pero en la Iglesia hay diversas funciones, ya que el Espíritu Santo reparte sus dones para el bien de todo el Pueblo de Dios.
“Sean un cuerpo y un espíritu, pues al ser llamados por Dios, les dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo. Uno es el Dios, Padre de todos, que está por encima de todos y que actúa por todo y en todos. Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propia parte en la gracia divina, según como Cristo se la dio” (Efesios 4, 3-7).
Por esto en la Iglesia hay laicos casados, catequistas, profetas, religiosos, maestros, pastores…
Los pastores son los encargados de animar la fe de las comunidades con la palabra y el ejemplo, procuran mantener su unidad y su fidelidad al evangelio. Son servidores del Pueblo de Dios (Marcos 10, 42-45). Estos pastores son los obispos, colaborados por los sacerdotes.
El conjunto de comunidades forma una parroquia, presidida por el párroco. El conjunto de parroquias forma una diócesis, presidida por el obispo. Los obispos de un país forman la Conferencia Episcopal. Todos los obispos y las Conferencias Episcopales se unen bajo el obispo de Roma, el Papa, sucesor de Pedro, piedra de toda la Iglesia (Mateo 16,18), a quién el Señor confió el cuidado de toda la grey (Juan 21, 15-18).
Pero la cabeza de toda esta comunidad es Cristo. (Efesios 1, 22-23).
La comunidad eclesial, siguiendo los ejemplos y enseñanzas de Jesús, se preocupa especialmente de los miembros más débiles del Cuerpo de Cristo: los pobres, pequeños, sencillos, atribulados, marginados. La iglesia debe ser la Iglesia de los pobres:
“Cristo fue enviado por el Padre para evangelizar a los pobres y sanar a los contritos de corazón, para buscar y salvar lo que había perecido; de manera semejante la Iglesia abraza con amor a todos lo afligidos por la debilidad humana, más aún reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y se esfuerza por aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo” (Constitución dogmática de la Iglesia, Vaticano II, n8).
Finalmente la Iglesia es un pueblo que vive la comunión: con el Padre (1 Juan 1,5) con Cristo (1 Corintios 10,16) y con los hermanos, llegando hasta compartir sus bienes con los más necesitados (Hechos 2,42). Así la Iglesia refleja ante el mundo el misterio profundo de Dios y su Plan de formar una familia humana (Juan 17,21).
Preguntas:
¿Qué característica de las indicadas te llama más la atención y te resulta más nueva?
¿Cuál de estas características te parece más importante para tu comunidad eclesial?.
Lecturas bíblicas:
La Iglesia como Cuerpo de Cristo. (1 Corintios 12, 12-31).
La comparación de la viña, (Juan 15).
Los diferentes dones del Espíritu en la Iglesia, (Romanos 12, 4-8).
Consejos a los pastores, (1 Pedro 5,1-4).
La unión de todos los cristianos, (Filipenses 2, 1-11).
La vida nueva del bautizado, (Colosenses 3).
“Jesús es el Pan vivo.
El universo es nuestra mesa, hermanos
Las masas tienen hambre.
y este Pan es su Carne
destrozada en la lucha
vencedora en la muerte.
Somos familia en la fracción del pan.
Sólo al partir el pan
podrán reconocerlos.
Seamos pan, hermanos.
Danos, oh Padre, el pan de cada día.
el arroz o el maíz o la tortilla,
el pan del Tercer Mundo”
(Obispo Pedro Casaldáliga).
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A partir de la resurrección de Jesús, los creyentes podemos creer en Dios con una luz nueva.
Dios, fiel a
sus promesas
Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que Dios es fiel a sus promesas. Dios es incapaz de abandonar en la muerte al que le invoca con fe, como Padre. Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que Dios no abandonará a los hombres, no defraudará nunca la esperanza que los hombres pongan en El, no permitirá jamás el fracaso final de aquellos que le invoquen como Padre. En Cristo resucitado, Dios se nos descubre como un Padre fiel a sus promesas de salvar al hombre, un Padre dispuesto a salvar al hombre por encima de la muerte.
Dios,
vencedor de la muerte
En Cristo
resucitado descubrimos que Dios es capaz de resucitar lo muerto. Dios no es solamente el Creador. Dios es un Padre, lleno de amor y de vida,
capaz de superar el poder destructor de la muerte y dar vida a lo que ha
quedado muerto (Ef 1, 18-20).
Se entiende la fe de los primeros creyentes que mantienen su esperanza en medio de esta vida en que todo camina, de alguna manera, hacia la muerte. “No pongamos nuestra confianza en nosotros mismos sino en Dios que resucita a los muertos” (2 Cor 1, 9).
Dios, futuro
del hombre
Si Dios ha resucitado a Jesús, quiere decir que Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Dios no quiere la muerte sino la vida de los hombres. Al resucitar a Jesús, Dios se nos descubre como Alguien que no permitirá que una vida humana vivida en el amor termine en el fracaso de la muerte. Dios es el futuro que le espera al hombre que sabe amar.
Los primeros cristianos han vivido convencidos de que Dios no permitirá jamás que un hombre que ha vivido como Jesús, desde el amor y para el amor, entregado al Padre y a los hermanos, termine su vida en la muerte. Así escribe uno de ellos: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3,14)
Dios
protesta contra el mal
Al resucitar
a Jesús, Dios se nos descubre como Alguien que no está de acuerdo con nuestra
existencia actual, llena de sufrimientos y dolor, y destinada fatalmente a una
muerte que rompe todos nuestros logros y proyectos.
Todavía más. En Cristo resucitado. Dios se nos descubre como Alguien que no está conforme con un mundo injusto en el que los hombres somos capaces de crucificar al mejor hombre que ha pisado nuestra tierra. Al resucitar a Jesús, Dios nos descubre su reacción y su protesta final ante un mundo de injusticia y de violación de la dignidad humana. Así predicarán los primeros creyentes: “Ustedes lo mataron… pero Dios lo resucitó” (Hch 2, 23-24).
UNA FE NUEVA
EN JESUS, RESUCITADO POR EL PADRE
A partir de la resurrección, los creyentes vivimos con una fe nueva nuestro seguimiento a Jesús.
Jesús,
nuestro Salvador
En la
resurrección descubrimos los cristianos que Jesús es nuestro único
Salvador. El único que nos puede llevar
a la liberación y a la vida. “No hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos” (Hch 4, 12).
El mensaje
de Jesús tiene un valor muy distinto al que puedan tener los mensajes de otros
profetas. La actuación salvadora de
Jesús tiene un valor muy distinto al que pueden tener las de otros liberadores. Dios no ha resucitado a cualquier profeta o
a cualquier liberador. Dios ha
resucitado a Jesús de Nazaret.
En la resurrección de Cristo hemos descubierto que nuestra vida tiene salida. Hay un mensaje, hay un estilo de vivir, hay una manera de morir, hay Alguien que nos puede llevar hasta la vida eterna: Jesucristo. “A éste le ha exaltado Dios con su derecha como jefe y Salvador” (Hch 5, 31).
Jesús, Hijo
de Dios vivo
La
resurrección nos ha descubierto que la muerte de Jesús no ha sido una muerte
cualquiera. Su muerte ha sido el paso a
la vida de Dios. La resurrección nos ha descubierto que Jesús no era un hombre
cualquiera. Dios, realmente es su
Padre. Un Padre del que Jesús recibe
toda su vida. Por eso, Jesús no ha quedado
abandonado en la muerte.
A partir de la resurrección, los cristianos creemos en Jesús, el Hijo de Dios vivo, lleno de fuerza y creatividad, que vive ahora junto al Padre, intercediendo por los hombres e impulsando la vida hacia su último destino (Heb 7, 25; Rom 8, 34).
Jesús, vivo
en su comunidad
Si Jesús ha
resucitado no es para vivir lejos de los hombres. El Resucitado está presente en medio de los
suyos. “Sepan que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
(Mt 28, 20).
Los cristianos creemos que Cristo vive en medio de nosotros. No estamos huérfanos. Cuando nos reunimos dos o tres en su nombre, allí está El (Mt 18, 20). La Iglesia no es una organización solitaria, una comunidad que camina sola por la historia. Es el “cuerpo de Cristo” resucitado. Es Cristo resucitado el que anima, vivifica y llena con su espíritu y su fuerza a la comunidad creyente (Ef 4, 10-12).
El encuentro
con Jesús vivo
Jesús
resucitado no es un personaje del pasado.
Para los cristianos, Cristo es Alguien vivo que camina hoy junto a
nosotros en la raíz misma de la vida (Jn 14, 13-14). Creemos que Jesús no es un difunto. El actúa en nuestra vida, nos llama y nos
acompaña en nuestra tarea diaria (Lc 24, 13-35).
Por eso, creer en el Resucitado es dejarnos interpelar hoy por su palabra viva, recogida en los evangelios. Palabras que son “espíritu y vida” para el que se alimenta de ellas (Jn 6, 63). Creer en el Resucitado es verlo aparecer vivo en el último y más pequeño de los hombres. Es decir, saber acoger y defender la vida en todo hermano necesitado (Mt 25, 31-46).
Cristo
resucitado, futuro del hombre
Jesús,
resucitado por el Padre, solo es “el primero que ha resucitado de entre los
muertos” (Col 1, 18-19). El se nos ha
anticipado a todos para recibir del Padre esa vida definitiva que no está
también reservada a nosotros. Su
resurrección es el fundamento y la garantía de la nuestra (1 Cor 15, 20-23).
No podemos
creer en la resurrección de Jesús sin
creer en nuestra propia resurrección.
“Dios que resucitó al Señor, también nos resucitará a nosotros por su fuerza” (1 Cor 6, 14). En Cristo resucitado se inicia nuestra propia resurrección porque en El se nos abre definitivamente la posibilidad de alcanzar la vida eterna.
UNA FE NUEVA
EN LA VIDA DEL HOMBRE
A partir de la resurrección de Jesús, los cristianos comprendemos la vida del hombre de una manera radicalmente nueva y nos enfrentamos a la existencia con su horizonte nuevo.
El mal no
tiene la última palabra
Si hay
resurrección, ya el sufrimiento, el dolor, la injusticia, la opresión, la
muerte… no tienen la última palabra. El
mal ha quedado “despojado” de su fuerza absoluta.
Si la muerte, último y mayor enemigo del hombre, ha sido vencida, el hombre no tiene ya por qué doblegarse de manera irreversible ante nada y ante nadie. Las muertes, las luchas, las lágrimas de los hombres continuarán, pero, si se vive con el espíritu del Resucitado, no terminarán en el fracaso. Los cristianos nos enfrentamos al mal y al sufrimiento de la vida diaria, sabiendo que a una vida “crucificada” solo le espera resurrección. Nos sostiene la palabra de Jesús: “En el mundo tendréis tribulación, pero, ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
La historia
del hombre tiene una meta
Con la resurrección de Jesús se nos ha desvelado el sentido último de la historia. Ahora sabemos que la humanidad no camina hacia el fracaso, la historia de los hombres no es algo enigmático, oscuro, sin meta ni salida alguna. La vida de los hombres no es un breve paréntesis entre dos vacíos silenciosos. En el Resucitado se nos descubre ya el final, el horizonte que da sentido a la historia humana.
Una nueva
fuerza liberadora
La fe en la resurrección es fuente de liberación. El que cree en la resurrección tiene una nueva fuerza de liberación ya que su vida no puede, en definitiva, ser detenida por nada ni por nadie. La fe en la resurrección puede y debe dar a los creyentes capacidad para vivir entregados sin reservas, con el espíritu de Jesús, de manera incondicional y sin presupuestos. La fe en la resurrección se debe convertir para el creyente en una llamada a la liberación individual y colectiva.
La fuerza
resucitadora del amor
En la
resurrección de Jesús descubrimos la fuerza resucitadora del Espíritu. Lo que ha resucitado a Jesús y lo ha
levantado de la muerte es el Espíritu que lo animó a lo largo de su vida. Y es ese mismo Espíritu y ese mismo amor el
que nos resucitará a nosotros si vivimos impulsados por él (Rom 8,11).
Una vida
animada por el Espíritu de Jesús no terminará en la muerte. Resucitaremos en la medida en que hayamos
vivido con el Espíritu de Cristo. De
todos nuestros esfuerzos, luchas, trabajos y sudores, permanecerá lo que haya
sido realizado en el Espíritu de Jesús, lo que haya estado animado por el amor
(Ga 6, 7-9).
CUERPOS Y ALMAS
El cristianismo occidental
copió el sistema operativo griego
y lo espolvoreó con citas bíblicas,
bautizó a Aristóteles.
Si Vd. parte de la base de que en el hombre hay dos partes distintas: una, el alma, la espiritual, la inteligente, la inmortal, la pura, y otra, el cuerpo, lo material, lo pasional, lo perecedero, lo impuro…
Es lógico que se dedique a “salvar almas”.
Si, además, descubrimos que quien engaña, quien arrastra a la pobrecita alma es el cuerpo…, habrá que darle palos al cuerpo como culpable de todos nuestros males.
Ahí radican todas las penitencias corporales, los ayunos, los latigazos de los penitentes y tanta historia medieval, que si no fuese tan triste, provocaría el choteo.
Bueno, pues de ese enfoque teológico, elaborado en tiempo de los picapiedras, arrancan la moral y la piedad mal llamadas cristianas, actualmente vigentes.
Consideración final.
Yo no sé si tengo un alma. Es decir: un ser distinto e independiente de mi cuerpo, a quien le debo mi poca o mediana inteligencia, inmortal, creada directamente de Dios…
Si la tengo, no tengo el gusto de conocerla. Yo sólo conozco a un tal Luis, un tío ya vejete, que cree en Dios, que espera en Dios, que ha sido y sigue siendo un trasto, pero que profesa la fe cristiana, firme y con orgullo. Fe en la que quiere morir y que no le deja vivir.
Un tal Luis, que morirá pronto. Y que tercamente sigue convencido de que el Padre no le va a “revivir”, sino que lo va a resucitar. Y esto, después de morir en “cuerpo y en alma”. Pero volverá a nacer, él mismo –no reencarnado en un sapo sino en los brazos del Padre- junto a Jesús, del que se ha fiado.
¿Y cuánto tiempo pasará desde la muerte a la resurrección? ¿Será ese mismo día, después de tres días, o al final de los tiempos? Esa pregunta está mal hecha. No tiene sentido ni siquiera el planteamiento. Porque con la muerte se acabó el “tiempo”. Y terminado el tiempo, ya no hay días, ni horas, ni cuándos. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿De qué manera? Ese tipo de periodismo no vale para la Resurrección.
Yo sólo sé que viviré eternamente, porque creo en Jesús.
Luis Alemán Mur
La pobreza no solo es una cuestión social
Gustavo Gutiérrez: “La pobreza no solo es una cuestión social, es una cuestión teológica, una cuestión central en el mensaje cristiano. Cuando hablamos de caridad, no olvidemos la justicia”.
“Estamos en la época post-socialista, post-capitalista, post-industrial. A las personas les gusta decir que estamos en la época post. Pero no estamos en la época post-pobreza. La Iglesia pobre y para los pobres, como dice Papa Francisco, es amiga de los pobres”, señaló recientemente el padre Gustavo Gutiérrez en el Vaticano, en un contexto en el que la prensa internacional ha considerado como un acercamiento y un acto –de parte del Papa Francisco– de reivindicación para con la Teología de la Liberación.
Aunque cuando los periodistas le preguntaron sobre la Teología de la Liberación y la problemática relación del pasado con la Congregación para la Doctrina de la Fe, el dominico peruano dijo que nunca fue condenado. “Nunca hubo ninguna condena por parte del Vaticano”, precisó. “Hubo un diálogo, muy crítico, es cierto, a veces difícil. La noción central de la Teología de la liberación es la opción preferencial por los pobres, esto es el 90% de la Teología de la liberación. Creo que ahora, con el testimonio de Papa Francisco, es más claro. No es un cambio radical, si no hay mayor claridad.
El Papa Francisco ha explicado que la opción preferencial por los pobres es una cuestión teológica. Se puede abrir la Biblia y el tema de los pobres está ahí, en el Antiguo Testamento, en el Nuevo Testamento. Están los pobres, no los teólogos… Creo que la crítica y la autocrítica de los teólogos de la liberación fue un paso importante, pero la teología es un acto segundo, no secundario sino segundo. Yo era cristiano antes de ser teólogo. La teología es parte de mi vida, me gusta mucho la teología”.
Pero la teología “no puede es una metafísica religiosa, es una reflexión sobre la práctica de la caridad y de la justicia, puede dar una visión a quien está comprometido en la práctica de la caridad y de la justicia”, y hoy, que existe “entre la riqueza y la pobreza el mayor abismo que haya existido en la humanidad”, la Iglesia, “que existe para dar testimonio del Evangelio”, no puede no ocuparse de esto intensamente. En este sentido, “no hablaría de “rehabilitación” de la Teología de la liberación, porque nunca fue inhabilitada, lo importante es “rehabilitar” siempre el Evangelio. Se puede decir que en este momento el clima sobre esta teología es diferente”.
“La pobreza, en la Biblia y en nuestro tiempo no es una cuestión meramente económica. La pobreza es mucho más que esto. La dimensión económica es importante, quizás primaria, pero no es lo único”, dice Gutiérrez.Tomando nota de que hemos llegado a ser más conscientes de las múltiples dimensiones de la pobreza, Gutiérrez dice que “la pobreza era claramente el punto de partida de la teología de la liberación, aunque no habíamos comprendido completamente su complejidad o variedad”.
El sacerdote dominico reiteró que los teólogos de la liberación se refieren a los pobres en un sentido sociológico, como personas “que son invisibles y y no tienen derechos”. “Es posible ser insignificante por varias razones: Si usted no tiene dinero, en nuestra sociedad es insignificante; el color de su piel puede ser una razón más para ser considerado insignificante … lo que es común entre los pobres es la insignificancia, la invisibilidad, y la falta de respeto”, alerta. Así, “el sentido de la no-persona puede ser causada por varios prejuicios”, ya sea por motivos de raza, sexo, cultura o estatus económico.
Luego agregó que “la pobreza es hoy un fenómeno de nuestra civilización globalizada. Durante siglos, los pobres han estado cerca de nosotros, vivieron más o menos cerca de nosotros, en la ciudad o en el campo. Sin embargo, hoy nos hemos dado cuenta de que la pobreza va mucho más allá de nuestra mirada, es un fenómeno global, si no universal. La mayoría de los seres humanos en el mundo viven en la condición que llamamos la pobreza”.
Nivel Social
En un nivel social, la liberación trata de la transformación de nuestras relaciones con los otros y de la transformación de las estructuras sociales que afectan negativamente a esas relaciones. Ella implica la eliminación de la dominación, del abuso y del sometimiento que degradan las interacciones humanas. La discriminación de otros, a causa de raza, género, cultura, religión o clase social, no es sólo una injuria contra las víctimas, sino que deshumaniza a los opresores. Cuando esa injusticia queda entretejida en la misma textura de la vida social, de tal manera que privilegia a unos excluyendo a otros, ella constituye una amenaza contra el desarrollo pacífico de la sociedad humana.
En un nivel social, la liberación quiere eliminar la pobreza y las causas estructurales de la pobreza. Dado que ella es una condición inhumana que afecta negativamente a las relaciones e impide el desarrollo de los seres humanos, la pobreza significa muerte, no sólo muerte final, sino también la muerte que brota de las condiciones deshumanizadoras de la miseria; de esa forma, la pobreza se experimenta como disminución de vida. La liberación social tiende hacia una visión de la sociedad que se basa en la dignidad humana, en el carácter igualitario de las relaciones humanas y en la preocupación por los miembros más vulnerables de la comunidad.
Nivel personal
En el nivel personal, la liberación se relaciona con las estructuras internas que influyen en nuestras relaciones con nosotros mismos y, de un modo consecuente, con otros. En este campo, ella implica la liberación de aquellos hábitos cognitivos y de aquellos modelos de personalidad que deshumanizan a los otros, tales como las actitudes de superioridad, el machismo, el racismo y otras mentalidades destructivas.
A veces, la liberación personal exige que se ayude a los pobres a cambiar la forma en que piensan sobre sí mismos, especialmente en el caso de que ellos vean su condición como un destino o, peor aún, en el caso de que la vean como algo que Dios mismo ha mandado. Paolo Freire habla de una “concienciación de los pobres” y, con esta palabra, se refiere al hecho de que, si no cambian la visión que tienen de sí mismos, los pobres nunca serán libres. Algunos teólogos de la liberación creen que uno de los mayores crímenes de la pobreza consiste en el hecho de que los pobres comienzan a internalizar los estereotipos negativos con los que viven, en su vida diaria. En ese plano, la conversión significa el redescubrimiento del designio original de la creación, según el cual, los hombres y mujeres están llamados a ser unos seres libres, dignificados, capaces de amar.
Nivel religioso
En el nivel religioso, la liberación trata de nuestra relación con Dios. En este plano, la liberación significa libertad respecto del pecado, que es la última fuente de la injusticia y de las opresiones. El pecado consiste en romper la amistad con Dios y con los otros, y la liberación es el proceso a través del cual se restauran los lazos de amistad que han sido destruidos por el pecado. La teología de la liberación considera que toda forma de opresión es pecadora, un ataque contra el amor. Sólo Dios, a través del amor redentor de Cristo, puede realizar esta liberación total de los seres humanos y conseguir la reconciliación completa en todos los niveles de nuestras relaciones.
En el nivel religioso, no sólo invita a los oprimidos, para que asuman un camino de conversión, sino también a los opresores. Esta liberación, que comienza en el corazón y transforma toda la persona, hace posible el nacimiento de aquello que la Gaudium et Spes llama “un nuevo humanismo”. En esta nueva creación, los hombres y mujeres se definen a sí mismos, primariamente, a través de sus relaciones con Dios y de su responsabilidad con sus hermanos y hermanas (GS 55). Según eso, la teología de la liberación no es tanto una nueva teología, sino una articulación nueva (contemporánea) de un tema antiguo, es decir, de la liberación o salvación de todos los pueblos, en todos los niveles de su existencia.
Contra lo que deshumaniza al hombre (1, 21-28)
Yo creo que Jesús no comenzó a predicar en su tierra. Ya ven cómo en donde menos confianza se le tiene a un profeta es en su propia familia. Eso lo habría de experimentar Jesús mismo poco tiempo después. Durante un tiempo Cafarnaum, el pueblo de Pedro y Andrés, Juan y Santiago, al norte del lago de Galilea, fue su base de operaciones.
Llegó a Cafarnaum con su pequeño grupo, que apenas comenzaba. Y un sábado se fue luego a la sinagoga. Era un desconocido. Pero pidió la palabra y comenzó a hablar. Y algo comenzó a suceder en la gente. Lo que les decía, nacido de su experiencia de Dios, les calaba hondo y los sacudía. Nada del tono rutinario, legalista, regañón e impositivo de los escribas; la predicación de estos les cerraba la esperanza, los hacía sentir a Dios lejos de ellos, verlo como Juez inflexible, ante el que no había escapatoria. Al oír hablar a Jesús sentían un nuevo ánimo, así como la brisa fresca en el calor del desierto, así como la mano suave y firme sobre el hombro apenado, así como los ojos del amigo, vistos a través de las lágrimas, así como el triunfo de la vida sobre la muerte.
Más que lo que decía, impactaba ese poder de sus acciones en favor de la vida y contra el mal que aplasta al hombre. La presencia de Jesús privaba al mal de toda fuerza. Esa era la clave de su autoridad: no tenía estudios, ni credenciales o títulos que lo autorizaran, pero cuando él hablaba, algo comenzaba a cambiar en favor de los que sufren.
La gente sencilla tiene un sexto sentido. Y comparaban: ‹‹Ese no es como los escribas; ese sí habla con autoridad››. ¿Qué autoridad, si no tenía estudios, ni formación?. La autoridad que da la convicción de tener una misión y de ser responsable de una causa: la causa del Padre, la causa de la vida.
Su enseñanza era como un viento fresco en el verano, como la brisa de la tarde; alentaba la esperanza. Los escribas hablaban y hablaban y no sucedía nada nuevo. Sólo la carga cada vez más pesada de preceptos y prohibiciones. En cambio, Jesús hablaba y empezaban a suceder cosas nuevas que les hacían tener nuevas esperanzas en que el futuro sería diferente.
Pero volvamos a lo que les platicaba de aquella primera vez que Jesús habló en la sinagoga de ellos en Cafarnaum. Aquel ambiente de atención, de cosa nueva, fue interrumpido de pronto por unos gritos: ‹‹¿Por qué te metes con nosotros, Jesús Nazareno?. ¿Viniste a acabar con nosotros?. ¿Quién te crees?. ¿El santo de Dios?. Yo te conozco y sé quién eres››.
Es que había allí un pobre hombre medio loco, que constantemente estaba gritando e interrumpiendo; a esas gentes que vivían como fuera de sí, como poseídos por una fuerza del mal que les hacía daño y que los empujaba a dañar a otros, se les veía como endemoniados. La gente se quedó como paralizada, a la expectativa. Empezaron a hacer un hueco en torno a él, más que nada por miedo a esa fuerza que se apoderaba de él cuando le daba el ataque.
¿Qué le quería decir a Jesús?. ¿De dónde le venían esas palabras?. ¿Sabía lo que estaba diciendo?. ¿O quería burlarse de él?. Porque decirle a alguien ‹‹santo de Dios›› era peligroso para alguien como Jesús, sin títulos ni credenciales. Algunos, molestos por la interrupción, pedían que lo sacaran. Jesús no; no era contra el hombre que sufre, sino contra el mal que lo oprime contra lo que había que luchar. Y se enfrentó al hombre y, en él, a esa fuerza oscura que lo dominaba, y con toda energía le exigió: ‹‹Cállate y sal de él››.
Todavía hubo un momento de confusión, porque aquel hombre empezó a estremecerse, a sacudirse, a azotarse contra el suelo, gritando con fuerza, como si ese mal que salía de él lo estuviera estrujando por dentro y luego, poco a poco, se fue serenando, volviendo en sí, y quedó sano.
Ante Jesús y su palabra el mal se debilitaba y nada podía contra la vida. Y así quedaba claro que, aunque el mal es más fuerte que el hombre, no puede contra Dios. Y que lo que Jesús anunciaba -que el plazo para el mal se había terminado y que Dios estaba ya comenzando a reinar- era la gran noticia.
Todos se quedaron estupefactos ante aquello; nadie podía parar aquel hablar y hablar buscando una explicación. Y sólo había una: que estaban ante una nueva manera de enseñar; con hechos, con poder de Dios. Jesús hablaba y sucedía lo nuevo: el hombre quedaba liberado del mal que lo esclavizaba. Sus hechos mismos eran su enseñanza. Había anunciado que el plazo para el mal ya se había vencido, y que Dios estaba llegando para reinar y aquel hombre liberado del demonio era el testimonio de la verdad de su anuncio.
Pero antes de seguir, quiero dejar en claro una cosa. Jesús jamás se cuidó de sí mismo, de su imagen, ni de probar nada acerca de su persona. Lo que lo acaparaba totalmente era el Padre y su causa, la causa de la vida, el que los hombres aceptáramos el reinado de Dios y que creyéramos que con él se abrían nuevas posibilidades para el hombre. Esto lo digo, porque Jesús sufrió ciertamente la tentación de la popularidad. La venció, pero tuvo que enfrentarse con ella. Y también tuvo que aprender a manejar algo más peligroso para él: acaparado por el Reino y por la causa de la vida, dejaba en segundo término cosas que para los judíos eran muy importantes, por ejemplo, la guarda del sábado... en una situación en la que había pena de muerte para quien lo violara.
Ya había sucedido en el pasado: un hombre que había recogido leña en sábado había sido apedreado por órdenes de Moisés. Y Jesús había curado a un hombre en sábado, en público y en la sinagoga misma... En ese primer momento la gente, sorprendida por la vida que de él manaba, tal vez no cayó en la cuenta de eso. Seguramente algún fariseo o escriba se haya inquietado. Pero ¿cómo negar la evidencia de que allí había vida?.
Las noticias corren; por todas partes de Galilea se empezó a saber de lo que Jesús hacía y decía. Y eso le comenzó a crear problemas. Porque la gente comparaba... y los escribas y fariseos no salían nada bien librados en esa comparación.
El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
EL camino que recorreremos nosotros
La primera comunidad fue descubriendo el misterio encerrado en Jesús a partir de una doble experiencia: el contacto con Jesús durante su vida y su exaltación después de la ejecución en la cruz.
Si queremos nosotros seguir los pasos de esta comunidad, debemos evitar dos errores: 1) El partir únicamente de su resurrección, olvidando totalmente quién fue Jesús de Nazaret, cómo actuó, qué postura adoptó ante la vida, etc. En este caso, podríamos llegar a afirmaciones muy solemnes sobre Jesús y llamarlo Señor, Mesías, Salvador, Hijo de Dios, etc., pero desconoceríamos su personalidad concreta y no podríamos aprender de él cómo debemos enfrentarnos a la vida para alcanzar un día la resurrección. 2) El partir únicamente de su historia terrestre olvidando la resurrección que da sentido a toda su vida y su muerte. En este caso, nos informaríamos de la vida de un gran hombre, llamado Jesús, pero nunca llegaríamos a descubrir su verdadera originalidad como liberador definitivo de este hombre que termina siempre fatalmente en la muerte.
Para un cristiano, Cristo es la verdad última de la vida, el criterio supremo de actuación y la única esperanza de salvación y liberación definitiva.
Importancia de Jesucristo para el cristiano
La fe cristiana no consiste en aceptar un conjunto de verdades teóricas sino en aceptarle a Cristo, creerle a Cristo y descubrir en él la última verdad desde la cual podemos iluminar nuestra vida, interpretar la historia del hombre y dar sentido último a esa búsqueda de liberación que mueve a toda la humanidad. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de las diferentes ideologías e interpretaciones de la vida, busca en Jesucristo el sentido último de la existencia.
La fe cristiana no consiste tampoco en observar unas leyes y prescripciones morales procedentes de la tradición judía (v. gr. los diez mandamientos), sino aceptar a Cristo como modelo de vida en el que podemos descubrir cuál es la tarea verdadera que debe realizar el hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que frente a diversas actitudes y estilos de vivir y comportarse, acude a Cristo como criterio último de actuación ante el Padre y ante los hombres.
La fe cristiana no es tampoco poner nuestra esperanza en un conjunto de promesas de Dios más o menos generales, sino apoyar todo nuestro futuro en Jesucristo nuestro Salvador, muerto por los hombres pero resucitado por Dios, el único del que podemos esperar una solución definitiva para el problema del hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de los fracasos y dificultades de la vida y frente a diferentes promesas de salvación, espera de Cristo resucitado la salvación definitiva del hombre.
Por eso, en cualquier época, los creyentes que deseen vivir fielmente su fe cristiana, tendrán que preguntarse una y otra vez: ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Quién es hoy Cristo para nosotros? ¿Qué podemos esperar de El?
El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
El Reino de Dios en los Evangelios
Cualquiera que se moleste en abrir las páginas de los tres primeros evangelistas (Mateo: Mt, Marcos: Mc, Lucas: Lc) verá que a cada paso tropieza con esa expresión, y en seguida se persuadirá de que para Jesús es una referencia fundamental. Él comienza proclamando que ya llega (Mc 1,15); en su oración nos insiste en que pidamos que llegue (Mt 6,10); nos ilustra sobre la actitud que debemos tener para acogerlo (Mc 10,15); explica que hay personas que están cerca de él (Mc 12,34); exhorta a que estemos en vela para poder entrar en él cuando llegue (Mt 25,1-13).
Asienta que es Dios quien lo da por puro beneplácito (Lc 12,32), y especifica a los destinatarios (Lc 6,20; Mt 5,3.10), lo que supone que o bien no es para todos o que está destinado de un modo especial a determinadas personas. Por otra parte habla repetidamente de entrar en el reino, lo que parecería presuponer que es un espacio o dimensión ya presente al que hay que acceder (Mt 5,20;7,21;23,13).
En todos estos textos aparece que hay gente que ciertamente no va a entrar, si no cambia radicalmente de actitud. Por tanto pide la conversión como actitud consecuente al creer en su propuesta (Mc 1,15). Los pasajes que se refieren a las condiciones para entrar y los que anuncian que viene tienen de común que para los oyentes es un acontecimiento inminente pero futuro, ya que si habla de qué hay que hacer o evitar para entrar en él, presupone que todavía no han entrado. Sin embargo, en otros afirma que el reino ya está presente (Lc 17,21); es la semilla que va plantando en medio del pueblo y en el corazón de cada quien (Mc 4,3-11); lo hacen presente sus obras liberadoras (Lc 11,20). Más aún, su misma presencia marca el inicio del tiempo del reino, un tiempo tan cualitativamente superior al anterior que el menor de los que lo acepten será mayor que Juan Bautista, que es el mayor de los que habían vivido antes del reino (Lc 7,28). Por eso en sus parábolas del reino, él, que se califica a sí mismo de maestro iniciado en los secretos del reino (Mt 13,52), lo compara a la perla de más valor y a un tesoro fabuloso. Cuando alguien da con él, de la alegría, vende todo cuanto posee para adquirirlo (Mt 13,44-46). El reino de Dios es, dice en el mismo tono, un gran banquete, el banquete sin término que ofrece el propio Dios (Lc 22,16), el banquete de bodas de su hijo (Mt 22,2).
Jesús, portador del Reino
Jesús es el heraldo que comunica esta gran noticia, el evangelizador por excelencia (Mc 1,14; cf Isaías 52,7). Pero es también y sobre todo el evangelio porque esa alianza nueva y definitiva se realiza en Jesús (Lc 4,17-21). Jesús es el sí de Dios, porque en él Dios cumplió todas sus promesas (2 Corintios 1,19-20). Por eso dice a sus discípulos: "dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver los que ustedes ven, pero no lo vieron" (Lc 10,23-24).
La gente popular sí percibió que en Jesús pasaba Dios salvadoramente. En sus palabras y sus signos, en su presencia sentía ese sobrecogimiento y ese entusiasmo que es la reacción típicamente humana ante la presencia de lo divino (Lc 4,36; 5,26; 6,17-19; 7,16; 8,25.37.56; 9,43; 11,14; 13,17; 18,43). La gente sí canceló la cotidianidad para estar con Jesús, de tal manera que permanecían con él días enteros olvidándose hasta de comer y Jesús no tenía espacio ni tiempo para hacerlo. Para la gente la presencia de Jesús abría posibilidades inéditas. La enfermedad, la desesperanza, la postración, cedían y la fe en Jesús los movilizaba. A través de su entrega servicial, humilde y fuerte, percibían que Dios se hacía presente llenándolos de energías de vida, de un dinamismo esperanzado, de sentido, de la fuerza de su amor. No era un entusiasmo enajenante y adormecedor. Por el contrario, las palabras de Jesús eran como una espada, contenían una luz que los desnudaba por dentro hasta disolver sus mentiras y abrirse paso la verdad que libera. Jesús era el catalizador que originaba una transformación liberadora en los diversos campos y dimensiones de la existencia.
Reino y antirreino
La distinción entre la humanidad tal como es propuesta en las diversas culturas y la humanidad de Jesús de Nazaret es necesario mantenerla porque ella explica que su propuesta no fuera aceptada por los intelectuales de esa cultura y por los que la representaban a nivel religioso, social y político. A Jesús lo siguieron algunos intelectuales y jefes y algunos considerados como buenos ciudadanos, pero el grueso de sus seguidores lo constituyeron los excluidos de esa cultura, los despreciados por ella, los discriminados, que, como hoy, eran la mayoría. Jesús murió condenado a muerte por las autoridades, es decir exhibido por los representantes legítimos de la religión revelada y por un imperio que ha pasado a la historia como inspirador de derecho y justicia, como modelo de lo que no se debe hacer ni ser. Eso significa que los paradigmas humanos establecidos distan mucho e incluso contradicen lo que Dios tiene en mente cuando crea al ser humano. Jesús, el paradigma de humanidad propuesto por Dios, fue desechado. Así pues, las ideologías que segregan las culturas pueden ser tinieblas que ocultan y justifican situaciones, estructuras e instituciones de pecado. Hay direcciones de humanidad publicitadas y premiadas con el éxito, que en realidad son fracaso existencial, deshumanización.
Así pues el reinado de Dios no es un acontecimiento que se solapa a la evolución del cosmos y de la humanidad, potenciando su lógica inmanente y la direccionalidad dominante. Por el contrario, esta decisión de Dios de unirse con la humanidad, tal como la manifestó y realizó Jesús de Nazaret, es resistida e incluso combatida. En la historia y en cada vida humana hay impulsos divergentes e incluso contrapuestos. Más aún, existe el antirreino, es decir un estado de cosas que no es acorde con el plan de Dios e incluso en puntos decisivos lo niega. No afirmamos que alguna figura histórica o algún individuo sea absolutamente contrario al plan de Dios, como tampoco existen sujetos sociales o personales que respondan a él completamente. Hay figuras históricas, estructuras e instituciones más malas que buenas, en tanto otras son más buenas que malas. La transformación estructural superadora no consiste en llegar a algo bueno sino a algo más bueno que malo. Tampoco la Iglesia es completamente buena, ella no es el reino ni lo que acontece en ella es siempre expresión del reinado o soberanía de Dios. También ella, como cualquier institución, debe reformarse constantemente.
Esta ambivalencia histórica no nos lleva al relativismo sino al discernimiento para ver si una realidad es más buena que mala y hay que apoyarla o más mala que buena y hay que transformarla. También nos lleva a la vigilancia constante para que nuestro dinamismo vaya en la línea del reino y no del antirreino.
Por qué nuestra Iglesia no predica el reino
Por qué este tema está ausente de nuestra Iglesia, si para Jesús era central.
La respuesta es realmente compleja y tiene raíces profundas. Una es sin duda la entrega de la colectividad y sobre todo de los dirigentes a hacer de este mundo el reino de Dios empleando, además de la fuerza del Espíritu, el poder económico, social y en definitiva político. Si la Iglesia acepta el poder que rechazó Jesús (Mt 4,8-10; Juan 18,36-37), el resultado no es una alianza personalizada con Dios y una entrega en libertad a construir el mundo fraterno de los hijos de Dios, sino un ámbito coactivo en el que el pueblo es súbdito del Estado y de la Iglesia en una sociedad de desiguales. Esto fue la cristiandad. Cuando estalló hecha pedazos por la eclosión de los Estados nacionales modernos, la teoría que la sustituyó fue la de los dos reinos, que en la práctica consagró la privatización del cristianismo y su confinamiento al ámbito de la conciencia. El cristianismo se reducía a lo religioso-moral y desaparecía el horizonte del reino de Dios, en el doble sentido de ese dinamismo que debe impregnar todos los ámbitos de la existencia y de esa determinación de transformar al mundo para que todo en él sea expresión de la fraternidad de los hijos de Dios.
Hoy, por la secularización de la política y el pluralismo religioso, es claro que el papel de los cristianos es, como lo había propuesto Jesús, ser levadura: llevar unas vidas personales y grupales que iluminen, alienten, inspiren y fecunden, y unirse a tantos que sin saberlo se dejan llevar por el Espíritu de Jesús, por su paradigma de humanidad, para ir enrumbando la historia en esa dirección. El papel de la Iglesia, que somos todos, es proponer este proyecto de Dios, esa determinación suya de entregarse a nosotros en su Hijo Jesús y de que esa alianza se exprese en la creación del mundo fraterno de los hijos de Dios. Proponer convincentemente este proyecto requiere estar personalmente ganados para él y por supuesto desmarcarse de la dirección del antirreino y de su pertenencia estructural a él.
Es claro que esta sociedad nuestra en sus estructuras e instituciones no es cauce de fraternidad. Proponer realmente hoy el reino de Dios encierra una carga tremenda de protesta y de propuesta alternativa. Predicar y vivir al Jesús del reino tiene hoy un costo social altísimo. Una Iglesia establecida, instalada, como por instinto de defensa, pone entre paréntesis el reino y propone a un Dios y a un Cristo sin relación al reino y por tanto abstractos, inocuos.
No por casualidad la teología latinoamericana gira en torno al tema del reino de Dios: Significa que su propuesta es pública, aunque no política; no privada, aunque sí personalizada. Significa que la religión no está separada de la vida sino que el cristianismo concierne a toda la existencia, a la historia y a la creación. Significa que la voluntad irrevocable de Dios es la constitución del mundo fraterno de los hijos de Dios. Jesús es el Hijo de Dios y el Hermano universal. Él es, pues, el camino y la matriz de este proyecto histórico. Ser cristiano es seguir a Jesús, entregarse desde su Espíritu a este proyecto. Pero como la historia es siempre ambivalente, el reino de Dios se consumará en la transhistoria. Aunque sólo lo que se siembre acá se cosechará allá. Si acá no vivimos la vida fraterna de los hijos de Dios, es decir, la vida eterna, no la viviremos después de morir. Una concreción inevitable de este apego al Jesús de los evangelios es aceptar en la práctica que los destinatarios privilegiados son los pobres: de ellos ante todo tenemos que hacernos hermanos, si pretendemos vivir la fraternidad de los hijos de Dios.
Sin el reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia. Pero si admitimos el reino siempre nos toparemos con algún género de muerte. Ésa es la paradoja y la elección que tenemos que hacer. Sin conversión y muerte no hay resurrección. Feliz el que se siente en el banquete del reino (Lc 14,15; Apocalipsis 19,6-9).
LO QUE ES Y NO ES PECADO
Si ofendes u olvidas a tu hermano
no te hagas la ilusión de creerte cristiano.
El pecado no es infringir una ley.
El pecado. Es decir: no la imperfección, no el mal en abstracto, no la fragilidad, no el descuido. Sino la maldad consciente e individualizada. El egoísmo que mata al hermano, lo utiliza, aplasta, viola, olvida, manipula, margina, la locura autodestructiva.
¿Tenemos que demostrar su existencia? Es curioso cómo se duda de la existencia de Dios y, en paralelo, de la existencia del pecado. Con demasiada facilidad se acude a la locura para no enfrentarse ante una mente canalla. Y sin embargo, vivimos inmersos en Dios y en el pecado.
“Creer” en el pecado es admitir que el ser humano es capaz de las mayores heroicidades pero también de las más refinadas atrocidades.
Pecado es caer en el pozo de la egolatría. “Y seréis como Dios”. El hombre no acepta sus dimensiones de ser humano. No admite la fraternidad. En consecuencia, se convierte en producto altamente contaminante de la sociedad. Quiere utilizar a los demás y a Dios, en beneficio suyo.
Para ser hijo necesitas ser hermano. No hay modo de entablar relación con Dios que es Padre, si no es desde la fraternidad humana. Si ofendes u olvidas a tu hermano no te hagas la ilusión de creerte cristiano, hijo del Padre. No hay filiación si no hay fraternidad.
El pecado no es infringir una ley. Desde muy antiguo imperó el concepto legalista del pecado. Es decir: Dios o delegados suyos emiten leyes que prohíben o permiten. Y quien no cumpla esas leyes comete pecado contra Dios.
Eso es sacralizar una ley. Pero a partir de Jesús, si Vd. cree que por cumplir leyes, Vd. es amigo de Dios y se “salva”, Vd. no entendió nada de la buena nueva.
Jesús derogó la ley. Nos dejó sólo la conciencia.
Aviso para abogados. No estamos hablando del derecho penal o civil, imprescindibles para la convivencia social. En Teología hablamos de esas otras leyes que, desde antiguo, y en todas las culturas y religiones, se imponen a los hombres con promesas y amenazas de vida y de muerte eternas.
Estas leyes generan esclavitud, estafan al hombre, convierten a Dios en capataz. Esa fue la obsesión de Jesús. Liberar a su pueblo de un sistema religioso basado en el cumplimiento de ritos, leyes y purificaciones, un sistema opresor. Y es que las dictaduras religiosas esclavizan al hombre, con sus leyes, mucho más que las dictaduras y leyes civiles.
La relación de Dios Padre con el hombre no entra dentro de un marco legal. La paternidad y la filiación se mueven en otra atmósfera.
¿El pecado es verdaderamente una ofensa a Dios? ¿Dios se ofende? ¿Tiene el hombre la capacidad de ofender a Dios?
Si Vd. tiene hijos me comprenderá mejor. Si un hijo suyo le levanta la mano o le mira con desprecio, a Vd. se le parte el corazón, no por la ofensa sino por el fracaso de su hijo.
¿El pecado no es una mancha? La mancha es algo externo. Demasiado infantil. Si el pecado fuera una mancha bastaría con un rito purificatorio, con un confesionario: la lavandería clerical, que además es gratis. Por el confesionario no se cobra ningún “estipendio”.
Dios también está donde hay pecado. Incluso diría que el pecado puede ser una puerta trasera para encontrar a Dios. Esa “ausencia de Dios” es como una grieta por la que se cuela Dios. El que “cumplió todos los mandamientos” puede que no sienta la necesidad de Dios. El satisfecho no tiene hambre.
Luis Alemán Mur
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JESUCRISTO
Catequesis Cristológicas
Importancia de Jesucristo para el cristiano
La fe cristiana no consiste en aceptar un conjunto de verdades teóricas sino en aceptarle a Cristo, creerle a Cristo y descubrir en él la última verdad desde la cual podemos iluminar nuestra vida, interpretar la historia del hombre y dar sentido último a esa búsqueda de liberación que mueve a toda la humanidad. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de las diferentes ideologías e interpretaciones de la vida, busca en Jesucristo el sentido último de la existencia.
La fe cristiana no consiste tampoco en observar unas leyes y prescripciones morales procedentes de la tradición judía (v. gr. los diez mandamientos), sino aceptar a Cristo como modelo de vida en el que podemos descubrir cuál es la tarea verdadera que debe realizar el hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que frente a diversas actitudes y estilos de vivir y comportarse, acude a Cristo como criterio último de actuación ante el Padre y ante los hombres.
La fe cristiana no es tampoco poner nuestra esperanza en un conjunto de promesas de Dios más o menos generales, sino apoyar todo nuestro futuro en Jesucristo nuestro Salvador, muerto por los hombres pero resucitado por Dios, el único del que podemos esperar una solución definitiva para el problema del hombre. El cristiano es, por tanto, un hombre que en medio de los fracasos y dificultades de la vida y frente a diferentes promesas de salvación, espera de Cristo resucitado la salvación definitiva del hombre.
Por eso, en cualquier época, los creyentes que deseen vivir fielmente su fe cristiana, tendrán que preguntarse una y otra vez: ¿Quién fue Jesús de Nazaret? ¿Quién es hoy Cristo para nosotros? ¿Qué podemos esperar de El?
2. El camino recorrido por los primeros creyentes
Jesús de Nazaret apareció en el pueblo judío como un personaje con rasgos propios de profeta, que, después de la muerte de Juan el Bautista, causó un fuerte impacto en la sociedad judía. La originalidad de su mensaje y de su actuación despertó la expectación política y las esperanzas religiosas dentro de su pueblo. Sin embargo, muy pronto se convirtió en motivo de discusiones apasionadas, fue rechazado por los sectores más influyentes de la sociedad judía y terminó su vida muy joven, ejecutado por las autoridades romanas que ocupaban el país.
Jesús de Nazaret, terminado en el fracaso total ante su pueblo, los dirigentes religiosos e incluso, ante sus seguidores más cercanos, parecía estar destinado al olvido inmediato. Sin embargo no fue así. A los pocos días de su muerte, el círculo de sus desalentados seguidores vivió una experiencia única: aquel Jesús, crucificado por los hombres, ha sido resucitado por ese Dios al que Jesús invocaba con toda su confianza como Padre.
A la luz de la resurrección, estos hombres volvieron a recordar la actuación y el mensaje de Jesús, reflexionaron sobre su vida y su muerte, y trataron de ahondar cada vez más en la personalidad de este hombre sorprendentemente resucitado por Dios. Recogieron su palabra no como el recuerdo de un difunto que ya pasó, sino como un mensaje liberador confirmado por el mismo Dios y pronunciado ahora por alguien que vive en medio de los suyos. Reflexionaron sobre su actuación, no para escribir una biografía destinada a satisfacer la curiosidad de las gentes sobre un gran personaje judío, sino para descubrir todo el misterio encerrado en este hombre liberado de la muerte por Dios.
Empleando lenguajes diversos y conceptos procedentes de ambientes culturales diferentes, fueron expresando toda su fe en Jesús de Nazaret. En las comunidades de origen judío reconocieron en Jesús al Mesías (el Cristo), tan esperado por el pueblo, pero en un sentido nuevo que rebasara todas las esperanzas de Israel. Reinterpretaron su vida y su muerte desde las promesas mesiánicas que alentaban la historia de Israel. Y fueron expresando su fe en Jesús como Cristo atribuyéndole títulos de sabor judío (Hijo de David, Hijo de Dios, Siervo de Yavé, Sumo Sacerdote…) En las comunidades de cultura griega, naturalmente, se expresaron de manera diferente. vieron en Jesús al único Señor de la vida y de la muerte, reconocieron en él al único Salvador posible para el hombre y le atribuyeron títulos de sabor griego (Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Cabeza de todo…)
De maneras diferentes, todos proclamaban una misma fe: en este hombre Dios nos ha hablado. No se le puede considerar como a un profeta más, portavoz de algún mensaje de Dios. Este es la misma Palabra de Dios hecha carne (Jn 1, 14). En este hombre Dios ha querido compartir nuestra vida, vivir nuestros problemas, experimentar nuestra muerte y abrir una salida a la humanidad. Este hombre no es uno más. En Jesús, Dios se ha hecho hombre para nuestra salvación.
3. EL camino que recorreremos nosotros
La primera comunidad fue descubriendo el misterio encerrado en Jesús a partir de una doble experiencia: el contacto con Jesús durante su vida y su exaltación después de la ejecución en la cruz.
Si queremos nosotros seguir los pasos de esta comunidad, debemos evitar dos errores: 1) El partir únicamente de su resurrección, olvidando totalmente quién fue Jesús de Nazaret, cómo actuó, qué postura adoptó ante la vida, etc. En este caso, podríamos llegar a afirmaciones muy solemnes sobre Jesús y llamarlo Señor, Mesías, Salvador, Hijo de Dios, etc., pero desconoceríamos su personalidad concreta y no podríamos aprender de él cómo debemos enfrentarnos a la vida para alcanzar un día la resurrección. 2) El partir únicamente de su historia terrestre olvidando la resurrección que da sentido a toda su vida y su muerte. En este caso, nos informaríamos de la vida de un gran hombre, llamado Jesús, pero nunca llegaríamos a descubrir su verdadera originalidad como liberador definitivo de este hombre que termina siempre fatalmente en la muerte.
Por eso, recorreremos el siguiente camino:
1) Trataremos de recoger algunos aspectos fundamentales de Jesús de Nazaret que nos ayuden a revivir de alguna manera la imagen de aquel hombre que tanto impresionó a sus contemporáneos.
2) Trataremos de penetrar en la experiencia pascual de los primeros cristianos para comprender mejor qué es creer en Cristo resucitado.
3) Trataremos de conocer mejor la fe de los cristianos que se atreven a afirmar algo tan original como escandaloso: en Jesús de Nazaret Dios se ha hecho hombre por nuestra salvación.
¿QUÉ ES UN SACRAMENTO?
Cualquier realidad, todo acontecer es un sacramento.
Dios se hace presente
a través de las cosas y de la historia.
En toda realidad sacramental hay dos dimensiones: una lo que, por naturaleza, siempre es humano o material, algo que se “ve”, que se entiende, como el agua, el pan, la sal, las manos; una comida,…etc., otra es el “significado”, lo que se trasparenta, aquello que sólo se percibe o se comprende con la fe.
Sacramento es pues el “empalme” de lo visible y lo invisible. El punto de encuentro de Dios y el Hombre. Y para ello es preciso el agua, el abrazo, la hogaza o la barra de pan, la mesa de familia, el gesto del perdón…
Pero toda realidad creada es como una transparencia de Dios, como una huella del Creador.
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura
Para el que vive el mundo de la fe, cualquier realidad, todo acontecer es, o puede ser, un sacramento. Es decir: una realidad visible –cosa o acontecimiento– que acerca al Dios que no se ve. Dios que se hace presente y actúa en el hombre a través de las cosas y a través de la historia.
Miras el mar y con su inmensidad y su oleaje, te lleva o te trae a Dios. Fijas tu mirada en una flor y, con tu fe, se transparenta Dios. Te sientas a comer con tus amigos o familia y tu fe hace presente a Dios. Das tu mano a un enemigo y ese gesto te trae a Dios. Y un beso, y el mirar las estrellas, y un cáncer, y la muerte de tu madre o incluso tu propia muerte son aconteceres tras los que Dios actúa.
El cristiano, con su fe, es un místico que va de encuentro en encuentro con Dios. Y ve ángeles que cantan cuando nace un niño, y sabe que Dios, el Padre, está, en silencio, en cualquier calvario. Encontrarse con Dios en las cosas y en la historia, eso es sacramento.
El sacramento por antonomasia, la realidad humana que “transluce” y “produce” de forma completa la presencia de Dios entre los hombres fue y es Jesús. De manera única e irrepetible.
Y todo ser humano que siga sus pasos. Y toda comunidad humana que viva de manera semejante a como vivió Jesús es una realidad sacramental que transparenta a Dios y hace presente a Dios entre los hombres.
Luis Alemán Mur
Lic en Teología en Granada
LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO
«¿Qué sentido tiene un cadáver que permanece tal durante cierto tiempo, para ser luego ni siquiera revivificado, sino transformado en algo completamente distinto y ajeno a todas sus leyes y propiedades? ¿o se trata acaso de una aniquilación? ¿Qué pasa en ese tiempo con Cristo, quien, por un lado, está glorificado, pero, por otro, no está completo, pues necesita todavía retomar transformándolo -¿cómo?, ¿para qué?- el cuerpo material? [...] De modo positivo, sin el sepulcro vacío no sólo desaparece esa extrañeza, sino que todo cobra un realismo coherente.
La muerte de Cristo es verdaderamente "tránsito al Padre", que no aniquila su vida, puesto que, en preciosa expresión de Hans Küng, consiste en un "morir al interior de Dios". De modo que la Resurrección acontece en la misma cruz, donde Cristo "consuma" su vida y su obra (Jn 19,30), siendo "elevado" sobre la tierra como signo de su exaltación en la gloria de Dios (recuérdese el tema joánico de la hýpsosis»: Resurrección 205-207.
«La segunda cuestión se refiere a la preservación de la identidad de Jesús, a pesar de la permanencia de su cadáver en el sepulcro. La insistencia en el carácter físico de las apariciones y la expresión tradicional que habla de resurrección de la carne intentaban justamente asegurar esta identidad.
El modo de esa insistencia era algo exigido por el carácter prevalentemente unitario de la antropología bíblica y que, por tanto, pertenecía al plano de la explicación conceptual o, en expresión de Willi Marxsen, del interpretament. Como tal, esa explicación está culturalmente condicionada, y, siendo legítima para su tiempo, no tiene por qué ser preceptiva para el nuestro. Lo que importa ahora es su intención viva, dirigida a mantener la identidad: es Jesús mismo, él en persona, quien resucita»: Resurrección 209-210.
«Por eso ya no se la comprende bajo la categoría de milagro, pues en sí misma no es perceptible ni verificable empíricamente. Hasta el punto de que, por esa misma razón, incluso se reconoce de manera casi unánime que no puede calificarse de hecho histórico. Lo cual no implica, claro está, negar su realidad, sino insistir en que es otra realidad: no mundana, no empírica, no apresable o verificable por los medios de los sentidos, de la ciencia, o de la historia ordinaria»: Resurrección 317.
«Muchos teólogos que se empeñan en exigir las apariciones sensibles para tener pruebas empíricas de la resurrección no acaban de comprender que eso es justamente ceder a la mentalidad empirista, que no admite otro tipo de experiencia significativa y verdadera [...] Por lo demás, el mismo sentido común, si supera la larga herencia imaginativa, puede comprender que "ver" u "oír" algo o a alguien que no es corpóreo sería sencillamente falso, igual que lo sería tocar con la mano un pensamiento [...]
(Y nótese que cuando se intenta afinar, hablando por ejemplo de "visiones intelectuales" o "influjos especiales" en el espíritu de los testigos, ya se ha reconocido que no hay apariciones sensibles. Y, una vez reconocido esto, seguir empeñados en mantener que por lo menos vieron "fenómenos luminosos" o "percepciones sonoras" es entrar en un terreno ambiguo y teológicamente no fructífero, cuando no insano.
Esto no niega la veracidad de los testigos [...] Lo que está en cuestión es si lo visto u oído empíricamente por ellos es el Resucitado o son sólo las mediaciones psicológicas-semejantes, por ejemplo, a las producidas muchas veces en la experiencia mística o en el duelo por seres queridos-que en esas ocasiones y para ellos sirvieron para vivenciar su presencia trascendente y tal vez incluso ayudaron a descubrir la verdad de la resurrección. Pero, repito, eso no es ver u oír al Resucitado; si se dieron, fueron experiencias sensibles en las que descubrieron o vivenciaron su realidad y su presencia) [...]
Lo que sucede es que la novedad de la resurrección de Jesús, en lugar de ser vista como una profundización y revelación definitiva dentro de la fe bíblica, tiende a concebirse como algo aislado y sin conexión alguna con ella. Por eso se precisa lo "milagroso", creyendo que sólo así se garantiza la novedad. Pero, repitámoslo, eso obedece a un reflejo inconsciente de corte empirista.
No acaba de percibirse que, aunque no haya irrupciones milagrosas, existe realmente una experiencia nueva causada por una situación inédita, en la que los discípulos y discípulas lograron descubrir la realidad y la presencia del Resucitado. La revelación consistió justamente en que comprendieron y aceptaron que esa situación sólo era comprensible porque estaba realmente determinada por el hecho de que Dios había resucitado a Jesús, el cual estaba vivo y presente de una manera nueva y trascendente. Manera no empírica, pero no por menos sino por más real: presencia del Glorificado y Exaltado»: Resurrección 320-321.
«Se comprende entonces que, por sí misma, la presencia del dato narrativo no prueba ni rechaza la facticidad del sepulcro vacío. Por otra parte, quedan hechas dos constataciones importantes: la primera, que tampoco los datos exegéticos dirimen la cuestión, pues tanto una hipótesis como la otra cuentan con razones serias y valedores competentes; la segunda, que, como queda visto, en la interpretación actual la fe en la resurrección no depende de la respuesta que se dé a esa pregunta»: Resurrección 204.
«En este sentido resulta hoy de suma importancia tomar en serio el carácter trascendente de la resurrección, que es incompatible, al revés de lo que hasta hace poco se pensaba con toda naturalidad, con datos o escenas sólo propios de una experiencia de tipo empírico: tocar con el dedo al Resucitado, verle venir sobre las nubes del cielo o imaginarle comiendo son pinturas de innegable corte mitológico que nos resultan sencillamente impensables»: Resurrección 316.
«El hecho de la huida y ocultamiento de los discípulos fue, con toda probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como traición o pérdida de fe constituye una "dramatización" literaria de carácter intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la resurrección. En realidad, aparte de lo injusta que resulta esa visión con unos hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús, es totalmente inverosímil.
Algo que se confirma en la historia de los grandes líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección contraria, pues el asesinato de líder auténtico confirma la fidelidad de los seguidores: la fe en la resurrección, que los discípulos ya tenían por tradición, encontró en el destino trágico de Jesús su máxima confirmación, así como su último y pleno significado. Lo expresó muy bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo: Jesús no podía ser presa definitiva de la muerte, porque Dios no podía consentir que su justo "viera la corrupción" (cf. Hch 2,24-27)»: Resurrección 313-31
Andrés Torres Queiruga
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Sinodalidad en el Pueblo de Dios, Pedro Trigo
“ESTAR EN EL MUNDO SIN SER DEL MUNDO”
Jesús dice a los apóstoles Vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. En el judaísmo había movimientos de renovación que rompían con su sociedad; por ejemplo, los esenios de Qumran – que, por otra parte, no eran el único caso del judaísmo de su tiempo- pensaban que todo estaba corrompido y que ellos eran los únicos puros, por lo cual se separaban de todas las instituciones, se iban al desierto y allí esperaban la venida del Mesías.
Sin embargo, los discípulos de Jesús no adoptan esa postura, sino que permanecen en medio del pueblo; más aún, se acercan de una forma especial a los considerados impuros, marginados, porque también a ellos, y quizás a ellos más que a nadie, hay que anunciarles el amor de Dios.
Lógicamente, los discípulos de Jesús están en el mundo pero no son de este mundo, porque quieren que este mundo cambie, sea distinto, quieren que incorpore los valores del Reino de Dios.
El cristianismo como “marginalidad”.
Yo creo que esta categoría sociológica se puede aplicar a todas las comunidades del NT y puede resultar especialmente útil en nuestra reflexión. Los discípulos de Jesús forman comunidades “marginales”, que no es lo mismo que “marginadas”. “Marginales” quiere decir que están en el mundo pero que no aceptan los valores convencionalmente establecidos, los valores hegemónicos de la sociedad en la que se encuentran. Están en los márgenes, en la frontera; es una situación ambigua, difícil de sostener, que puede incluso tener derivas negativas pero que también puede tener aspectos muy positivos porque pueden dar mucha lucidez; pueden proporcionar la capacidad de descubrir aspectos de la realidad que normalmente pasan desapercibidos.
Así entendida, la “marginalidad” puede ser también un lugar donde se incuban actitudes morales y culturales de superior calidad. Están en el Imperio, no huyen, pero no aceptan los valores dominantes. Aquí habría que entrar en una diferenciación: las diversas comunidades del NT “gestionan” la marginalidad de una forma diferente.
En nuestras sociedades, la Iglesia está dejando de tener la centralidad social que tenía en épocas aún bien recientes. Esto que está ocurriendo se puede vivir como un desgarro, como un despojo injusto –no entro en ello-, pero también como un signo del Espíritu; se podría ver incluso en el sentido de que la crisis puede abrir posibilidades positivas. A la Iglesia le cuesta aprender a vivir en la marginalidad; la tentación puede ser reaccionar a la defensiva, convertirse en un baluarte inexpugnable, “bunkerizarse” incomunicarse, frente a una sociedad a la que considera hostil y presidida por el mal. En mi opinión, el reto es recuperar la originalidad del valor evangélico y proponerlo de forma positiva, como instancia crítica y humanizadora al mismo tiempo.
Voy a decirlo con otras palabras, entrando en un debate muy actual en el que intervinieron Ratzinger, antes de ser Papa, y Habermas, probablemente el filósofo más importante en la Alemania de nuestros días.
Entre “la reserva metafísica de la humanidad” y la propuesta de un horizonte inesperadamente humanizador.
A veces, me parece que la Iglesia está demasiado preocupada por ser, lo que yo llamaría “la reserva metafísica de la humanidad”: Ante el pluralismo de las democracias se dice que sólo la aceptación de unos valores enraizados en la naturaleza humana, y previos a toda discusión, se puede evitar la caída en un relativismo de fatales consecuencias. En la Iglesia actual, este planteamiento dirige toda su presencia pública en los diversos campos.
Pero esta defensa de un derecho natural -que además se entiende de una forma muy abarcante y que se impondría racionalmente- hace que la Iglesia vuelque en ello todas sus fuerzas. Además, puede oscurecer la propuesta de los valores más específicamente evangélicos -que no se imponen racionalmente, pero que sí son razonables- que abren un horizonte insospechado de plenitud al ser humano, que suscitan posibilidades inéditas.
Naturalmente, doy por supuesto que hablo de sociedades en que se da un consenso moral básico –lo que se llama una moral cívica, identificada con los DDHH- y que, sobre esta base compartida por todos, existe un pluralismo de éticas y cosmovisiones. La laicidad consiste en respetar estas cosmovisiones, estas religiones, sin favorecer a ninguna, pero reconociendo su dimensión pública. Actualmente, en la laica Francia, se habla de laicidad positiva, entendiendo por tal una laicidad que, no sólo no aspira a extirpar ninguna fe religiosa, sino que debe crear un ambiente favorable para el desarrollo de los movimientos espirituales y religiosos, porque enriquecen, cultural y moralmente a la sociedad.
Para los discípulos de Jesús la laicidad es una situación muy positiva, porque permite la convivencia respetuosa de la pluralidad. El discípulo de Jesús se encuentra cómodo en una sociedad laica, en la que hace la oferta del evangelio de una forma libre, responsable, positiva, humanizadora y crítica, como ya veremos. El discípulo de Jesús debe distinguirse por su libertad y por su espíritu crítico.
Vivimos en una sociedad en la que Dios es cada vez más irrelevante, en la que la dimensión espiritual profunda está muy sofocada, en la que no se lleva comprometer la vida en serio para nada, y en la que la máxima aspiración es el bienestar material. En esta situación, el evangelio es, ante todo, una invitación al ser humano para que se abra a la trascendencia, que reconozca que su captación de la realidad es muy limitada, que no se cierra, por tanto, a dimensiones que superan su experiencia, que no ahogue las preguntas que surgen por el sentido de la vida y de la historia, que no deje de preguntar por el hecho de que no encuentre respuestas claras y rápidas. Hay dimensiones espirituales del ser humano que están maltratadas en nuestra civilización técnica y economicista. Y estas dimensiones maltratadas se toman la revancha y, a veces, brotan de forma irracional, como fundamentalismos.
En la sociedad actual, el discípulo de Jesús es un testigo de la trascendencia y de la dimensión espiritual del hombre y de la vida, y considera que así reivindica la raíz última de la dignidad humana.
La transmisión de las verdades de la fe y de sus exigencias éticas necesita la experiencia de vidas cristianas normales y felices, que puedan testimoniar la cercanía de Dios y la potencia de su gracia. La expresión Iglesia “en salida” es uno de los conceptos clave de EG, que aparece desde el comienzo de este documento pontificio (nn. 15, 17, 20, 24 y passim), que posee un estilo muy personal e inmediatamente identificable con el pensamiento de Francisco. Las diversas cuestiones que afronta el Papa confluyen en un gran tema fundamental: la centralidad de Jesucristo en la renovación de la misión evangelizadora de la Iglesia en el mundo post-contemporáneo. El fundamento de la Iglesia “en salida” es el encuentro personal con Jesús, que cambia la vida del cristiano y lo convierte en discípulo misionero (EG 120). El fruto de este encuentro transformador del cristiano es la necesidad de contagiar a los demás la alegría de la vida de la gracia, en un dinamismo de salida de uno mismo, de la propia comodidad, del propio egoísmo, para pensar en los demás, en aquellos que viven alejados de Dios y, con su ayuda, a traerlos a Él. Es el proceso del anuncio del Evangelio, un proceso que no se puede detener, y de hecho no se ha detenido desde hace más de dos mil años. El bautizado no precisa de un encargo especial para evangelizar: le basta el mandato misionero universal que Jesucristo dio no sólo a los apóstoles congregados en un monte de Galilea, sino a todos sus discípulos de todos los tiempos: “Id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19-20).
La evangelización, el anuncio de la persona de Jesucristo, no es cuestión de estrategia comunitaria o personal, ni de reforma de las estructuras eclesiásticas, sino la lógica consecuencia de haber encontrado y acogido al Señor en la propia vida, y en la decisión firme de querer seguirle de cerca. Con otras palabras, evangelizar es cuestión de santidad personal, a la que todos los bautizados debemos aspirar, cada uno en su propio estado de vida en la Iglesia. Decía san Juan Pablo II que en cada etapa de la historia del cristianismo han sido los santos los grandes evangelizadores.
Algunos de ellos son conocidos porque han sido canonizados por la Iglesia; otros, en cambio, permanecen ocultos a los ojos de los hombres, pero están bien a la vista de Dios. Estos son igualmente santos porque han sido testigos de la fe en las circunstancias ordinarias de la vida: en la familia, en los lugares de trabajo y de descanso, en la escuela y la universidad, en el servicio humilde a los pobres (EG 201), etc. La eficacia de la misión del cristiano depende de la identificación personal con Cristo, y se alimenta con la oración y los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Reconciliación.
En esta perspectiva, la Iglesia no habla de sí misma, no se queda ensimismada, sino que anuncia a Cristo saliendo a los caminos al encuentro de los hombres. Son bien conocidas, pero vale la pena recordarlas, estas palabas de Francisco:
“Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida” (EG 49).
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ZAQUEO Y LOS ÁRBOLES
Juan Pablo Espinosa Arce. Teólogo Chileno.
El texto del encuentro de Zaqueo con Jesús narrado por el Evangelio de Lucas y perteneciente a una tradición particular del autor (Cf. Lc 19,1-10), es un bello relato en el encontramos un testimonio claro del proceso de conversión interior y comunitario que el personaje, Zaqueo, vive gracias al encuentro con el Maestro Jesús. Es un pasaje bíblico que, a mi entender, viene a dar sentido a una teología del encuentro. Dios en Jesús atraviesa por nuestros Jericó (Cf. 19,1), las multitudes se aglomeran, y el pequeño Zaqueo no puede ver al renombrado profeta que pasa por la, suponemos, calle central de su ciudad.
No hay teología sin un grupo humano con el cual dialogar, y el cual permite ir generando nuevas reflexiones. Hay tanto una teología del encuentro en la experiencia particular de Zaqueo como en la del teólogo que vive su sentido de Iglesia. En palabras de Raúl Berzosa, “la teología parte de una comunidad, contextual socio-culturalmente, y debe volver a esa misma comunidad y sociedad. Fe-eclesialidad-cientificidad-pastoralidad definen la verdadera teología”.
La multitud y el árbol: último recurso
No pretendo entrar en la totalidad de los detalles del texto. Lo que sigue tampoco es una propuesta de exégesis bíblica. Es, ante todo, una lectura pastoral y eclesial del relato lucano.
El primer elemento que quisiera resaltar es la descripción narrativa que el autor realiza de uno de los personajes: la multitud. Es un personaje colectivo que cumple la función de impedir a Zaqueo ver a Jesús (Cf. Lc 19,3), porque era un gentío muy grande y él, un hombre de baja estatura. Es la misma muchedumbre que luego comenzará a murmurar contra Jesús que libremente decidió hospedarse en la casa del jefe de los publicanos (Cf. Lc 19,7).
Por más que Zaqueo intenta abrirse paso entre el gentío todos los esfuerzos son infructuosos. Y es por ello que decide –casi como último recurso– subirse a un sicomoro para poder ver a Jesús (Cf. Lc 19,4). El gesto de Zaqueo habla de curiosidad, de aquella que nace de haber escuchado cómo otras personas hablaban de Jesús. Jericó era una ciudad estratégica entre Galilea (provincia norte de Israel) y Jerusalén, capital política y religiosa de la nación. Jericó se ubica, hasta el día de hoy, en el camino que va entre ambas provincias. Todas las noticias que iban a Jerusalén debían pasar por la aldea de Zaqueo. Y por ello es que creemos que la curiosidad del publicano debía verse resulta. Y aparece el último recurso: el sicomoro.
Hoy en nuestras culturas, en nuestras comunidades, en nuestra Iglesia, aún hay personas que desean ver a Jesús pasar, que han escuchado de otros las palabras y testimonios de cómo Él propone algo nuevo para la vida. Hay mucha gente que sigue subiéndose al árbol para desde su altura ver al Señor que pasa. Esto exige de nuestra parte, como agentes de pastoral, como líderes de comunidades, una especial sensibilidad para ayudar a provocar el encuentro. No es que nosotros iniciemos el encuentro. No. El encuentro siempre es gratuidad, comienza en Dios que busca al ser humano. Y es que asumiendo dicha gratuidad es que es necesario crear espacios óptimos para que los hombres y las mujeres puedan tener experiencia de Jesús. No podemos ser como la multitud que impide a los Zaqueo ver al profeta.
La multitud que impide ver: pistas eclesiales y culturales
Y quizás la Iglesia ha tenido parte en este impedimento de visión. Sabemos que los últimos años no han sido fáciles para la comunidad eclesial ni para su jerarquía. Es evidente que existe una falta de identificación con la institución eclesial. Y percibo en esa baja el que la multitud, a la que pienso desde la Iglesia, ha impedido que muchas veces Zaqueo vea a Jesús. Hemos pasado mucho tiempo desde la condena, la acusación y la mirada que divide. Los abusos sexuales nos han remecido y la confianza, consecuentemente, ha bajado. Creo que el texto de Zaqueo y de sus esfuerzos para ver a Jesús deben y de hecho nos brindan pistas para pensar cuáles han sido los grados de culpa en la privación de la visión y de la oportunidad de ver a Jesús.
La Iglesia tiene la misión de dar testimonio de Jesucristo vivo y resucitado (Cf. Mt 28,19-20). Pero pasa que ese testimonio viene muchas veces contaminado por usos viciados de poder, de manipulación de conciencias, de búsquedas de estatus sociales, religiosos, políticos o culturales, de distorsión del mensaje evangélico original. Estas son las cosas que el papa Francisco ha venido denunciando desde el primer día de Pontificado. El papa Bergoglio recuerda cómo es necesario ser Iglesia accidentada por anunciar a Jesús y su Evangelio y no transformarnos en una Iglesia anquilosada en prácticas que dividen y alejan a la gente. En nuestras comunidades cristianas aún hay hermanos que pretenden encerrar a Dios a sus propias medidas y darlo a conocer sólo a determinados grupos. Hay, incluso, quienes delimitan la acción salvadora de Dios, esa que busca a todos los hombres y mujeres porque es universal (Cf. 1 Tim 2,4-5). Tenemos la tentación de anunciar a Jesús de maneras parciales. Eso es ser como la multitud que impide que Zaqueo vea al Señor.
La Iglesia debe ser una señal que convoque a todos. Así lo comprendió el Concilio Vaticano II, cuando habló de la Iglesia como un sacramento (Cf. LG 1), o sea, signo visible de unión del género humano entre sí y del género humano con Dios. Pero pareciera ser que la comunidad creyente ha funcionado muchas veces más como señal de alejamiento que de cercanía y de prácticas de la ternura y de su revolución iniciadas en la Encarnación. Es allí donde se hace urgente el llamado del Señor a la conversión (Cf. Mc 1,14-15), conversión que también tocó el corazón de Zaqueo y que lo movió a cambiar drásticamente de vida. Hay que aprender a subir al árbol para ver al Señor que se hace el encontradizo. Es necesario volver a trepar el sicomoro y desde allí experimentar la mirada compasiva de Jesús que nos dice resueltamente: “es conveniente que hoy me quede en tu casa” (Lc 19,5). Y para ello es necesario plantar más árboles.
Plantar más árboles: lugares de encuentro con Jesús
El árbol fue el último recurso para que Zaqueo pudiera ver a Jesús. La multitud impidió, y muchas veces impide, que los pequeños, los pecadores, los considerados distintos puedan acercarse y ver a Jesús. ¿Qué pasa si como Iglesia derribamos o si la cultura derriba el último recurso de Zaqueo? Zaqueo no podría haber visto a Jesús y su curiosidad, o su fe –no lo sabemos, pero quizás por curiosidad llega a la fe o su fe lo hace trepar al árbol– no se hubiera visto satisfecha. No podemos seguir talando los “árboles” que son ese espacio privilegiado de encuentro con Jesús. Es necesario aprender a plantar más árboles, a propiciar más lugares de encuentro con Jesús. El Documento de la V Conferencia General de los Obispos de América Latina y el Caribe celebrada en Aparecida nos ofrece algunos de los lugares que son espacio de encuentro con Jesús: la eucaristía, la oración personal y comunitaria, la acción social, la lectura de la Biblia, la práctica de los sacramentos, la religiosidad popular (Cf. Aparecida 246-265).
Hay que aprender a hacer una Iglesia que provoca el encuentro con Jesús. Es necesario vivir pastorales de procesos de conversión y no sólo de acontecimientos. Como sostiene la teóloga Nancy Bedford, es necesario “plantar huertas sin dejar de escuchar a los árboles”. Las huertas son los espacios sustentables en los cuales los creyentes y los no creyentes que buscan con sincero corazón la verdad, la justicia y el bien, pueden conocer y reconocer a Jesús de Nazaret. La experiencia de Zaqueo es una experiencia de sapiencialidad, de saber escuchar a los árboles, de saber discernir la presencia de Dios en distintos espacios, cruces y fronteras. Zaqueo reconoce el árbol como el espacio para ver a Jesús. La Iglesia de hoy ha de ser señal y signo del Dios en la historia. El testimonio humilde de los creyentes, de los miles de rostros que construyen día a día una Iglesia cualitativamente distinta, más profética, nazarena, discipular y misionera, debe motivarnos a buscar los espacios propicio para la plantación de los árboles y no derribarlos, de manera de subirnos y ver al Señor que pasa. Sólo así estaremos en condiciones de vivir una auténtica teología del encuentro.
"UNA DE LAS HEREJÍAS MÁS GRAVES ES HACER DE LA IGLESIA EL 'SUSTITUTIVO' DEL REINO DE DIOS"
El objetivo de Jesús fue introducir en el mundo lo que él
llamaba «el reino de Dios»: una sociedad estructurada de manera justa y digna
para todos, tal como la quiere Dios
Cuando Dios reina en el mundo, la humanidad progresa en
justicia, solidaridad, compasión, fraternidad y paz. A esto se dedicó Jesús con
verdadera pasión
Se han escrito obras muy importantes para definir dónde está
la «esencia del cristianismo». Sin embargo, para conocer el centro
de la fe cristiana no hay que acudir a ninguna teoría teológica. Lo primero es
captar qué fue para Jesús su objetivo, el centro de su vida, la causa a la que
se dedicó en cuerpo y alma.
Nadie duda hoy de que el evangelio de Marcos lo ha resumido
acertadamente con estas palabras: «El reino de Dios está cerca.
Convertíos y creed esta Buena Noticia». El objetivo de Jesús fue introducir
en el mundo lo que él llamaba «el reino de Dios»: una sociedad estructurada de
manera justa y digna para todos, tal como la quiere Dios.
Cuando Dios reina en el mundo, la humanidad progresa en
justicia, solidaridad, compasión, fraternidad y paz. A esto se dedicó Jesús con
verdadera pasión. Por ello fue perseguido, torturado y ejecutado. «El reino
de Dios» fue lo absoluto para él.
La conclusión es evidente: la fuerza, el motor, el
objetivo, la razón y el sentido último del cristianismo es «el reino de Dios»,
no otra cosa. El criterio para medir la identidad de los cristianos, la
verdad de una espiritualidad o la autenticidad de lo que hace la Iglesia es
siempre «el reino de Dios». Un reino que comienza aquí y alcanza su plenitud en
la vida eterna.
La única manera de mirar la vida como la miraba Jesús, la
única forma de sentir las cosas como las sentía él, el único modo de actuar
como él actuaba, es orientar la vida a construir un mundo más humano.
Sin embargo, muchos cristianos no han oído hablar así del «reino de Dios». Y no
pocos teólogos lo hemos tenido que ir descubriendo poco a poco a lo largo de
nuestra vida.
Una de las «herejías» más graves que se ha ido
introduciendo en el cristianismo es hacer de la Iglesia lo absoluto. Pensar
que la Iglesia es lo central, la realidad ante la cual todo lo demás ha de
quedar subordinado; hacer de la Iglesia el «sustitutivo» del reino de Dios;
trabajar por la Iglesia y preocuparnos de sus problemas, olvidando el
sufrimiento que hay en el mundo y la lucha por una organización más justa de la
vida.
No es fácil mantener un cristianismo orientado según
el reino de Dios, pero, cuando se trabaja en esa dirección, la fe se
transforma, se hace más creativa y, sobre todo, más evangélica y humana
UN DIOS CREA POR AMOR
Para formarnos una imagen de Dios verdadera, con todo lo que se ha dicho a lo largo de los siglos, necesitamos un faro que nos ilumine y es precisamente la idea de un Dios que crea por Amor. Todo lo que contribuya a una imagen de Dios como Salvación y como Amor, es cierto, mientras que si la oscurece, es falso. En expresión gráfica del teólogo, "Dios no sabe, ni quiere, ni puede hacer otra cosa más que amar".
El Espíritu no está en huelga
Víctor Codina. Teólogo Brasileño
Hace unos días, al acabar una conferencia vía Zoom a Bolivia, sobre las interpelaciones de la pandemia a la vida cristiana, la coordinadora del evento resumió mi charla y la respuesta a las preguntas en una frase que yo había dicho como de paso: “el Espíritu no está en huelga”. Quisiera ahora explicarlo.
Sabemos que hay bastantes cristianos que podrían repetir las palabras de aquellos discípulos de Éfeso que dijeron a Pablo que ni siquiera habían oído decir que hubiera Espíritu Santo (Hechos 19,2).
Es verdad que citamos al Espíritu al santiguarnos, al rezar el Gloria y el Credo, pero esto influye poco en nuestra vida. Y nos sucede lo que el patriarca de la Iglesia oriental, Ignacio IV de Antioquía, expresó lúcidamente: “Sin Espíritu Santo, Dios está lejos, Jesucristo en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es una simple organización, la autoridad es un despotismo, la misión es propaganda, el culto es un mero recuerdo y nuestro actuar es una moral de esclavos. (…) Pero en el Espíritu, Cristo resucitado está aquí presente, el evangelio es poder de vida, la Iglesia significa la comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión es un nuevo Pentecostés, la liturgia es memorial y anticipación y el actuar humano es divinizado”.
Estas palabras de Ignacio IV se pueden ampliar, pues el Espíritu no está encerrado en la Iglesia: ya estaba presente en la creación, es el Espíritu Creador, Señor y dador de vida, que aleteaba en el caos original (Gn 1,2) e hizo surgir el cosmos, plantas, flores, peces, pájaros y bestias, el que comunica al ser humano una vida plena, sin fin, divina, filial.
El Espíritu está presente en la historia de salvación. Según Ireneo, obispo y mártir de Lyon del siglo II, el Antiguo Testamento es el tiempo del Espíritu. Detrás de Abrahán, de los patriarcas y profetas, detrás del éxodo, de la tierra prometida, del exilio y el post-exilio, está el Espíritu preparando los caminos del Señor, haciendo que mujeres estériles sean fecundas y que de los huesos secos del pueblo de Israel surja vida (Ez 37,1-14)
Pero el Espíritu actúa de modo especial en el Nuevo Testamento: desciende sobre María para que engendre a Jesús (Lc 2,35), desciende sobre Jesús en el bautismo (Lc 3, 22) y le unge para que anuncie el evangelio a los pobres (Lc 4,16-21), pase por el mundo haciendo el bien y curando a todos los oprimidos (Hch10, 38); el Espíritu le llena de gozo porque el Padre ha revelado los misterios del Reino a los pobres y sencillos (Lc 10,21). El Espíritu brota del costado traspasado del crucificado (Jn 19,34) y es el gran don pascual que el Resucitado comunica a los discípulos (Jn 20,22-23) y a la Iglesia naciente (Hch 2). El Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, es el que nos resucitará a nosotros después de la muerte (Rm 8,11), el Espíritu que nos comunica la filiación divina, de modo que podemos llamar a Dios Padre ( Gal 4,6) y llamar a Jesús, Señor (1 Cor 12,3).
Este Espíritu hace surgir las Escrituras y guía la vida de la Iglesia a lo largo de la historia, en medio de noches oscuras, persecuciones, inviernos eclesiales, dificultades y pecados, es una Iglesia santa y pecadora, casta prostituta. El Espíritu da a la Iglesia dones y carismas, jerárquicos y no jerárquicos y es fuente de vida y de santidad, la rejuvenece constantemente y la renueva por dentro. Es dinamismo, es vida, no es sustantivo, sino verbo, siempre nuevo y sorprendente, a veces nos sabemos de dónde viene ni adónde va (Jn 3).
Pero este Espíritu creador no se limita a Israel ni a la Iglesia, sino que llena el universo (Sab 7), fecunda toda la historia, alienta culturas, religiones, humanismos, movimientos artísticos, sociales y políticos al servicio de los derechos humanos, de la ecología y la liberación. Todo cuanto hay de bueno y bello en la historia de la humanidad, en pensamiento, música y artes plásticas, catedrales, mezquitas y pagodas, avances científicos, servicio al pueblo, espiritualidad y mística, todas las personas entregadas al bien de los demás, médicos, educadores y educadoras, trabajadores y trabajadoras de todo tipo, madres y padres de familia, voluntarios, misioneros, pobres que luchan por sobrevivir cada día, pero no desesperan, tienen hijos y compran flores; donde hay amor, bondad, perdón y belleza, allí está presente el Espíritu: de Francisco de Asís a Monseñor Romero, de Gandhi a Luther King y Mandela, de Teresa de Calcuta a Etty Hillesum y Dorothy Stang y a los santos “de la puerta de al lado”.
Ciertamente el Espíritu no actúa químicamente puro, se mezcla con las impurezas y limitaciones humanas, siempre es necesario discernir los signos de los tiempos, pero siempre se halla presente y actúa, nunca se fatiga.
Y ahora podemos volver a nuestra situación actual. Además de la violencia estructural, de la destrucción de la naturaleza, de la exclusión de los pobres, del machismo, de algunos dirigentes mundiales dignos de psiquiátrico, ahora sufrimos la pandemia del coronavirus, con millares de enfermos, muertos, situaciones angustiosas de dolor y soledad, una gran crisis económica, caos y oscuridad sobre el futuro.
¿Dios se ha olvidado de nosotros? ¿No hay futuro? ¿Vale la pena vivir, amar, tener hijos, luchar por un mundo mejor, por una Iglesia más evangélica, fraternal y en salida, por una Iglesia de los pobres? ¿O solo nos queda la amargura y el desengaño, devolver el billete de la vida?
Aquí podemos retomar la frase inicial: el Espíritu nunca está en huelga, nunca nos abandona, es el Espíritu del Padre y de Jesús, es fuente de vida y de esperanza, de amor y perdón, es viento, fuego, agua, vientre materno que engendra vida. No podemos ser profetas de calamidades, podemos esperar contra toda esperanza (Rm 4, 8), no es mero optimismo psicológico, es esperanza teologal (Rm 8), es la visión mística: «todo estará bien” (Juliana de Norwich).
No podemos extinguir el Espíritu (1 Tes 5,19), es necesaria nuestra conversión y colaboración, caminar hacia un mundo diferente y nuevo, tejer nuevas relaciones de comunión, personales, con la naturaleza y con Dios, vivir al estilo de Jesús. Nada puede ser igual que antes, hemos de trabajar por un mundo más justo y solidario, sobrio, que no destroce el planeta, respete culturas y religiones, haga justicia a pobres, mujeres, jóvenes, indígenas, ancianos y niños.
Pidamos que venga a nosotros su Reino, que venga a nosotros su Espíritu, un Espíritu que no está en huelga.
El Nacimiento en Belén
Algunas reflexiones en torno a los relatos bíblicos del nacimiento de Jesús, desde una perspectiva mariana feminista.
Según San Lucas
Sin la seguridad de una casa, como la cantidad de mujeres en condiciones desfavorecidas, María dio a luz. En un pesebre, comedero de los animales domésticos, colocó al recién nacido. Como pobre, dio a luz entre los pobres, pues los pastores, que según el relato de Lucas 2,1-20 fueron los primeros en acudir a ver al niño, también eran de baja condición económica y social. “La pareja desplazada, el pesebre y los pastores, todo junto, son una clara señal: el Mesías viene de entre la gente humilde de la tierra”[1].
No se da detalle sobre el parto de María, Lucas solo dice “y ella dio a luz”. Podemos preguntarnos por todos los detalles del mismo, por las contracciones, el dolor y cada aspecto y dificultad del parto de una mujer, lo difícil de dar a luz sin la ayuda de una partera y sin un lugar e higiene apropiados. Si bien en los evangelios apócrifos posteriores, se presenta una imagen aparentemente sin dolor ni esfuerzo alguno, sin embargo de la lectura de Lucas no se desprende tan fácilmente esta idea. Según la teóloga Elizabeth A. Johnson, no hay en él rastro alguno de tal excepcionalidad frente a la condición humana[2]. El dogma de la triple virginidad de María, parecería necesitar de esta inmutabilidad en el cuerpo de María, pero Johnson no considera que sea contrapuesto a que ella comparta con el resto de las mujeres, la experiencia del alumbramiento en circunstancias plenamente humanas, viviendo incluso el riesgo de morir. Varios biblistas piensan que María ofreciendo sacrificio en el templo después del nacimiento (Lc 2,21-40), no tendría sentido si en su cuerpo nada se hubiera alterado. ¿Por qué habría de purificarse si el parto fue totalmente milagroso? “En este alumbramiento se derramó sangre de verdad, por parte de una mujer pobre de una sociedad rural alejada de su casa, que sufre en un parto por primera vez. Y éste fue santo”[3].
Hay dos escenas en las que Lucas nos muestra a María repensando lo que sucedía en su corazón: en ésta luego de marcharse los pastores, y doce años más tarde, luego de haber perdido y hallado a Jesús en el templo (Lc 2,41-52). Según la autora, ambas se relacionan con la revelación progresiva de la identidad de Jesús[4]. María medita en su corazón estos sucesos comprendiendo progresivamente la identidad de su propio hijo. Ella conserva la palabra-acontecimiento, esforzándose por interpretarla en profundidad. No es un oyente superficial, todo lo contrario. Ella nos da el ejemplo de la verdadera actitud del discípulo[5]. A medida que Jesús crecía seguramente ella continuaba dilucidando aquellas palabras del ángel en la anunciación. “María no es capaz de captar desde el principio todo el misterio que la envuelve”[6]. No se contenta con escuchar y ver, ella guarda todo en su corazón. Repiensa e interpreta su vida intentando descubrir lo que Dios ha querido de ella.
De modo similar puede ser también para nosotros el misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas. Cuántas veces se nos habrá aparecido a través de personas o acontecimientos cotidianos o extraordinarios, sembrando en nuestro corazón aquella confianza en Dios y, sin embargo, aún no podemos describirla apropiadamente. El ejemplo que nos da María frente al acontecimiento de la venida de Jesús a la vida de los hombres es tan simple como profundo, y a veces, en el ajetreo de la vida, parece complicado encontrar un tiempo para escuchar, ver y guardar en nuestro corazón la presencia del niño Dios que busca nacer en nosotros, pero lamentablemente, más de una vez sólo encuentra un pesebre.
Junto con José y los pastores, María se constituye en testigo de la promesa cumplida. Allí está la paradoja divina anunciada por ella: “el Dios encarnado es un niño sin fuerza, sin poder, a merced de todas las necesidades de cualquier necesitado de este mundo”[7]. La falta de palabras explícitas de María no debe confundirse con una actitud pasiva, sino que representa sobrecogimiento ante el absoluto “misterio de la presencia de Dios en el límite de lo humano”[8]. “Siguiendo La imagen de Lucas de María como discípula ejemplar, las generaciones posteriores verán aquí a una mujer en oración, que contempla activamente la palabra de Dios”[9].
Según San Mateo
Al igual que Lucas, lo que Mateo pretende en su relato (Mateo 2,1-12), es informarnos sobre la identidad cristológica del niño, no la historia tal cual fue, y ambos lo hacen por vías diferentes. Aquí la llegada de los magos de oriente señala la presencia de la sabiduría, “… técnicamente son magos, un término que se refirió históricamente a gente entendida en mística, en artes sobrenaturales…”[10]. La inserción de la visita de los magos al niño, representa el reconocimiento de muchos, de Jesús como el Mesías, incluso fuera del pueblo judío[11]. “Wainwright sugiere, en vena feminista, que los magos de Mateo pueden evocar la tradición sapiencial de la Escritura y sus muchos puntos de contacto con la religión extranjera, incluidas las imágenes femeninas de Dios”[12]. Esto no resulta extraño ya que la Santa Sabiduría se emplea en otros pasajes de este evangelio para interpretar a Jesús[13].
Raymond Brown afirma que los magos de oriente representan a los gentiles que llegan a creer en Cristo a través de la revelación de la naturaleza. “Como algunas de las antepasadas de la genealogía de Jesús, ellos indican que Jesús está destinado para los gentiles igual que para los judíos”[14]. Hoy, desde nuestra realidad de cristianos católicos o de otras confesiones cristianas, no podemos olvidar este mensaje de la Escritura: Jesús no es sólo para nosotros, no está únicamente entre nosotros, e incluso, más veces de las que quisiéramos reconocer, lo perdemos por completo. A pesar de ello, por la presencia de su Espíritu, nos sigue buscando, en todas las Marías de la historia, nos sigue golpeando a la puerta buscando un lugar donde nacer.
María está conectada en este pasaje, al primer reconocimiento público de la identidad mesiánica de Jesús, reconocida como madre del niño, y aunque Mateo no le asigna palabras ni actos, su presencia ya implica una “inclusión extraordinaria”[15]. Teniendo en cuenta que Mateo utiliza la palabra “casa” como metáfora de Iglesia, lo que sucede en la casa evoca el ideal de la comunidad, y con el reconocimiento de María en el centro de la escena, se propone el desafío de cambiar los viejos modos patriarcales en la Iglesia, por el compañerismo en el seguimiento de Cristo[16].
[1] Elizabeth A. JOHNSON, Verdadera hermana nuestra. Teología de María en la comunión de los santos, Herder, Barcelona 2005, 320.
[2] Cfr., Ibíd., 321.
[3] Ibíd.
[4] Cfr., Ibíd., 321-322.
[5] Cfr., Bruno FORTE, María, la mujer icono del misterio. Ensayo de mariología simbólico-narrrativa, Ediciones Sígueme, Salamanca 1993, 87-88.
[6] José C. R. GARCIA PAREDES, Mariología, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1995, 105.
[7] M. NAVARRO PUERTO, María, la mujer. Ensayo psicológico-bíblico, Publicaciones Claretianas, Madrid 1987, 108.
[8] I. GEBARA – M. C. BINGEMER, María, mujer profética. Ensayo teológico a partir de la mujer y de América Latina, Ediciones Paulinas, Madrid 1988, 86.
[9] Elizabeth A. JOHNSON, Verdadera hermana nuestra… 322.
[10] Elizabeth A. JOHNSON, Verdadera hermana nuestra…281. “La palabra mago describe a alguien capaz de hacer que el poder divino se manifieste de forma concreta, física y tangible a través del milagro personal. […] El mago tiene un poder personal e individual, mientras que el sacerdote o el rabino tienen el poder comunitario ritual. […] Los magos cuestionaban siempre la legitimidad del poder espiritual. Algo curioso es advertir que mientras en el relato del éxodo el faraón se encuentra estrechamente vinculado a los magos, que representaban el poder de los dioses de Egipto, en el relato de Mt 2, quienes están colaborando con Herodes son los sumos sacerdotes y escribas, mientras que los magos de oriente están de parte del auténtico plan de Dios”. José C. R. GARCIA PAREDES, Mariología… 59-60.
[11] Cfr., I. GEBARA – M. C. BINGEMER, María, mujer profética…72.
[12] Elizabeth A. JOHNSON, Verdadera hermana nuestra…281.
[13] Cfr., Ibíd.
[14] Ibíd., 282.
[15] Ibíd.
[16] Cfr., Elizabeth A. JOHNSON, Verdadera hermana nuestra…283.
RENDIJAS
Son bastantes las personas que ya no aciertan a creer en Dios. No es que lo rechacen. Es que no saben qué camino seguir para encontrarse con él. Y, sin embargo, Dios no está lejos. Oculto en el interior mismo de la vida, Dios sigue nuestros pasos, muchas veces errados o desesperanzados, con amor respetuoso y discreto. ¿Cómo percibir su presencia?
Marcos nos recuerda el grito del profeta en medio del desierto: «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos». ¿Dónde y cómo abrir caminos a Dios en nuestras vidas? No hemos de pensar en vías espléndidas y despejadas por donde llegue un Dios espectacular. El teólogo catalán J. M. Rovira nos ha recordado que Dios se acerca a nosotros buscando la rendija que el hombre mantiene abierta a lo verdadero, a lo bueno, a lo bello, a lo humano. Son esos resquicios de la vida a los que hemos de atender para abrir caminos a Dios.
Para algunos, la vida se ha convertido en un laberinto. Ocupados en mil cosas, se mueven y agitan sin cesar, pero no saben de dónde vienen ni a dónde van. Se abre en ellos una rendija hacia Dios cuando se detienen para encontrarse con lo mejor de sí mismos.
Hay quienes viven una vida «descafeinada», plana e intrascendente en la que lo único importante es estar entretenido. Solo podrán vislumbrar a Dios si empiezan a atender el misterio que late en el fondo de la vida.
Otros viven sumergidos en «la espuma de las apariencias». Solo se preocupan de su imagen, de lo aparente y externo. Se encontrarán más cerca de Dios si buscan sencillamente la verdad.
Quienes viven fragmentados en mil trozos por el ruido, la retórica, las ambiciones o la prisa darán pasos hacia Dios si se esfuerzan por encontrar un hilo conductor que humanice sus vidas.
Muchos se irán encontrando con Dios si saben pasar de una actitud defensiva ante él a una postura de acogida; del tono arrogante a la oración humilde; del miedo al amor; de la autocondena a la acogida de su perdón. Y todos haremos más sitio a Dios en nuestra vida si lo buscamos con corazón sencillo.
José Antonio Pagola
Gustavo Gutiérrez es conocido como el padre de la teología
Latinoamericana de la Liberación, pero pocos conocen que la raíz de esa
teología está en una espiritualidad de ojos abiertos. En Europa se le ha
achacado que se centra más el en pobre que en Dios. Esa acusación olvida que
Gustavo Gutiérrez ha sabido ver que el Dios de Jesús es inseparable de su
relación con el pobre. Su espiritualidad mantiene los ojos muy abiertos a la
realidad de América Latina. Juan Pablo García Maestro es religioso de la Orden
Trinitaria; profesor de teología en la Universidad Pontificia de Salamanca en
Madrid.
UNA TEOLOGÍA PASTORAL DE LA PARROQUIA. TRES CLAVES PARA REPENSAR LA COMUNIDAD EN TIEMPOS DE PANDEMIA
Juan Pablo Espinosa Arce. Chileno. Es Educador y Teólogo. Profesor Universitario en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Alberto Hurtado.
Quisiera proponer tres pistas para pensar –más bien imaginar– una teología pastoral de la parroquia para el tiempo de pandemia. El modo de pensar y actuar la comunidad tal y como lo conocíamos se ha transformado y, por consiguiente, nos ha invitado a transformarnos. La teología de la parroquia, como elemento fundamental de nuestro quehacer pastoral y como temática particular de la reflexión teológica sobre la Iglesia, y en este tiempo, debe avanzar e imaginar nuevos enfoques y puntos de anclaje. Para ello, las tres pistas siguientes, pistas en cuanto intuiciones o pretextos para una conversación mayor, buscarán pensar este nuevo tiempo parroquial.
1. Re-imaginar y re-significar la presencialidad
Uno de los conceptos y experiencias que más hemos notado como propias del tiempo de la pandemia es la crisis de presencialidad. Ella supone un encuentro en vivo entre dos personas. Presencia y presente aparecen incluso como conceptos interrelacionados. Hoy la presencialidad se ha tornado en virtualidad o en una presencialidad virtual. No es que estemos desconectados, sino que estamos vinculados de un modo virtual. Ello ha aparecido como una resignificación de lo presencial. Resignificar es un término trabajado fuertemente en psicología y hace referencia a la capacidad de hacer la conexión entre dos cosas, para que una le de un significado nuevo a la otra.
Misas online, Facebook como lugar de lo sacramental, la misma sacramentalidad, acompañar (duelos, lo educativo, lo laboral, etc.)… Aparecen nuevas vinculaciones y otros modos de entender el encuentro humano en la plataforma. De hecho, la plataforma nos era conocida previo a la pandemia. Hoy la hemos resignificado, es decir, le hemos dado un valor distinto al que ya tenía y al que ya utilizábamos. Ahora bien, ¿cómo repensar o volver a significar la virtualidad como espacio de presencia? Quisiera proponer dos posibles acercamientos:
- Utilizando la expresión del teólogo argentino Alejandro Bertolini, la pantalla nos ayuda a descentralizar el poder. Todos podemos subir una fotografía, comenzar un video, comentar una publicación o escribir un posteo. Con la descentralización del poder no solo se espera del ministro ordenado la actuación, sino que surgen otros carismas. Ello atañe al tan discutido tema de la relación Iglesia-poder. Con los carismas (incluso con la reactualización de la Iglesia carismática en cuanto presencia de variados ministerios, funciones y modos de actuar la fe), incluso percibimos la catolicidad y universalidad de la Iglesia.
- En segundo lugar, la actualización del sacerdocio bautismal. En la pantalla podemos reactualizar el sacerdocio común de los fieles. La organización de encuentros de oración, la bendición del pan y los alimentos, la presencia de encuentros formativos, de la recuperación de los espacios de lo pastoral, pueden ser otro modo de vivir la nueva presencialidad en lo virtual. En este mismo sentido, Pedro Pablo Achondo y Cristián Eichin en un artículo reciente, indican que este sacerdocio bautismal, y en pandemia, ha evidenciado “la debilidad de nuestra formación litúrgica y de nuestras liturgias domésticas y familiares y lo que en cada una de ellas se puede celebrar en virtud del bautismo”. Con ello, la resignificación de lo virtual debe conllevar una resignificación en la formación litúrgica, teológica, en la conciencia de la Iglesia doméstica, de los sacramentales, de manera de no reducir lo sacramental a la mera pasividad o a algo desconectado de la vida cotidiana. En palabra de estos mismos autores, “la teología bautismal merece toda nuestra atención”[3], vivida en la casa y celebrada en ella y, en un posible tiempo más, en el templo.
2. Una pastoral de la lentitud
La segunda clave tiene que ver con la lentitud. En la vorágine del tiempo moderno, la espera, lo lento, lo incierto –como ejes de comprensión de la pandemia– nos pueden ayudar a valorar una pastoral de la lentitud. Parafraseo aquí el título del libro Pequeña teología de la lentitud del portugués José Tolentino de Mendonca. El autor indica que la lentitud es un “arte humano una nota característica de la propia vida. Pienso que con la pandemia hemos valorado y debemos continuar valorando la lógica del proceso, de entender que hay un trayecto entre un punto y otro, recuperar lo no apresurable. Tolentino Mendonca indica que “la lentitud intenta huir de lo cuadriculado; se arriesga trascender lo meramente funcional y utilitario; elige en más ocasiones convivir con la vida silenciosa; registra los pequeños tránsitos de sentido, las variaciones de sabor y sus minucias fascinantes, el palpar tan íntimo y diverso que puede tener luz”[6]. Pienso que una pastoral de la lentitud debe entenderse como una fe vivida como sentido, como fe que humaniza y sabe acompañar lo lento de la vida, una pastoral que sabe de los límites, que se deja interpelar más por los retrocesos que por las respuestas definitivas o por el mero siempre lo hemos hecho así. La pandemia nos ha demostrado que el siempre lo hemos hecho así es una fantasía y un peligro muy latente en lo pastoral. Es una vida de fe que no tiene miedo a dejarse transformar por el falso poder.
La pastoral de la lentitud es la conciencia de lo inacabado, de lo que está en camino. Es una pastoral que entiende su planificación de una manera no estática, sino como algo que debe ser profundamente extático, incluso elástico, en salida, peregrina, descalza y herida. No es la pastoral de los príncipes en el palacio, sino que es la pastoral de la persona que sabe pedir porque tiene el corazón limpio y disponible, el corazón de las bienaventuranzas.
3. Mística y creatividad saludable
Cuando la OMS define el concepto “salud” indica lo siguiente: “La salud es un estado de perfecto (completo) bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad»[7]. Lo saludable, con ello, representa un concepto y una experiencia holística. Cuando uno alcanza la definición de la OMS, en un cierto punto, está experimentando la salvación. De hecho salud y salvación indican lo mismo: la plenitud.
En tiempos de COVID, es necesario pensar y vivir una mística saludable. Todas las tradiciones religiosas y espirituales indican que la fuerza, lo saludable, representan un estado estable, un sentido logrado. El modo de vivir lo santo tiene la característica de lo bifaz: yo me cuido para cuidar al otro. Esa profunda relación ética que valora el cuidado, el autocuidado y el co-cuidado, deben ser elementos asumidos por la Iglesia. No solo una pastoral de la salud en un hospital debería ser la encargada de esta tarea, sino que hemos de trabajar en la creación de espacios eclesiales sanos, atentos, compasivos, abiertos y dialogantes. El Nuevo Testamento no separa la salud anímica de la corporal. Ellas van unidas y una se entiende con la otra. El modelo humano de Jesús se actualiza en el cuidado con el enfermo, cualquiera sea (Cf. Mt 25,35-40). Hemos de saber diseñar distintas formas de encuentro saludables que nos ayuden a entender los laberintos humanos en los cuales podemos discernir el paso del Dios que salva.
Juan Pablo Espinosa Arce. Chileno. Es Educador y Teólogo. Profesor Universitario en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y en la Universidad Alberto Hurtado.
Quisiera proponer tres pistas para pensar –más bien imaginar– una teología pastoral de la parroquia para el tiempo de pandemia. El modo de pensar y actuar la comunidad tal y como lo conocíamos se ha transformado y, por consiguiente, nos ha invitado a transformarnos. La teología de la parroquia, como elemento fundamental de nuestro quehacer pastoral y como temática particular de la reflexión teológica sobre la Iglesia, y en este tiempo, debe avanzar e imaginar nuevos enfoques y puntos de anclaje. Para ello, las tres pistas siguientes, pistas en cuanto intuiciones o pretextos para una conversación mayor, buscarán pensar este nuevo tiempo parroquial.
1. Re-imaginar y re-significar la presencialidad
Uno de los conceptos y experiencias que más hemos notado como propias del tiempo de la pandemia es la crisis de presencialidad. Ella supone un encuentro en vivo entre dos personas. Presencia y presente aparecen incluso como conceptos interrelacionados. Hoy la presencialidad se ha tornado en virtualidad o en una presencialidad virtual. No es que estemos desconectados, sino que estamos vinculados de un modo virtual. Ello ha aparecido como una resignificación de lo presencial. Resignificar es un término trabajado fuertemente en psicología y hace referencia a la capacidad de hacer la conexión entre dos cosas, para que una le de un significado nuevo a la otra.
Misas online, Facebook como lugar de lo sacramental, la misma sacramentalidad, acompañar (duelos, lo educativo, lo laboral, etc.)… Aparecen nuevas vinculaciones y otros modos de entender el encuentro humano en la plataforma. De hecho, la plataforma nos era conocida previo a la pandemia. Hoy la hemos resignificado, es decir, le hemos dado un valor distinto al que ya tenía y al que ya utilizábamos. Ahora bien, ¿cómo repensar o volver a significar la virtualidad como espacio de presencia? Quisiera proponer dos posibles acercamientos:
- Utilizando la expresión del teólogo argentino Alejandro Bertolini, la pantalla nos ayuda a descentralizar el poder. Todos podemos subir una fotografía, comenzar un video, comentar una publicación o escribir un posteo. Con la descentralización del poder no solo se espera del ministro ordenado la actuación, sino que surgen otros carismas. Ello atañe al tan discutido tema de la relación Iglesia-poder. Con los carismas (incluso con la reactualización de la Iglesia carismática en cuanto presencia de variados ministerios, funciones y modos de actuar la fe), incluso percibimos la catolicidad y universalidad de la Iglesia.
- En segundo lugar, la actualización del sacerdocio bautismal. En la pantalla podemos reactualizar el sacerdocio común de los fieles. La organización de encuentros de oración, la bendición del pan y los alimentos, la presencia de encuentros formativos, de la recuperación de los espacios de lo pastoral, pueden ser otro modo de vivir la nueva presencialidad en lo virtual. En este mismo sentido, Pedro Pablo Achondo y Cristián Eichin en un artículo reciente, indican que este sacerdocio bautismal, y en pandemia, ha evidenciado “la debilidad de nuestra formación litúrgica y de nuestras liturgias domésticas y familiares y lo que en cada una de ellas se puede celebrar en virtud del bautismo”. Con ello, la resignificación de lo virtual debe conllevar una resignificación en la formación litúrgica, teológica, en la conciencia de la Iglesia doméstica, de los sacramentales, de manera de no reducir lo sacramental a la mera pasividad o a algo desconectado de la vida cotidiana. En palabra de estos mismos autores, “la teología bautismal merece toda nuestra atención”[3], vivida en la casa y celebrada en ella y, en un posible tiempo más, en el templo.
2. Una pastoral de la lentitud
La segunda clave tiene que ver con la lentitud. En la vorágine del tiempo moderno, la espera, lo lento, lo incierto –como ejes de comprensión de la pandemia– nos pueden ayudar a valorar una pastoral de la lentitud. Parafraseo aquí el título del libro Pequeña teología de la lentitud del portugués José Tolentino de Mendonca. El autor indica que la lentitud es un “arte humano una nota característica de la propia vida. Pienso que con la pandemia hemos valorado y debemos continuar valorando la lógica del proceso, de entender que hay un trayecto entre un punto y otro, recuperar lo no apresurable. Tolentino Mendonca indica que “la lentitud intenta huir de lo cuadriculado; se arriesga trascender lo meramente funcional y utilitario; elige en más ocasiones convivir con la vida silenciosa; registra los pequeños tránsitos de sentido, las variaciones de sabor y sus minucias fascinantes, el palpar tan íntimo y diverso que puede tener luz”[6]. Pienso que una pastoral de la lentitud debe entenderse como una fe vivida como sentido, como fe que humaniza y sabe acompañar lo lento de la vida, una pastoral que sabe de los límites, que se deja interpelar más por los retrocesos que por las respuestas definitivas o por el mero siempre lo hemos hecho así. La pandemia nos ha demostrado que el siempre lo hemos hecho así es una fantasía y un peligro muy latente en lo pastoral. Es una vida de fe que no tiene miedo a dejarse transformar por el falso poder.
La pastoral de la lentitud es la conciencia de lo inacabado, de lo que está en camino. Es una pastoral que entiende su planificación de una manera no estática, sino como algo que debe ser profundamente extático, incluso elástico, en salida, peregrina, descalza y herida. No es la pastoral de los príncipes en el palacio, sino que es la pastoral de la persona que sabe pedir porque tiene el corazón limpio y disponible, el corazón de las bienaventuranzas.
3. Mística y creatividad saludable
Cuando la OMS define el concepto “salud” indica lo siguiente: “La salud es un estado de perfecto (completo) bienestar físico, mental y social, y no sólo la ausencia de enfermedad»[7]. Lo saludable, con ello, representa un concepto y una experiencia holística. Cuando uno alcanza la definición de la OMS, en un cierto punto, está experimentando la salvación. De hecho salud y salvación indican lo mismo: la plenitud.
En tiempos de COVID, es necesario pensar y vivir una mística saludable. Todas las tradiciones religiosas y espirituales indican que la fuerza, lo saludable, representan un estado estable, un sentido logrado. El modo de vivir lo santo tiene la característica de lo bifaz: yo me cuido para cuidar al otro. Esa profunda relación ética que valora el cuidado, el autocuidado y el co-cuidado, deben ser elementos asumidos por la Iglesia. No solo una pastoral de la salud en un hospital debería ser la encargada de esta tarea, sino que hemos de trabajar en la creación de espacios eclesiales sanos, atentos, compasivos, abiertos y dialogantes. El Nuevo Testamento no separa la salud anímica de la corporal. Ellas van unidas y una se entiende con la otra. El modelo humano de Jesús se actualiza en el cuidado con el enfermo, cualquiera sea (Cf. Mt 25,35-40). Hemos de saber diseñar distintas formas de encuentro saludables que nos ayuden a entender los laberintos humanos en los cuales podemos discernir el paso del Dios que salva.
Espiritualidad y experiencia
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestra alma está inquieta hasta que descanse en ti”. Así expresó san Agustín la aspiración a una dicha infinita que habita en el fondo del corazón humano. Aspiración latente en toda nuestra vida.
Ansia de infinito
De muchas maneras, en la filosofía y en la religión, se ha dicho que los seres humanos somos seres finitos con ansia de infinito. De algo que no somos capaces de definir ni de conocer. Si ni a nosotros mismos, a pesar de nuestra finitud, nos acabamos de conocer, ¿cómo vamos a conocer el infinito? No lo conocemos ni podemos imaginarlo, pero lo ansiamos. Ni siquiera somos muchas veces conscientes de que es ese infinito lo que ansiamos, y fácilmente lo sustituimos por una serie interminable de placeres concretos, proporcionados por objetos, personas o actividades. Pero la frustración es segura si pretendemos satisfacer de esa manera nuestra secreta, profunda ansia de infinito.
El ansia de infinito la traducimos en una aspiración a una felicidad total. Felicidad que muchos piensan nos puede dar el dinero y todo lo que este nos facilita. Pero la confianza en el dinero más que felicidad nos da una ambición malsana que envenena la vida. Los que triunfan en esta lucha por la riqueza, los grandes multimillonarios, nos muestran que nunca se tiene bastante y nunca falta el temor a perder algo, aunque sólo sea una pequeña parte de lo mucho que les sobra.
Tampoco la relación íntima con una persona, por mucho que en un momento la idealicemos, puede representar el infinito al que se aspira. Recuerdo, a propósito de esto, a un antiguo amigo, que tenía una pareja con la que decía sentirse feliz, pero sólo al ochenta por ciento de lo que podía ser; y, como quería ser feliz al cien por cien, cambio de pareja. Es verdad que la nueva era más guapa que la antigua, pero dudo mucho de que alcanzara el soñado cien por cien de felicidad. Pues realmente ningún ser humano nos puede dar la plenitud de felicidad que ansiamos. La realidad es que este amigo necesitó plantear otro cambio, y de su catolicismo radical pasó a un ateísmo militante. Supongo que así tampoco consiguió su objetivo, pues desde el ateísmo difícilmente se puede ser feliz al cien por cien cuando se vive con el convencimiento de que nuestro yo está destinado a la desaparición.
Tampoco creo que el dedicarnos a actividades que nos resultan muy gratificantes nos dé una felicidad total que satisfaga el ansia de infinito. Esas actividades, sean las que sean, artísticas, deportivas, de conocimiento del mundo… no pueden llenar todos los aspectos de la vida, y una dedicación obsesiva a ellas mutila otros aspectos esenciales que tenemos como seres humanos.
La presencia del Espíritu
Todas esas cosas que deseamos no son el infinito, pero nos atraen porque tienen un pequeño reflejo suyo. Si llegamos a alcanzarlas, es muy importante disfrutarlas, conscientes de ese reflejo de bondad y de belleza infinita que nos transmiten y que las hacen amables.
Ese infinito que ansiamos no puede ser algo material. Eso, que intuimos que existe, de lo que percibimos mil reflejos, eso nos produce una sensación que no es material, nos hace pensar en algo que llamamos espíritu. Si nos extasiamos ante una puesta de sol en la montaña, ahí estamos experimentando algo más que el efecto de unas radiaciones electromagnéticas transmitidas por nuestros ojos al cerebro. Mucha gente dirá que es sólo eso, y aquí entra la libertad humana –que también dirán que es producto de nuestras neuronas-, pero desde la noche de los tiempos los seres humanos hemos percibido en esos espectáculos grandiosos una presencia numinosa a la que hemos dado mil nombres y de la que nos hemos hecho mil imágenes. Los cristianos le llamamos Dios y lo vemos como el Espíritu infinito al que ansiamos en el fondo de todo nuestro ser.
Otro amigo, dos días antes de morir decía a su mujer: “Toda la vida he estado en manos de Dios y no me he dado cuenta”. Darnos cuenta de esa presencia silenciosa y vivir en íntimo contacto con ella, creo que en eso consiste la espiritualidad.
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¿POR QUÉ LAS
MUJERES NO? CONVERSACIÓN SOBRE
EL FUTURO DEL DIACONADO FEMENINO
Xavier
Alonso. En Bruselas hemos conversado con el jesuita belga Bernard Pottier.
Nuestra conversación giró en torno al diaconado femenino. ¿Va la Iglesia
católica a restaurar el diaconado de las mujeres? ¿Qué impide a la Iglesia
incluir a las mujeres entre los diáconos permanentes, precisamente como sucedía
en la Iglesia primitiva? El 2 de agosto
de 2016 el papa Francisco creó la Comisión Pontificia sobre el Diaconado
Femenino.
Bernard
Pottier, sj, ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional de 2014 a
2019 y de la Comisión Pontificia sobre el Diaconado Femenino de 2016 a 2018.
Actualmente es director del Forum Saint-Michel en Bruselas.
– La
ordenación es el sacramento reservado al clero (obispos, presbíteros y
diáconos) para conferir un poder conectado a la administración de los
sacramentos… El debate está ahí: lo mismo que se ordenan hombres diáconos, ¿se
podrían volver a ordenar mujeres diaconisas?
– Sí… Pero
hablar en primer lugar de poder y en relación a los sacramentos hace un poco
estrecha la definición del diaconado. Para mí, tanto el diácono, el sacerdote y
el obispo no son en primer lugar un poder; son primero un servicio, son primero
un ministerio, un trabajo de animación de la comunidad, y profético, litúrgico,
y es también una organización.
Se dice que
hay tres maneras, tres cargos o servicios públicos, para todos los cristianos,
desde el bautismo. El cristiano es sacerdote, es profeta y es rey. Ser rey
quiere decir organizar la iglesia. El profeta es alguien que habla en nombre de
Dios para sacudir un poco a la gente y avanzar en una mejor dirección. Y
sacerdote…, todos somos sacerdotes, es consagrar el mundo, consagrar el
nacimiento, la comunidad, hacer sagrado todo. Para mí, un diácono es un profeta
que habla a partir de la Biblia; y es también un rey, porque organiza. La
paradoja de la Iglesia es que el rey es al mismo tiempo un servidor.
La vida
cristiana es más que los sacramentos. Hay que ubicarla en un horizonte más
amplio. A menudo nos preguntan, “¿qué puede hacer un diácono?, ¿cuál es su
poder?” Pero esta es una perspectiva negativa: el obispo lo puede hacer todo,
el sacerdote puede hacer menos, y el diácono aún menos. Para mí es una visión
un poco restrictiva. Es verdad que la ordenación da el poder de administrar los
sacramentos, y el diácono no puede presidir la eucaristía y sí, en cambio,
puede bautizar; pero, estrictamente, todos los cristianos pueden bautizar. En
caso de urgencia, cualquier cristiano puede. Y puede oficiar matrimonios.
– ¿El diácono también puede casar?
– Sí… Pero
casar es asistir al casamiento de la pareja que se casa, en la teología
católica los cónyuges son los que hacen el sacramento.
– ¿Tiene que ver el debate, hoy tan fuerte,
de la igualdad de género y del feminismo, con el del aumento de la presencia de
la mujer en la Iglesia? ¿Tiene algo que ver en la conciencia de la mujer, al
querer igualdad con el hombre, también en la Iglesia?
– Sí, es un
movimiento general de la humanidad, aunque no un movimiento secular únicamente,
porque la igualdad de las personas viene también del Evangelio. San Pablo dice
“ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya que
todos vosotros sois uno en Cristo” (Ga 3, 28). Pero la Iglesia ha pasado, a lo
largo de los siglos, un poco en contra de esa igualdad… Actualmente hay una
presión del feminismo secular, y la Iglesia siempre va un poco atrasada,
siempre más tradicional, y debe reflexionar sobre ello. Me parece urgente.
La sociedad
se organiza siempre de manera mixta. Antes las mujeres valían menos porque la
fuerza física era necesaria en todas partes. Ahora son las máquinas las que
tienen la fuerza física. Tú, hoy, como hombre apenas necesitas tu fuerza
física. Ahora, ya con las máquinas, para siempre hombres y mujeres son iguales,
y así se revelan mejor las cualidades diferentes. Ya no hay razones para
excluir a las mujeres.
– Hay evidencias de que en los
primeros siglos del cristianismo existieron diaconisas. Pero después la Iglesia
católica ha estado en contra.
– Hasta el
Concilio Vaticano II no se podía consagrar a un diácono sin la certeza de que
después sería ordenado sacerdote. El diácono era el futuro sacerdote. En
cambio, ahora hay tres posibilidades: el que va ser sacerdote, el casado y el
soltero. El soltero puede ser diácono a partir de los 25 años y no se podrá
casar, o puede ser un casado pero acceder al diaconado después de unos años de
matrimonio y con un mínimo de 35 años de edad. Los tradicionalistas, que no
conocen la Tradición, piensan que ésta empieza con la Reforma gregoriana del
siglo XI. No conocen la Tradición anterior, donde había diáconos casados. El
Vaticano II instituye el diaconado de los casados, pero no era una novedad. De
hecho, recuperó una tradición muy antigua.
Pero después
se pensó: si esa novedad era retomar una cosa muy antigua, ¿por qué no retomar
también otra cosa muy antigua, las mujeres diaconisas? Las diaconisas
existieron realmente, en Oriente y en Occidente. Tenían que ser vírgenes y
solteras, o viudas después de un matrimonio, no de dos.
– El papa es
un hombre abierto que ha aportado muchas novedades. Aparte del talante,
novedades en el lenguaje, el atreverse a hablar de una forma muy directa de la
homosexualidad, la inmigración, la naturaleza, etc. En cuanto a las mujeres, yo
entiendo que busca “mover” las cosas hacia adelante, aunque de momento no tome
grandes decisiones. Es como su método de trabajo. En la exhortación Evangelii
Gaudium afirma que “el tiempo es superior al espacio”, un principio que
“permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos”
(cap. IV, III, 223). Pero, por mucho que mueva las cosas hacia adelante, en
algunos casos tendrá que decidir. No todo es abrir procesos, porque también de
vez en cuando hay que tomar decisiones de cambio. ¿Qué hay de la Comisión
Pontificia sobre el Diaconado Femenino que creó hace casi cuatro años?
– A partir
del nuevo diaconado masculino, los obispos alemanes, en los años 70, y un poco
más tarde los americanos se preguntaron por qué no se abría la posibilidad a
las mujeres. Algunos grandes teólogos dijeron, “dogmáticamente no hay problema,
porque ya ha existido; es un problema de disciplina, de organización de la
Iglesia”. Al querer responder a esta pregunta, el papa Juan Pablo II respondió
a otra: “No, no se pueden ordenar mujeres sacerdotisas”.
– ¿Los obispos planteaban diaconado o
sacerdocio?
– Planteaban
el diaconado, pero la respuesta fue diferente, es curioso. Era como decir que
la otra pregunta quedaba abierta. Los obispos alemanes y americanos le
plantearon la pregunta del diaconado femenino dos veces, y las dos veces Juan
Pablo II contestó sin contestar. Su respuesta negativa al sacerdocio femenino
no era un no al diaconado femenino. Años más tarde, el papa Francisco dijo,
¿por qué no abrir de nuevo la cuestión de las diaconisas? No hizo más que
retomar una cuestión de hacía 30 o 40 años. Es verdad que al papa le gusta
poner en marcha procesos y sin la intención de llegar rápido a una decisión,
porque piensa que primero las mentalidades tienen que cambiar, evolucionar un
poco, y decidir ahora que haya mujeres diáconas quizás provocaría un cisma, una
catástrofe en la Iglesia, porque hay demasiada gente en contra.
Pero las
mentalidades van cambiando. En la Comisión Pontificia no hemos hecho
descubrimientos extraordinarios, los eruditos ya sabían mucho del tema. Pero es
la primera vez en la historia de la Iglesia que el Vaticano crea una comisión
con paridad perfecta, fifty-fifty hombres-mujeres, varias de ellas además
laicas. Hemos trabajado dos años… y veo que incluso las personas en un
principio opuestas han evolucionado. Como en el Sínodo de la Amazonía, al
principio se decía “la mayoría de los obispos se opondrán”, pero acabó siendo una
mayoría más pequeña.
– ¿Cuál era el objetivo de la
Comisión?
– El papa
quería conocer el fundamento, la historia de la existencia del diaconado de las
mujeres durante los primeros siglos de cristianismo, las funciones que tenían,
cómo se las consagraba. Con la evidencia de que en el pasado no se había estado
en contra, pues durante siglos las hubo, aunque no en todo tiempo y lugar, y no
siempre numerosas. Para muchos, y para mí también, la Tradición es importante,
no podemos innovar completamente, a partir de la nada. Podemos innovar, como
con los diáconos masculinos, a partir de una tradición, transformándola un
poco, adaptándola a la situación de hoy; pero no podemos hacer una cosa que
Cristo y los apóstoles no quisieron hacer, eso no lo podemos hacer.
– ¿Qué ha pasado con la Comisión?
– No puedo
explicar lo que hicimos, pero sí puedo decir que trabajamos para dejar
establecidos unos hechos y un informe, que fue entregado al Santo Padre en
junio de 2018. Desde entonces el papa no nos ha dicho nada más, aunque sí nos
envió una carta de agradecimiento. Después el papa dijo públicamente que estaba
un poco decepcionado de la Comisión, porque los que la formábamos no estábamos
de acuerdo entre nosotros, cada uno con su pequeña teoría… Y es verdad que fue
así, porque la Comisión estaba compuesta de doce personas muy diferentes y de
opiniones un poco opuestas, pero pienso que era la voluntad del Santo Padre no
tener a personas todas en una misma dirección; había de todo, de derecha, de
izquierda, progresistas, tradicionalistas, una mezcla difícil de gestionar; y
finalmente la relatoría resultó un poco pobre.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– No lo
sabemos, yo no he recibido ninguna noticia. En diciembre de 2018 la revista
Vida Nueva publicó que nuestro texto estaba en manos del papa.
– ¿Cree que puede haber, como en
otros asuntos complejos, un problema de bloqueo político de algún sector de la
Iglesia? Más allá de divergencias técnicas, teológicas, de cómo entendemos el
Evangelio, la Tradición… ¿no será que lo que más condiciona la recuperación del
diaconado femenino es una cultura patriarcal en la Iglesia católica? ¿Una
cuestión de predominio de los hombres? ¿El poder en la Iglesia es de los
hombres?
– Claro,
claro. Se trata de tensiones ideológicas, pero muy enraizadas en la mentalidad
de la gente, que piensa que “es así”. La gente que no quiere cambiar una cosa
no piensa que es porque “yo estoy fosilizado” sino que piensa que “porque es
así”, que “nadie puede afirmar lo contrario”, que “esto es así porque sí”, y no
porque yo no quiero abrirme a otra cosa…
En la
Iglesia, el poder sacerdotal, jerárquico, es enorme en estas cuestiones. El
diácono es parte del clero, y no tiene mucha importancia dentro de éste; pero
solamente el clero decide en la Iglesia, organiza la Iglesia. El pueblo de Dios
puede hacer cosas, tener iniciativas, etc., pero en la Iglesia católica el
poder es el poder del clero. Es así también en las otras confesiones. Dejar
entrar a las mujeres en el clero quiere decir abrir la posibilidad de un poder
no solamente sobre los sacramentos sino en general, en la mentalidad, la moral;
y hay muchos que piensan que es imposible, pero para mí es un prejuicio.
– ¿Cree que el papa también lo ve
así?
– Creo que
sí, pero él tiene que respetar a todos porque es el jefe, y el jefe no puede
trabajar contra una parte del pueblo de Dios, tiene que trabajar para todos.
– Pero tiene
que tomar decisiones también, aunque quizás le causen una lucha interna.
– Sí, pero
no puede quebrar la Iglesia; es un hombre muy inteligente que está avanzando,
pero no puede hacerlo muy rápido, avanza despacio, esperando que las
mentalidades cambien.
– En estos
siete años de papado, ¿ha habido algún asunto crucial en el que además de haber
abierto procesos, ya se hayan tomado decisiones concretas de cambio?
– Yo no
haría una oposición tan tajante entre lanzar procesos y tomar decisiones. Para
mí, lanzar un cierto proceso, como el papa hace, ya es tomar una decisión, ya
es un desafío a la gente, es decirles “yo hago una comisión sobre esto”;
incluso antes de la decisión eso ya cambia la imagen de la Iglesia. Y sí que se
han tomado decisiones, por ejemplo en los requisitos para reconocer la nulidad
de los matrimonios, pero la mayoría no lo sabe porque es una cuestión un poco
técnica. Y ha tomado algunas decisiones sobre la curia.
Hay
decisiones importantes que son simbólicas, como quedarse a vivir en la Casa de
Santa Marta en lugar de en el Palacio Apostólico. Cuando voy a Roma estoy en el
mismo comedor que el papa, lo veo a diez metros, y no es que vayamos todos a
hablar con él sino que él pasa y dice “buenos días”. Son decisiones simbólicas pero
que cambian la imagen de la Iglesia.
Tomar
decisiones en siete años es difícil, pero pienso que ha cambiado la imagen de
la Iglesia de mucha gente, ha abierto temas sobre la moral sexual, la familia,
el énfasis sobre la Iglesia de los pobres, etc. Todas son grandes decisiones,
pero no parecen decisiones de autoridad, del tipo “¡ahora la regla es
diferente!”, sino que introduce flexibilidad en muchos procesos de la Iglesia.
Y ha introducido una contestación a sus mecanismos machistas y clericalistas. Para
mí son grandes decisiones. Una cosa que es difícil para el papa es la presencia
del papa anterior, es muy difícil para él.
– La presencia de las mujeres en las
estructuras de gobierno vaticano aumenta, es algo quizás sociológico, un
incremento normal en paralelo a lo que pasa en el resto de la sociedad. Que
haya más mujeres en la Iglesia, ¿significaría una aportación distinta, más allá
de la igualdad de roles?
– Sí, sí,
claro. De nuevo, en el pasado las diaconisas no hacían lo mismo que los
diáconos, había alguna diferencia, era una cosa buena porque significaba que se
tomaba en cuenta la diferencia mujer-hombre. La igualdad es una base, después
tenemos que ir más allá.
A partir de
una igualdad de dignidad hay grandes diferencias, y tenemos que cultivarlas
hacia una complementariedad, pero una complementariedad que no sea “lo que hago
yo tú no lo puedes hacer, y lo que haces tú yo no lo puedo hacer, y entonces
tenemos que trabajar juntos porque cada uno hace lo que es capaz de hacer
mejor”, etc.”; no, para mí hay muchas cosas que mujeres y hombres pueden hacer
por igual tan bien las unas como los otros. Es una dialéctica que consiste en
que cuando los hombres trabajan juntos lo hacen de una manera, y cuando las
mujeres trabajan juntas lo hacen de otra, pero cuando se hace un equipo mixto
la dinámica cambia completamente, cada uno aprovecha las ideas y las maneras de
trabajar del otro; y no para apagar mi identidad sino para favorecer el
despertar de mi profunda masculinidad frente a una mujer cuando trabajo con
mujeres. Soy más hombre, y doy ocasión a la mujer de ser más mujer. Juntos. Una
dialéctica totalmente nueva que no es mía ni de ella, sino que es de nosotros.
Es así en la vida de una pareja, pero no todavía en el trabajo de la Iglesia.
Cuando se trabaja juntos se desencadena un dinamismo enorme que hace
maravillas.
– ¿Algún ejemplo?
– En la
sociedad aún no estamos en este estado de dialéctica de promoción mutua; el
feminismo ha cambiado muchas cosas, de acuerdo, pero ha desequilibrado el papel
del hombre. Antes sabíamos quiénes éramos, los hombres. ¿Sabemos ahora cuál es
nuestra singularidad? Para mí, por ejemplo, la homosexualidad ha explotado
precisamente por esta búsqueda de nuestra singularidad. Hay muchas cosas que
aún están en proceso, que la sociedad debe descubrir. Por ejemplo, en la
literatura de hace 50 años el 95% de los libros estaban escritos por hombres, y
ahora es más o menos el 50%. Nosotros organizamos seminarios, y cuando damos a
los alumnos un texto escrito por una mujer, después de diez líneas ya saben
cuándo es un texto de un hombre o de una mujer.
En la
psicología se puede hace un trabajo en común maravilloso. Yo soy psicólogo
también. Junto con Dominique Struyf, que es una psicoterapeuta y psiquiatra
infantil, escribimos un libro que creo
que es un ejemplo de dinámica de trabajo en común. Cada uno escribía, el otro
leía, corregía, comentaba, hacía preguntas, etc., después teníamos que rehacer
cada uno su propio texto, y así. Es un libro donde ha habido un gran diálogo detrás.
Muchos lectores nos han dicho que se percibe perfectamente. Que no son “dos”,
porque hay muchos libros escritos por un hombre y una mujer que son dos líneas
paralelas.
En la
sociedad, y más aún en la Iglesia, falta todavía este aprendizaje de la dialéctica
del trabajo en común. Creo que la pastoral, los sacramentos, la moral, el signo
de la teología, la espiritualidad, todo puede cambiar mucho, no porque las
mujeres vengan con otras ideas, sino porque vamos a poner nuestras ideas juntos
Por qué es necesario un nuevo
modelo eclesial-
Una explicitación de la
originalidad del hecho cristiano nos lleva a situar el cristianismo como es en
sí: fundamentalmente es una fe, un compromiso personal y comunitario, centrado
en la persona de Jesús, en la fuerza del Espíritu Santo, en comunión con el
Padre y con todos los hombres, un asumir de modo liberador la historia global
del mundo. No es ni puede ser una mera filosofía o ideología, una simple moral
o la sola expresión de religiosidad.
El cristianismo así
explicitado surge del acontecimiento histórico de Jesús, del testimonio de su
vida, de su palabra. Es la revelación de Dios dentro de la historia humana. No
se identifica con ninguna filosofía, sino que usa de ella para encarnarse y
expresarse en cada época. Necesita un instrumental para diagnosticar la
realidad y comprometerse con ella. En la medida en que una realidad progresa,
la ideología que de ella nace generalmente también evoluciona. Esto no pasa con
la fe, pues esta es la misma para todos los tiempos y lugares, puesto que Jesús
es el mismo ayer, hoy y siempre. La fe del cristiano será el continuo
desideologizante, desmitificante, desalienante. Decimos que la fe cristiana no
sugiere un modelo socio-político específico. Ahora bien, esto no quiere decir
que de su parte haya un desinterés o desvinculación de la vida política.
Realmente la fe está en la política, pero se desolidariza siempre de todo lo
que sea opresión y anuncia a todos la utopía fundamental de la comunidad
humana: fraternidad de todos, filiación de Dios, señorío de la historia.
El
cristianismo no es una cultura, una raza, un modo de vivir con los esquemas de
una época. Por el contrario, puede y debe asumir toda cultura, pero siempre en
actitud crítica. Es que la fe trasciende las culturas y las cuestiona a fondo.
Por consiguiente, defender una cultura no es defender el Evangelio, y menos
todavía a Cristo. Ser cristiano no es adoptar teóricamente ideas, sino
identificarse con Cristo, el Dios hecho hombre (cf Jn 1,14), es decir, asumir
totalmente su dina· mismo personal: encamación, vida, mensaje, Muerte y
Resurrección. Es liberarse del pecado alienante, opresor, esclavizante y
manifestar de este modo el sentido de la historia, a partir de la liberación
dada por Cristo. Las formulaciones teológicas no alcanzan a cubrir todo el
sentido de la vida de Dios manifestada y comunicada a los hombres. Las
teologías necesitan revisar permanentemente su instrumental, sus expresiones, a
fin de ir traduciendo siempre con mejor penetración y expresión lo que Dios
está realizando continuamente en la vida de las personas. Como el encuentro con
el Señor y los hermanos se realiza en la vida, la teología tiene que estar a la
escucha del mismo .Señor en ella, en la expresión del amor, en la autenticidad
de la fe. Por lo tanto, los modelos y las imágenes ec1esiales deben ser
revisados
Esto puede llevar a distorsiones y errores.
Podemos, entonces, aclarar que la Iglesia es simbolizada no con una única
imagen o modelo, sino con una combinación de modelos. Con esto queremos afirmar
la posibilidad de presentar un nuevo modelo en el sentido preciso de que dicho
modelo no es único, sino que dentro del mismo quedan abarcados y completados
otros.
JESÚS: SU MENSAJE
El núcleo del mensaje de Jesús es el
sueño de la nueva sociedad, de la fraternidad igualitaria, de la economía de
inclusión. A todo esto Jesús lo llamaba “el reinado de Dios”, la era de la
nueva justicia, el tiempo del amor que nace, el alborear de un tiempo nuevo.
Quitar esto del Evangelio es matarlo.
El Bautista tipifica la esperanza de
cambio, el anhelo del fondo de lo humano que quiere que los corazones se
toquen. Jesús se sintió llamado a trabajar en esa dirección de novedad.
La
escena del bautismo de Jesús en que el Espíritu de Dios, su Amor, se “queda”
para siempre en él está indicando que tal sueño no es una fantasía.
Pero el mensaje de Jesús no ha sido
principalmente una doctrina sino, sobre todo, un trabajo por liberar a la persona.
Este trabajo parte de una realidad indudable: Jesús fue un hombre libre.
¿Dónde
aprendió la libertad en un contexto tan coactivo como el suyo? ¿En sus noches
de oración (Mc 1,35)?
Luego, ejerció su acción liberadora:
liberación
de la marginación (Mc 3,1-7);
liberación
del nacionalismo excluyente (Mc 1,29.31);
liberación
de la ideología opresora (Mt 15,14);
liberación
de la culpa (Jn 7,49);
liberación
del culto alienante (Jn 10,1-5);
liberación
del legalismo (Jn 5,8-18);
liberación
del pecado (Mc 1,15).
Además, Jesús nos ha mostrado un
perfil preciso de Dios.
Por
eso, los cristianos no creemos en Dios de manera genérica, sino en el modo
concreto del Dios de Jesús.
Lo
que nosotros sabemos de Dios es lo que vemos en Jesús. Viendo cómo él es,
deducimos cómo es Dios.
Porque
Jesús es bueno, deducimos que Dios es exclusivamente bueno para todos (Mt
5,45);
porque
Jesús se relaciona con todos, sobre todo con frágiles, creemos que Dios es
relación, amor (1 Jn 4,8); porque Jesús quiere potenciar a la persona, creemos
en Dios que potencia a la persona (Jn 1,16);
porque
Jesús perdona, creemos en un Dios que perdona siempre (Lc 15,11-32);
porque
Jesús es alguien al servicio de la persona, creemos en un Dios que sirve a la persona
(Jn 13,1ss); porque vemos en el Evangelio a un Jesús débil, creemos que Dios se
hace “débil” con nosotros (Mc 14,35); porque vemos a un Jesús tierno, creemos
en un Dios que es también tierno con nosotros (Mt 9,36).
Jesús ha hablado de Dios de una manera
que los marginados de la sociedad han percibido que ese Dios era el suyo. Un
Dios que no juzga a nadie, que no se apropia de nadie y que ama aunque no se le
ame. Eso ha animado a la persona a tener controlados los mecanismos de juicio,
a no robar ni almas, ni corazones, ni voluntades, y a devolver amor incluso
cuando el otro no me ame.
Quizá
por todo esto se acercaba a Jesús la gente humilde, más que por sus milagros,
modestos, y sus ideas, no totalmente originales.
Texto
ilustrativo: Mc 1,21-22:
“El sábado entró en la sinagoga y se
puso a enseñar. Estaban impresionados de su enseñanza, pues les enseñaba como
quien tiene autoridad, no como los letrados”.
Conocemos muy bien el método que
empleaban los letrados para enseñar:
citar
a los grandes rabinos y, contrastando con sus opiniones, buscar la solución.
Jesús
no cita a nadie, cita su propia experiencia. Ésa es su autoridad.
La
gente queda impresionada y, quizá, contrariada porque ese tipo de enseñanza
contraviene el sistema. Pero tiene mucha fuerza porque parte de la experiencia.
Nota de actualización:
Dice
el Papa Francisco en la EG que para hacer creíble el Mensaje de Jesús hoy son
necesarias dos cosas:
tener
una experiencia personal de Jesús y
proponer
el Evangelio con alegría.
Esa
experiencia personal no la puede dar la mecánica religiosa.
Hay
que empeñar algo de lo que uno es en realidad: tiempo, ilusión, búsqueda
continuada.
Una
manera concreta de tener esa experiencia es leer personalmente el Evangelio, subrayarlo,
aprenderlo.
La cristología en la
teología actual
Cuando
hacemos referencia a la Cristología la planteamos desde una pregunta concreta
que consideramos como punto de partida de la definición de nuestro objetivo:
¿Quién es este Jesús de Nazaret (que nos conduciría a definir la cristología en
sentido estricto), y ¿qué significa este Jesús para nuestra relación con Dios
(lleva a definir la soteriología) es la
rama de la teología que estudia la salvación.?
La
Cristología es, sin duda, el eje central y el punto cardinal de toda la
dogmática cristiana, y por tanto, de la teología como un todo. Esta doctrina
sobre la totalidad del acontecimiento Jesucristo: una presentación del Dios
Trino que se ha encarnado, por medio de la Palabra, en el hombre Jesús de
Nazaret.
En
otras palabras, al referirnos a Jesús, como Dios encarnado (Cristología)
estaremos haciendo referencia también a una revelación trinitaria. La primera
idea que tomamos es que la Cristología no es un estudio de Jesucristo hecho de
manera aislada, sino que va a implicar para nosotros el estudio de la
Revelación de Dios como plenitud encarnada.
La
Cristología científica es, por tanto, una reflexión sobre los presupuestos y la
estructura interna de la fe en Jesús como el Cristo y manifestación de la
Trinidad. La fe en Cristo, se fundamenta, por su parte en el testimonio que ha
dado Dios Padre al enviar al Hijo en la carne y al resucitar al crucificado.
Afirmamos
también que la Cristología encuentra su base a partir de la fe en Cristo de la
Iglesia. Tiene como fundamento la convicción de que Dios ha llevado a cabo
escatológica e históricamente en Jesús de Nazaret su voluntad de salvación
universal.
Por
otro lado y de manera complementaria, la soteriología, nos acerca por medio de
planteamientos doctrinales a descubrir el significado de la salvación universal
de Jesús para nuestra relación con Dios. Podemos decir que es el aspecto
externo de la Cristología, donde vertimos nuestro sentir y pensar sobre el
valor de la Revelación para nuestra historia.
2.-
Contenido de la Cristología
Los
elementos que constituyen los fundamentos de nuestra fe en Jesús como Cristo
(Cristología) son:
La
relación singular de Jesús con Dios como Padre suyo (relación abba)
Su
unidad con el Padre en el Espíritu Santo (=unción con el Espíritu Santo como
Mesías/Cristo);
La
predicación de Jesús, y más en particular su proclamación del reino de Dios;
Su
doctrina del reino y sus actividades salvíficas ;
La
institución de la nueva alianza en la última cena y en la cruz;
La
resurrección, exaltación y envío del Espíritu;
La
presencia personal de Jesús en la Iglesia como su cabeza y su actividad en la
Iglesia (proclamación, servicio de salvación y servicio al mundo)
Su
nueva venida al fin de los tiempos como juicio y reconciliación.
Así
la Cristología científica la definimos así: es la fundamentación que reflexiona
metodológicamente y razona sistemáticamente. Es explanación interna y mediación
del acontecimiento Jesucristo en cuanto que en Jesucristo sale el mismo Dios al
encuentro del hombre, de modo que así tienen los hombres, por y con Jesús de
Nazaret, acceso a la salvación de Dios, creador y consumador de todo el género
humano.
Cristo, plenitud de la Revelación.
La
Revelación encuentra su fundamento principal en la persona de Jesucristo,
síntesis del mensaje salvífico de Dios, plenitud y manifestación máxima de Dios
al hombre.
1.-
La Revelación de Dios en la historia.
1.1
Antiguo Testamento. Dios se revela en el Antiguo Testamento en los hechos de la
historia del pueblo de Israel. A través de los diversos eventos históricos,
Dios, de manera gratuita y amorosa, se comunica libremente y se da a conocer a
la humanidad, manifestando su plan salvífico y liberador.
Esta
autocomunicación de Dios fue siguiendo un lento proceso lleno de una gran
pedagogía con la cual El, en la medida en que iba revelándose, tenía en cuenta
la posibilidad de ser reconocido como Aquel que, interviniendo en la historia,
era el Salvador, el Liberador, el Creador, el Padre amoroso que llamaba a una
vida de comunión con El y de relación justa y fraterna con los demás.
1.2.-
Rasgos principales de la revelación del AT.-
La
revelación es esencialmente interpersonal: es la manifestación de Dios al
hombre. Allí, es Yavé el sujeto y el objeto de esa revelación, ya que es el
Dios que revela y que se revela. A través de ella el hombre es llamado a entrar
en comunicación de vida con Él:
En
todo el AT podemos observar como la manifestación de Dios ha partido de una
iniciativa suya. Es Él quien desea revelarse y darse a conocer. El es quien
elige, y sella la alianza.
La
Palabra escuchada es la que da unidad a la economía veterotestamentaria
(Perteneciente al Antiguo Testamento). La comunicación de Dios es principalmente a través de
la Palabra, lo que exige al hombre una mayor atención, e implica el respeto de
Dios por la libertad humana.
La
palabra trae como exigencias al hombre la fe y el cumplimiento.
Y el AT está enmarcada en la esperanza de la
salvación que está por venir. Todo acontecimiento alude a uno posterior.
1.3.- Cristo, revelador y revelación del Padre
Cristo
Jesús es la máxima manifestación del amor del Padre, el cumplimiento de las
promesas divinas y el centro de la historia de la salvación:
..
la Iglesia busca que las culturas sean renovadas, elevadas y perfeccionadas por
la presencia activa del Resucitado, centro de la historia y de su Espíritu. (EN
18, 20, 23. GS 58d; 61a)...
Él
es el culmen y la plenitud de la revelación. En Él, Dios ha puesto en la
historia un acontecimiento determinante capaz de hacerla sensata mediadora de
la revelación.
2.-
Cristo, plenitud de la revelación.
De
acuerdo, con el dato escriturístico que obtenemos en el NT: Sinópticos, Hechos,
Juan, Pablo y Hebreos, Cristo no es uno de los mediadores de la revelación de
Dios, sino que es el Mediador absoluto porque es la Palabra del Padre, el Hijo
de Dios hecho hombre (cf. 1 Tim 2,5) que irrumpe en la historia para traer la
salvación (cf. Hb 1, 1-4). En el se ha revelado definitiva e irrevocablemente
la voluntad salvífica universal de Dios a través de un hecho único e
irrepetible: la encarnación del Logos (Palabra) divino:
Este
designio divino, que en bien de los hombres y para la gloria de la inmensidad
de su amor, concibió el padre en su hijo antes de crear el mundo (Ef 1,9), nos
lo ha revelado conforme al proyecto misterioso que Él tenía de llevar la
historia humana a su plenitud, realizando por medio de Jesucristo la unidad del
universo, tanto lo terrestre como de lo celeste.
En
Jesucristo, no solamente esas revelaciones (hechas por los profetas) se
totalizan, sino que la revelación de Dios es total. De Dios en cuanto él es el
principio y el término de la relación religiosa de la alianza. Si el cometido
de los profetas es poner los acontecimientos de la historia y la situación del
hombre bajo la luz del propósito de Dios, Jesús cumple perfectamente la función
profética: Él no manifiesta un elemento del designio de Dios, sino el Designio
total, lo absoluto de la relación de alianza, el "misterio.
2.1.-
La encarnación, misterio de la plenitud reveladora
La
encarnación da realidad al acontecimiento revelador por excelencia, porque ella
es el encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios, con base en la
unión que hay entre divinidad y humanidad en el misterio de Cristo:
En
Cristo y por Cristo, Dios Padre se une a los hombres. El Hijo de Dios asume lo
humano y lo creado restablece la comunión entre su Padre y los hombres. El
hombre adquiere una altísima dignidad y Dios irrumpe en la historia humana,
vale decir, en el peregrinar de los hombres hacia la libertad y la fraternidad.
Él,
el Hijo de Dios hecho hombre, es la perfecta revelación puesto que viene a
hablar, a predicar, a enseñar y a atestiguar lo que ha visto y oído. De esta
manera, la encarnación es la vía elegida por Dios para revelar y revelarse, a
través de la cual hace posible a nivel humano el conocimiento de Dios y de su designio
salvífico.
Y
llevando al nivel humano la manifestación de Dios (su propia encarnación),
Jesucristo, revela el misterio del Padre. Es decir, revelando al Padre como
misterio, se revela también el misterio propio del hijo: la revelación es
autorrevelación.
En
Jesucristo, por lo tanto, llegan a su absoluto punto culminante tanto la
llamada de Dios, como la respuesta del hombre, al identificarse en la unidad de
su persona. En cuanto hombre, Cristo es la perfecta respuesta humana a la
palabra y autocomunicación de Dios. En su obediencia, Él conduce de nuevo la
humanidad hacia la unión con Dios y la hace partícipe de la vida eterna. En
Cristo encontramos la relación de comunión, de diálogo, de docilidad y de amor
que el hombre debe tener para con Dios. Así la revelación es completa aun desde
este punto de vista, porque encuentra en el hombre el término y la respuesta
que hacen plenamente eficaz el designio del amor de Dios.
2.2.-
Cristo, sujeto y objeto de la revelación
Porque
el Verbo de Dios es por sí mismo, desde la eternidad, la expresión viva y
completa del Padre, que posee la misma naturaleza del Padre, Cristo es el Dios
revelante. Él es causa y autor de la revelación como lo es también el padre y
el Espíritu Santo. Él ha sido enviado por el Padre para comunicar la plenitud
de la manifestación divina.
Pero
es también el Dios revelado: el Dios verdadero que anuncia y testimonia de sí
mismo, porque es Dios, el Verbo de Dios. Cristo, entonces, nos hace conocer el
misterio de sí mismo. Él, como Verbo eterno, es la misma verdad que Él anuncia
y revela. De igual modo, es también el medio por el que se revela la Verdad y
se comunica la Vida (Jn 14, 5-6), es decir, el mismo es el camino accesible al
hombre para conocer la Verdad y lograr la comunión de vida con Dios. A través
de la naturaleza humana de Jesús, Dios se hace accesible al hombre.15
La
Revelación es cristológica, ya que se identifica, en último término, con la
encarnación, Cristo es la revelación de Dios.
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UNA MORAL PARA AHORA
Si la voz de la comunidad cristiana pretende
proponer, también para hoy, un camino ético, deberá estar atenta a los “signos
de los tiempos”, a fin de dar una respuesta adecuada. Si quiere dar respuesta a
los retos que hemos recordado y ser semilla del mensaje de Jesús de Nazaret en
el mundo, tal vez algunos de los rasgos inexcusables, para la moral cristiana
del nuevo milenio, podrían ser los siguientes:
1. Una
moral que escuche Una moral que se deje interpelar por la vida que viven y
sufren miles de hombres y mujeres. Esta moral tiene que entrar en un serio
diálogo con la cultura contemporánea. Un texto de la última Congregación
General de la Compañía de Jesús nos recuerda que: “... debemos escuchar
atentamente a todos aquellos a quienes el Evangelio no les dice nada, y tratar
de comprender la experiencia cultural que se esconde en aquello que dicen. Lo
que nosotros hacemos y decimos, ¿corresponde a las necesidades reales y
urgentes de quienes nos rodean, en sus relaciones con Dios y con los demás? Si
la respuesta es “no”, significa que no estamos comprometidos a fondo con la
vida de las personas a quienes servimos” (CG 34, NMC, n. 27,7). Una moral que,
antes de reflexionar y dar consejos, se ponga a la escucha de los hombres y
mujeres, sean o no cristianos. Y, de este modo, se pregunte, como el joven
rico: “Qué debo hacer de bueno...? Mt.19,16. Nos gusta recurrir a esta
traducción de la Biblia interconfesional, ya que pone el acento en aquello que
debemos hacer como cristianos, no tanto para ser buenos –no se trata de una
cuestión puramente de perfección personal, como se ha insistido a menudo–, sino
en beneficio del prójimo.
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestra alma está inquieta hasta que descanse en ti”. Así expresó san Agustín la aspiración a una dicha infinita que habita en el fondo del corazón humano. Aspiración latente en toda nuestra vida.
Ansia de infinito
De muchas maneras, en la filosofía y en la religión, se ha dicho que los seres humanos somos seres finitos con ansia de infinito. De algo que no somos capaces de definir ni de conocer. Si ni a nosotros mismos, a pesar de nuestra finitud, nos acabamos de conocer, ¿cómo vamos a conocer el infinito? No lo conocemos ni podemos imaginarlo, pero lo ansiamos. Ni siquiera somos muchas veces conscientes de que es ese infinito lo que ansiamos, y fácilmente lo sustituimos por una serie interminable de placeres concretos, proporcionados por objetos, personas o actividades. Pero la frustración es segura si pretendemos satisfacer de esa manera nuestra secreta, profunda ansia de infinito.
El ansia de infinito la traducimos en una aspiración a una felicidad total. Felicidad que muchos piensan nos puede dar el dinero y todo lo que este nos facilita. Pero la confianza en el dinero más que felicidad nos da una ambición malsana que envenena la vida. Los que triunfan en esta lucha por la riqueza, los grandes multimillonarios, nos muestran que nunca se tiene bastante y nunca falta el temor a perder algo, aunque sólo sea una pequeña parte de lo mucho que les sobra.
Tampoco la relación íntima con una persona, por mucho que en un momento la idealicemos, puede representar el infinito al que se aspira. Recuerdo, a propósito de esto, a un antiguo amigo, que tenía una pareja con la que decía sentirse feliz, pero sólo al ochenta por ciento de lo que podía ser; y, como quería ser feliz al cien por cien, cambio de pareja. Es verdad que la nueva era más guapa que la antigua, pero dudo mucho de que alcanzara el soñado cien por cien de felicidad. Pues realmente ningún ser humano nos puede dar la plenitud de felicidad que ansiamos. La realidad es que este amigo necesitó plantear otro cambio, y de su catolicismo radical pasó a un ateísmo militante. Supongo que así tampoco consiguió su objetivo, pues desde el ateísmo difícilmente se puede ser feliz al cien por cien cuando se vive con el convencimiento de que nuestro yo está destinado a la desaparición.
Tampoco creo que el dedicarnos a actividades que nos resultan muy gratificantes nos dé una felicidad total que satisfaga el ansia de infinito. Esas actividades, sean las que sean, artísticas, deportivas, de conocimiento del mundo… no pueden llenar todos los aspectos de la vida, y una dedicación obsesiva a ellas mutila otros aspectos esenciales que tenemos como seres humanos.
La presencia del Espíritu
Todas esas cosas que deseamos no son el infinito, pero nos atraen porque tienen un pequeño reflejo suyo. Si llegamos a alcanzarlas, es muy importante disfrutarlas, conscientes de ese reflejo de bondad y de belleza infinita que nos transmiten y que las hacen amables.
Ese infinito que ansiamos no puede ser algo material. Eso, que intuimos que existe, de lo que percibimos mil reflejos, eso nos produce una sensación que no es material, nos hace pensar en algo que llamamos espíritu. Si nos extasiamos ante una puesta de sol en la montaña, ahí estamos experimentando algo más que el efecto de unas radiaciones electromagnéticas transmitidas por nuestros ojos al cerebro. Mucha gente dirá que es sólo eso, y aquí entra la libertad humana –que también dirán que es producto de nuestras neuronas-, pero desde la noche de los tiempos los seres humanos hemos percibido en esos espectáculos grandiosos una presencia numinosa a la que hemos dado mil nombres y de la que nos hemos hecho mil imágenes. Los cristianos le llamamos Dios y lo vemos como el Espíritu infinito al que ansiamos en el fondo de todo nuestro ser.
Otro amigo, dos días antes de morir decía a su mujer: “Toda la vida he estado en manos de Dios y no me he dado cuenta”. Darnos cuenta de esa presencia silenciosa y vivir en íntimo contacto con ella, creo que en eso consiste la espiritualidad.
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¿POR QUÉ LAS MUJERES NO? CONVERSACIÓN SOBRE
EL FUTURO DEL DIACONADO FEMENINO
Xavier
Alonso. En Bruselas hemos conversado con el jesuita belga Bernard Pottier.
Nuestra conversación giró en torno al diaconado femenino. ¿Va la Iglesia
católica a restaurar el diaconado de las mujeres? ¿Qué impide a la Iglesia
incluir a las mujeres entre los diáconos permanentes, precisamente como sucedía
en la Iglesia primitiva? El 2 de agosto
de 2016 el papa Francisco creó la Comisión Pontificia sobre el Diaconado
Femenino.
Bernard
Pottier, sj, ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional de 2014 a
2019 y de la Comisión Pontificia sobre el Diaconado Femenino de 2016 a 2018.
Actualmente es director del Forum Saint-Michel en Bruselas.
– La
ordenación es el sacramento reservado al clero (obispos, presbíteros y
diáconos) para conferir un poder conectado a la administración de los
sacramentos… El debate está ahí: lo mismo que se ordenan hombres diáconos, ¿se
podrían volver a ordenar mujeres diaconisas?
– Sí… Pero
hablar en primer lugar de poder y en relación a los sacramentos hace un poco
estrecha la definición del diaconado. Para mí, tanto el diácono, el sacerdote y
el obispo no son en primer lugar un poder; son primero un servicio, son primero
un ministerio, un trabajo de animación de la comunidad, y profético, litúrgico,
y es también una organización.
Se dice que
hay tres maneras, tres cargos o servicios públicos, para todos los cristianos,
desde el bautismo. El cristiano es sacerdote, es profeta y es rey. Ser rey
quiere decir organizar la iglesia. El profeta es alguien que habla en nombre de
Dios para sacudir un poco a la gente y avanzar en una mejor dirección. Y
sacerdote…, todos somos sacerdotes, es consagrar el mundo, consagrar el
nacimiento, la comunidad, hacer sagrado todo. Para mí, un diácono es un profeta
que habla a partir de la Biblia; y es también un rey, porque organiza. La
paradoja de la Iglesia es que el rey es al mismo tiempo un servidor.
La vida
cristiana es más que los sacramentos. Hay que ubicarla en un horizonte más
amplio. A menudo nos preguntan, “¿qué puede hacer un diácono?, ¿cuál es su
poder?” Pero esta es una perspectiva negativa: el obispo lo puede hacer todo,
el sacerdote puede hacer menos, y el diácono aún menos. Para mí es una visión
un poco restrictiva. Es verdad que la ordenación da el poder de administrar los
sacramentos, y el diácono no puede presidir la eucaristía y sí, en cambio,
puede bautizar; pero, estrictamente, todos los cristianos pueden bautizar. En
caso de urgencia, cualquier cristiano puede. Y puede oficiar matrimonios.
– ¿El diácono también puede casar?
– Sí… Pero
casar es asistir al casamiento de la pareja que se casa, en la teología
católica los cónyuges son los que hacen el sacramento.
– ¿Tiene que ver el debate, hoy tan fuerte,
de la igualdad de género y del feminismo, con el del aumento de la presencia de
la mujer en la Iglesia? ¿Tiene algo que ver en la conciencia de la mujer, al
querer igualdad con el hombre, también en la Iglesia?
– Sí, es un
movimiento general de la humanidad, aunque no un movimiento secular únicamente,
porque la igualdad de las personas viene también del Evangelio. San Pablo dice
“ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya que
todos vosotros sois uno en Cristo” (Ga 3, 28). Pero la Iglesia ha pasado, a lo
largo de los siglos, un poco en contra de esa igualdad… Actualmente hay una
presión del feminismo secular, y la Iglesia siempre va un poco atrasada,
siempre más tradicional, y debe reflexionar sobre ello. Me parece urgente.
La sociedad
se organiza siempre de manera mixta. Antes las mujeres valían menos porque la
fuerza física era necesaria en todas partes. Ahora son las máquinas las que
tienen la fuerza física. Tú, hoy, como hombre apenas necesitas tu fuerza
física. Ahora, ya con las máquinas, para siempre hombres y mujeres son iguales,
y así se revelan mejor las cualidades diferentes. Ya no hay razones para
excluir a las mujeres.
– Hay evidencias de que en los
primeros siglos del cristianismo existieron diaconisas. Pero después la Iglesia
católica ha estado en contra.
– Hasta el
Concilio Vaticano II no se podía consagrar a un diácono sin la certeza de que
después sería ordenado sacerdote. El diácono era el futuro sacerdote. En
cambio, ahora hay tres posibilidades: el que va ser sacerdote, el casado y el
soltero. El soltero puede ser diácono a partir de los 25 años y no se podrá
casar, o puede ser un casado pero acceder al diaconado después de unos años de
matrimonio y con un mínimo de 35 años de edad. Los tradicionalistas, que no
conocen la Tradición, piensan que ésta empieza con la Reforma gregoriana del
siglo XI. No conocen la Tradición anterior, donde había diáconos casados. El
Vaticano II instituye el diaconado de los casados, pero no era una novedad. De
hecho, recuperó una tradición muy antigua.
Pero después
se pensó: si esa novedad era retomar una cosa muy antigua, ¿por qué no retomar
también otra cosa muy antigua, las mujeres diaconisas? Las diaconisas
existieron realmente, en Oriente y en Occidente. Tenían que ser vírgenes y
solteras, o viudas después de un matrimonio, no de dos.
– El papa es
un hombre abierto que ha aportado muchas novedades. Aparte del talante,
novedades en el lenguaje, el atreverse a hablar de una forma muy directa de la
homosexualidad, la inmigración, la naturaleza, etc. En cuanto a las mujeres, yo
entiendo que busca “mover” las cosas hacia adelante, aunque de momento no tome
grandes decisiones. Es como su método de trabajo. En la exhortación Evangelii
Gaudium afirma que “el tiempo es superior al espacio”, un principio que
“permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos”
(cap. IV, III, 223). Pero, por mucho que mueva las cosas hacia adelante, en
algunos casos tendrá que decidir. No todo es abrir procesos, porque también de
vez en cuando hay que tomar decisiones de cambio. ¿Qué hay de la Comisión
Pontificia sobre el Diaconado Femenino que creó hace casi cuatro años?
– A partir
del nuevo diaconado masculino, los obispos alemanes, en los años 70, y un poco
más tarde los americanos se preguntaron por qué no se abría la posibilidad a
las mujeres. Algunos grandes teólogos dijeron, “dogmáticamente no hay problema,
porque ya ha existido; es un problema de disciplina, de organización de la
Iglesia”. Al querer responder a esta pregunta, el papa Juan Pablo II respondió
a otra: “No, no se pueden ordenar mujeres sacerdotisas”.
– ¿Los obispos planteaban diaconado o
sacerdocio?
– Planteaban
el diaconado, pero la respuesta fue diferente, es curioso. Era como decir que
la otra pregunta quedaba abierta. Los obispos alemanes y americanos le
plantearon la pregunta del diaconado femenino dos veces, y las dos veces Juan
Pablo II contestó sin contestar. Su respuesta negativa al sacerdocio femenino
no era un no al diaconado femenino. Años más tarde, el papa Francisco dijo,
¿por qué no abrir de nuevo la cuestión de las diaconisas? No hizo más que
retomar una cuestión de hacía 30 o 40 años. Es verdad que al papa le gusta
poner en marcha procesos y sin la intención de llegar rápido a una decisión,
porque piensa que primero las mentalidades tienen que cambiar, evolucionar un
poco, y decidir ahora que haya mujeres diáconas quizás provocaría un cisma, una
catástrofe en la Iglesia, porque hay demasiada gente en contra.
Pero las
mentalidades van cambiando. En la Comisión Pontificia no hemos hecho
descubrimientos extraordinarios, los eruditos ya sabían mucho del tema. Pero es
la primera vez en la historia de la Iglesia que el Vaticano crea una comisión
con paridad perfecta, fifty-fifty hombres-mujeres, varias de ellas además
laicas. Hemos trabajado dos años… y veo que incluso las personas en un
principio opuestas han evolucionado. Como en el Sínodo de la Amazonía, al
principio se decía “la mayoría de los obispos se opondrán”, pero acabó siendo una
mayoría más pequeña.
– ¿Cuál era el objetivo de la
Comisión?
– El papa
quería conocer el fundamento, la historia de la existencia del diaconado de las
mujeres durante los primeros siglos de cristianismo, las funciones que tenían,
cómo se las consagraba. Con la evidencia de que en el pasado no se había estado
en contra, pues durante siglos las hubo, aunque no en todo tiempo y lugar, y no
siempre numerosas. Para muchos, y para mí también, la Tradición es importante,
no podemos innovar completamente, a partir de la nada. Podemos innovar, como
con los diáconos masculinos, a partir de una tradición, transformándola un
poco, adaptándola a la situación de hoy; pero no podemos hacer una cosa que
Cristo y los apóstoles no quisieron hacer, eso no lo podemos hacer.
– ¿Qué ha pasado con la Comisión?
– No puedo
explicar lo que hicimos, pero sí puedo decir que trabajamos para dejar
establecidos unos hechos y un informe, que fue entregado al Santo Padre en
junio de 2018. Desde entonces el papa no nos ha dicho nada más, aunque sí nos
envió una carta de agradecimiento. Después el papa dijo públicamente que estaba
un poco decepcionado de la Comisión, porque los que la formábamos no estábamos
de acuerdo entre nosotros, cada uno con su pequeña teoría… Y es verdad que fue
así, porque la Comisión estaba compuesta de doce personas muy diferentes y de
opiniones un poco opuestas, pero pienso que era la voluntad del Santo Padre no
tener a personas todas en una misma dirección; había de todo, de derecha, de
izquierda, progresistas, tradicionalistas, una mezcla difícil de gestionar; y
finalmente la relatoría resultó un poco pobre.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– No lo
sabemos, yo no he recibido ninguna noticia. En diciembre de 2018 la revista
Vida Nueva publicó que nuestro texto estaba en manos del papa.
– ¿Cree que puede haber, como en
otros asuntos complejos, un problema de bloqueo político de algún sector de la
Iglesia? Más allá de divergencias técnicas, teológicas, de cómo entendemos el
Evangelio, la Tradición… ¿no será que lo que más condiciona la recuperación del
diaconado femenino es una cultura patriarcal en la Iglesia católica? ¿Una
cuestión de predominio de los hombres? ¿El poder en la Iglesia es de los
hombres?
– Claro,
claro. Se trata de tensiones ideológicas, pero muy enraizadas en la mentalidad
de la gente, que piensa que “es así”. La gente que no quiere cambiar una cosa
no piensa que es porque “yo estoy fosilizado” sino que piensa que “porque es
así”, que “nadie puede afirmar lo contrario”, que “esto es así porque sí”, y no
porque yo no quiero abrirme a otra cosa…
En la
Iglesia, el poder sacerdotal, jerárquico, es enorme en estas cuestiones. El
diácono es parte del clero, y no tiene mucha importancia dentro de éste; pero
solamente el clero decide en la Iglesia, organiza la Iglesia. El pueblo de Dios
puede hacer cosas, tener iniciativas, etc., pero en la Iglesia católica el
poder es el poder del clero. Es así también en las otras confesiones. Dejar
entrar a las mujeres en el clero quiere decir abrir la posibilidad de un poder
no solamente sobre los sacramentos sino en general, en la mentalidad, la moral;
y hay muchos que piensan que es imposible, pero para mí es un prejuicio.
– ¿Cree que el papa también lo ve
así?
– Creo que
sí, pero él tiene que respetar a todos porque es el jefe, y el jefe no puede
trabajar contra una parte del pueblo de Dios, tiene que trabajar para todos.
– Pero tiene
que tomar decisiones también, aunque quizás le causen una lucha interna.
– Sí, pero
no puede quebrar la Iglesia; es un hombre muy inteligente que está avanzando,
pero no puede hacerlo muy rápido, avanza despacio, esperando que las
mentalidades cambien.
– En estos
siete años de papado, ¿ha habido algún asunto crucial en el que además de haber
abierto procesos, ya se hayan tomado decisiones concretas de cambio?
– Yo no
haría una oposición tan tajante entre lanzar procesos y tomar decisiones. Para
mí, lanzar un cierto proceso, como el papa hace, ya es tomar una decisión, ya
es un desafío a la gente, es decirles “yo hago una comisión sobre esto”;
incluso antes de la decisión eso ya cambia la imagen de la Iglesia. Y sí que se
han tomado decisiones, por ejemplo en los requisitos para reconocer la nulidad
de los matrimonios, pero la mayoría no lo sabe porque es una cuestión un poco
técnica. Y ha tomado algunas decisiones sobre la curia.
Hay
decisiones importantes que son simbólicas, como quedarse a vivir en la Casa de
Santa Marta en lugar de en el Palacio Apostólico. Cuando voy a Roma estoy en el
mismo comedor que el papa, lo veo a diez metros, y no es que vayamos todos a
hablar con él sino que él pasa y dice “buenos días”. Son decisiones simbólicas pero
que cambian la imagen de la Iglesia.
Tomar
decisiones en siete años es difícil, pero pienso que ha cambiado la imagen de
la Iglesia de mucha gente, ha abierto temas sobre la moral sexual, la familia,
el énfasis sobre la Iglesia de los pobres, etc. Todas son grandes decisiones,
pero no parecen decisiones de autoridad, del tipo “¡ahora la regla es
diferente!”, sino que introduce flexibilidad en muchos procesos de la Iglesia.
Y ha introducido una contestación a sus mecanismos machistas y clericalistas. Para
mí son grandes decisiones. Una cosa que es difícil para el papa es la presencia
del papa anterior, es muy difícil para él.
– La presencia de las mujeres en las
estructuras de gobierno vaticano aumenta, es algo quizás sociológico, un
incremento normal en paralelo a lo que pasa en el resto de la sociedad. Que
haya más mujeres en la Iglesia, ¿significaría una aportación distinta, más allá
de la igualdad de roles?
– Sí, sí, claro. De nuevo, en el pasado las diaconisas no hacían lo mismo que los diáconos, había alguna diferencia, era una cosa buena porque significaba que se tomaba en cuenta la diferencia mujer-hombre. La igualdad es una base, después tenemos que ir más allá.
A partir de
una igualdad de dignidad hay grandes diferencias, y tenemos que cultivarlas
hacia una complementariedad, pero una complementariedad que no sea “lo que hago
yo tú no lo puedes hacer, y lo que haces tú yo no lo puedo hacer, y entonces
tenemos que trabajar juntos porque cada uno hace lo que es capaz de hacer
mejor”, etc.”; no, para mí hay muchas cosas que mujeres y hombres pueden hacer
por igual tan bien las unas como los otros. Es una dialéctica que consiste en
que cuando los hombres trabajan juntos lo hacen de una manera, y cuando las
mujeres trabajan juntas lo hacen de otra, pero cuando se hace un equipo mixto
la dinámica cambia completamente, cada uno aprovecha las ideas y las maneras de
trabajar del otro; y no para apagar mi identidad sino para favorecer el
despertar de mi profunda masculinidad frente a una mujer cuando trabajo con
mujeres. Soy más hombre, y doy ocasión a la mujer de ser más mujer. Juntos. Una
dialéctica totalmente nueva que no es mía ni de ella, sino que es de nosotros.
Es así en la vida de una pareja, pero no todavía en el trabajo de la Iglesia.
Cuando se trabaja juntos se desencadena un dinamismo enorme que hace
maravillas.
– ¿Algún ejemplo?
– En la
sociedad aún no estamos en este estado de dialéctica de promoción mutua; el
feminismo ha cambiado muchas cosas, de acuerdo, pero ha desequilibrado el papel
del hombre. Antes sabíamos quiénes éramos, los hombres. ¿Sabemos ahora cuál es
nuestra singularidad? Para mí, por ejemplo, la homosexualidad ha explotado
precisamente por esta búsqueda de nuestra singularidad. Hay muchas cosas que
aún están en proceso, que la sociedad debe descubrir. Por ejemplo, en la
literatura de hace 50 años el 95% de los libros estaban escritos por hombres, y
ahora es más o menos el 50%. Nosotros organizamos seminarios, y cuando damos a
los alumnos un texto escrito por una mujer, después de diez líneas ya saben
cuándo es un texto de un hombre o de una mujer.
En la
psicología se puede hace un trabajo en común maravilloso. Yo soy psicólogo
también. Junto con Dominique Struyf, que es una psicoterapeuta y psiquiatra
infantil, escribimos un libro que creo
que es un ejemplo de dinámica de trabajo en común. Cada uno escribía, el otro
leía, corregía, comentaba, hacía preguntas, etc., después teníamos que rehacer
cada uno su propio texto, y así. Es un libro donde ha habido un gran diálogo detrás.
Muchos lectores nos han dicho que se percibe perfectamente. Que no son “dos”,
porque hay muchos libros escritos por un hombre y una mujer que son dos líneas
paralelas.
En la
sociedad, y más aún en la Iglesia, falta todavía este aprendizaje de la dialéctica
del trabajo en común. Creo que la pastoral, los sacramentos, la moral, el signo
de la teología, la espiritualidad, todo puede cambiar mucho, no porque las
mujeres vengan con otras ideas, sino porque vamos a poner nuestras ideas juntos
Por qué es necesario un nuevo
modelo eclesial-
Una explicitación de la
originalidad del hecho cristiano nos lleva a situar el cristianismo como es en
sí: fundamentalmente es una fe, un compromiso personal y comunitario, centrado
en la persona de Jesús, en la fuerza del Espíritu Santo, en comunión con el
Padre y con todos los hombres, un asumir de modo liberador la historia global
del mundo. No es ni puede ser una mera filosofía o ideología, una simple moral
o la sola expresión de religiosidad.
El cristianismo así explicitado surge del acontecimiento histórico de Jesús, del testimonio de su vida, de su palabra. Es la revelación de Dios dentro de la historia humana. No se identifica con ninguna filosofía, sino que usa de ella para encarnarse y expresarse en cada época. Necesita un instrumental para diagnosticar la realidad y comprometerse con ella. En la medida en que una realidad progresa, la ideología que de ella nace generalmente también evoluciona. Esto no pasa con la fe, pues esta es la misma para todos los tiempos y lugares, puesto que Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre. La fe del cristiano será el continuo desideologizante, desmitificante, desalienante. Decimos que la fe cristiana no sugiere un modelo socio-político específico. Ahora bien, esto no quiere decir que de su parte haya un desinterés o desvinculación de la vida política. Realmente la fe está en la política, pero se desolidariza siempre de todo lo que sea opresión y anuncia a todos la utopía fundamental de la comunidad humana: fraternidad de todos, filiación de Dios, señorío de la historia.
El
cristianismo no es una cultura, una raza, un modo de vivir con los esquemas de
una época. Por el contrario, puede y debe asumir toda cultura, pero siempre en
actitud crítica. Es que la fe trasciende las culturas y las cuestiona a fondo.
Por consiguiente, defender una cultura no es defender el Evangelio, y menos
todavía a Cristo. Ser cristiano no es adoptar teóricamente ideas, sino
identificarse con Cristo, el Dios hecho hombre (cf Jn 1,14), es decir, asumir
totalmente su dina· mismo personal: encamación, vida, mensaje, Muerte y
Resurrección. Es liberarse del pecado alienante, opresor, esclavizante y
manifestar de este modo el sentido de la historia, a partir de la liberación
dada por Cristo. Las formulaciones teológicas no alcanzan a cubrir todo el
sentido de la vida de Dios manifestada y comunicada a los hombres. Las
teologías necesitan revisar permanentemente su instrumental, sus expresiones, a
fin de ir traduciendo siempre con mejor penetración y expresión lo que Dios
está realizando continuamente en la vida de las personas. Como el encuentro con
el Señor y los hermanos se realiza en la vida, la teología tiene que estar a la
escucha del mismo .Señor en ella, en la expresión del amor, en la autenticidad
de la fe. Por lo tanto, los modelos y las imágenes ec1esiales deben ser
revisados
Esto puede llevar a distorsiones y errores.
Podemos, entonces, aclarar que la Iglesia es simbolizada no con una única
imagen o modelo, sino con una combinación de modelos. Con esto queremos afirmar
la posibilidad de presentar un nuevo modelo en el sentido preciso de que dicho
modelo no es único, sino que dentro del mismo quedan abarcados y completados
otros.
La cristología en la teología actual
Me gusta leer esto de Teología, la verdad que nunca había leído nada y me parece muy interesante, Gracias. Aitor
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