Un pueblo que se siente querido por su dios
y que poco a poco, descubre
que su dios es el único Dios.

La Biblia está toda ella llena de leyendas, relatos míticos, símbolos, alegorías, incluso importadas, a veces, de culturas no israelitas, es decir, paganas.  Y por no haber sabido admitir esas leyendas y esas alegorías, como tales leyendas y alegorías- que ni siquiera eran originales del pueblo hebreo-, se convirtieron en relatos históricos, y sobre ellos se fundamentaron muchos dogmas y gran parte de la piedad y culto cristianos.

Recuérdese la creación del mundo, el pecado original, la serpiente, el paraíso, el Diluvio, la Torre de Babel,  los ángeles que van y vienen, los sueños como lugar de encuentro con la divinidad. O auténticas novelas como los relatos de José en Egipto y la del santo Job. La fantasiosa epopeya del Mar rojo, el Desierto, el Sinaí con sus truenos y sus tablas de madera y piedra. Viejas leyendas como la de Sansón con su cabellera. Intervenciones milagrosas con tantas mujeres estériles que dan a luz niños providenciales, y hasta la parada del sol (¡Yahvé lo puede todo!). Sin olvidar al fanático y tremendista Elías que se va al cielo, en un carro de fuego, después de haber degollado a un montón de profetas de otras religiones, etc.

Incluso en los Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles. ¿Y por qué se iba a cambiar esta forma de concebir y de escribir la “historia” en tiempos de Jesús? En el nuevo testamento, no se esfuman los ángeles. Siguen los sueños. El diablo entabla conversaciones programáticas con Jesús, y martiriza a una piara de cerdos. En los Evangelios, las estériles siguen pariendo, las vírgenes dan a luz. Y las estrellas caminan y se paran a gusto del historiador. Al enviado de Dios se le exigen signos (milagros) para demostrar quién era.

¿Cómo contar la “venida del Espíritu” sino en forma de lenguas de fuego? ¿Cómo narrar que Jesús se fue con el Padre, sino desde un monte, elevándose, y finalmente corriendo el velo de una nube?

Y entonces, salta la pregunta lógica, ante la que no cabe el miedo, sino el estudio:

Si, en la Biblia, hay tanta leyenda, tanto mito, tanta alegoría, tanto género literario… ¿no será todo un cuento sin ningún fondo de historia? ¿No serán, también, Yahvé y el mismo Jesús un mito más?

En principio, todo pueblo que se precie tiene en sus orígenes un cúmulo de leyendas, de mitos, de historias nebulosas que intentan explicar sus más profundas y lejanas raíces. Recuerden a D. Pelayo, el Cid, el moro que lloró como mujer al salir de Granada y tantas otras historias en las que es difícil separar leyenda y reportaje.  Pero, incluso lo que es sólo leyenda como el “Santiago y cierra España”, sirve para entender la historia. 

La Biblia es la historia de un pueblo que se siente querido por su dios. Que, poco a poco, descubre que su dios es el único Dios. Que descubre que las normas de la convivencia humana son queridas por Dios. Que cuenta entre los suyos a personajes llenos de fe en ese Dios  y cuya fe les impulsa a hablar al pueblo, a los jefes del pueblo, y a los sacerdotes del  templo haciéndoles ver su apostasía diaria, su hipocresía, su injusticia y su manipulación del nombre de Dios.

Y resulta que en esa historia actúa Dios. Y a través de esa historia, Dios se manifiesta a ese pueblo. Y finalmente, aparece claro que no es sólo a ese pueblo sino a todo hombre y a todos los pueblos a quienes se manifiesta Dios. Que es Dios quien “está hablando” en medio de la bruma del acontecer humano. Y cuando llegó la plenitud de los tiempos, ese Dios se hace Palabra y acampa entre los hombres. Esa Palabra de Dios – ¡todo un discurso! – es Jesús, el de Nazaret.

Pero la actuación de Dios, la palabra de Dios en esa historia de un pueblo, escrita como todas las historias de cualquier pueblo, sólo se descubre con buena voluntad, con estudio y con fe. Y siempre habrá quien tiene “ojos y no ve, y tiene oídos y no oye”.