Una vez leí que Antonio Gaudí -que era un genio- al diseñar
la Sagrada Familia, optó por colocar a los santos fuera, pues la gente
frecuentaba menos los templos, y de esa forma los santos serían visibles y
accesibles a todo el mundo. Esta anécdota, curiosa en cualquier caso, habla de
la necesidad de los santos en cualquier sociedad. Y no me refiero a algo
puramente espiritual, sino a algo político, en el sentido público del término.
Y es que muchas veces apreciamos a los santos por lo que
hicieron, que está fenomenal. Sin embargo, en mi opinión, deberíamos admirarlos
e imitarlos por la fe que tuvieron, que les llevó a hacer lo que hicieron y a
vivir como vivieron, y así se convirtieron en referentes. Porque sobre todo,
los santos nos conectan con lo que no sabemos, con lo que no vemos, con lo
trascendente. En el fondo, nos ayudan a crear lazos -nosotros con los que ya se
fueron-, para formar una gran familia de vivos y muertos: la comunión de los
santos. Donde nos conectan con una larga tradición de gente que, aún siendo
imperfecta, decidió mirar a Dios y vivir de un modo distinto a favor de algo
más grande, y esto, como intuyó el bueno de Gaudí, es necesario mostrarlo al
mundo.
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