Si a quienes afirman creer en Dios se les preguntara si lo aman, seguramente responderían que sí.
Pero entonces cabría cuestionar: y ¿en qué consiste amar a Dios?, ¿en
tenerle cariño?, ¿en sentir bonito cuando se piensa en Él?, ¿en
regocijarse de saber que existe?
Desde luego algo debe haber de todo eso, pero no puede limitarse a un
sentimiento. Si tomamos como referencia nuestro amor hacia los demás,
podemos hacer una comparación y deducir que así como el amar a una
persona no solamente consiste en sentir bonito al tenerla presente, sino
en tratar de procurar su felicidad, cabría pensar que amar a Dios
consiste también en procurar que esté verdaderamente feliz.
Y ¿qué hace feliz a Dios? Nuestra felicidad.
Sí, a diferencia de nosotros que con frecuencia buscamos egoístamente la
felicidad sin preocuparnos por los demás o incluso los utilizamos para
que nos hagan felices, la felicidad de Dios no está centrada en Sí
mismo. Lo que a Él lo hace feliz es que nosotros seamos felices. Pero
ojo, no hay que confundir este término. La felicidad a los ojos de Dios
no consiste en que experimentemos ciertas alegrías o placeres efímeros
que nos hacen, o creemos que nos hacen felices. No. La felicidad que
Dios quiere para nosotros es la auténtica, una que no depende de las
cosas de este mundo y que por lo tanto nadie nos puede arrebatar.
¿En qué consiste esa felicidad? En vivir conforme a la voluntad de Dios,
porque sólo Él sabe lo que nos conviene, lo que nos hace bien.
Tenemos entonces que amar a Dios consiste en buscar hacerlo feliz; lo
que lo hace feliz es nuestra felicidad; lo que nos da felicidad es vivir
como Dios quiere que vivamos, y vivir como Dios quiere que vivamos es
vivir cumpliendo Sus mandamientos.
Cabría preguntar, ¿cuáles son esos mandamientos que debemos cumplir? Sin
descartar los diez mandamientos, que como dijo el Papa Benedicto XVI en
su libro ‘Jesús de Nazaret’, siguen vigentes para todos los cristianos,
podemos referirnos principalmente a uno solo que los resume todos. Dijo
Jesús: “Éste es el mandamiento Mío: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado” (Jn 15, 12).
Así pues, regresando a la pregunta inicial y relacionándola con esto
último, podemos concluir que amar a Dios no solamente consiste en sentir
bonitos sentimientos hacia Él, sino que se tiene que notar, ¿en qué? en
que cumplimos lo que nos pide, especialmente en lo que se refiere al
amor. ¿De qué sirve llevar una cruz sobre el pecho, si ese pecho alberga
rencores y odios contra alguien?, ¿colgar un Rosario del retrovisor del
coche si el conductor nunca se acuerda de su Madre del cielo?, ¿acudir a Misa sólo
por cumplir, sin ganas de recibir todos los dones que en ella Dios
regala, y a la salida dedicarse a criticar?, ¿encomendarse a Dios, a la
Virgen y a los santos, para salir a hacer el mal?
No se ama a Dios si no se ama a los demás. Dice San Juan: “Si alguno
dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano es un mentiroso; pues quien
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.” (1Jn 4,20).
Cabe aclarar que cuando Jesús dice que el que lo ama cumple Sus
mandamientos, y a éste Él y Su Padre lo aman, no está implicando que no
amen a quien no los cumple, recordemos que a través del profeta nos ha
dicho: “Los amaré aunque no lo merezcan” (Os 14, 5), sino nos
está revelando la razón por la que vale la pena cumplir los
mandamientos, por la que vale la pena amar: porque Él y Su Padre harán
en nosotros Su morada (ver Jn 14, 23).
Nuestro amor nos viene del Amor y nos atrae al Amor. Quien vive amando, vive albergando nada menos que a Dios en su corazón.
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