Se nos ha repetido que la cuaresma era un tiempo de examen para sentirnos pecadores. Descubierta nuestra indignidad, pedir a Dios que nos sacara de ella y si Dios era reacio a perdonarnos, ahí estaba la muerte de Jesús que nos daba derecho a ese perdón. Pasada la alegría de sentirnos perdonados, seguía la angustia de volver a fallar. Esta actitud represiva debe dejar paso a una toma de conciencia de nuestras posibilidades de absoluto.
La cuaresma en un tiempo para analizar la trayectoria de nuestra vida y descubrir que, con frecuencia, damos pasos que nos alejan de la plenitud humana que es nuestra meta. No tiene sentido que nos paremos a analizar la piedra en la que hemos tropezado. Más importante sería poner más atención al caminar para evitar el tropiezo. Tampoco se trata de hacer penitencia, como requisito para que Dios nos perdone. Sería tomar conciencia de que alcanzar la meta supone un esfuerzo para no dejarnos llevar por la comodidad.
Las tres tentaciones de Jesús no son zancadillas puntuales que el diablo le pone. Se trata de contrarrestar una inercia que, como todo ser humano, tiene que superar. Ni el placer sensible, ni la vanagloria, ni el poder, pueden ser el objetivo último. El poder y las seguridades, como base de la relación con Dios, quedan excluidos. El poder podía haber dado eficacia a su mesianismo, pero no le llevaría a la libertad. La salvación tiene que llegar al hombre desde dentro de sí mismo, por lo que tiene de específicamente humano.
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